Ben Aaronovitch - Susurros subterráneos

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Es hora de llamar de nuevo al agente Peter Grant, el último mago de Gran Bretaña. Es Navidad, y Peter Grant recibe una llamada de la inspectora Stephanopoulos: debe investigar un asesinato en uno de los túneles del metro de Londres en Baker Street, un lugar tenebroso, húmedo y con un pasado muy oscuro. Todos los indicios apuntan a que una fuerza mágica ha intervenido en la muerte de la víctima, James Gallagher, hijo de un senador estadounidense. El FBI envía a la agente Kimberly Reynolds para colaborar en la investigación y Peter se verá obligado a ocultarle cualquier atisbo de magia. En las oscuras entrañas de la ciudad, plagadas de cloacas victorianas y ríos enterrados, resuenan los susurros de unos espíritus torturados que buscan venganza…"Las novelas de Aaronovitch son divertidas, encantadoras, ingeniosas y emocionantes, y dibujan un mundo mágico muy cerca del nuestro." The Independent

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Me dirigió la mirada típica de una adolescente agresiva de trece años, pero yo no era ni su madre ni un profesor. Ni tan siquiera quería que se pusiera en marcha, lo que de verdad estaba deseando era irme a casa y ver el fútbol.

—Tú misma —dije mientras me alejaba.

—Espera —contestó—. Voy con vosotros.

Justo cuando me di la vuelta, me cerró la puerta en las narices.

—No nos ha pedido que entremos —comentó Lesley. Que no te inviten marca una de las casillas del bingo del comportamiento sospechoso que todo policía lleva consigo en su cabeza, así como tener un perro absurdamente dominante y darse demasiada prisa en proporcionar una coartada. Rellena todas las casillas y podrás ganar una visita con todos los gastos pagados a la comisaría del barrio.

—Es domingo por la mañana, su padre seguirá probablemente en la cama.

Decidimos esperar a Abigail en el coche, donde pasamos el rato hurgando entre las distintas bolsas de comida que se habían ido acumulando a lo largo del año. Encontramos un bote de golosinas y, justo cuando Lesley me hizo apartar la mirada para levantarse la máscara y comerse una, Abigail dio unos golpecitos en la ventanilla.

Abigail, como yo, había heredado su pelo del progenitor «equivocado». Sin embargo, cuando yo era pequeño, se limitaban a rapármelo hasta dejar una pelusilla, mientras que el padre de Abigail solía pasearla por una serie de peluquerías, parientes y vecinos entusiastas en un intento de que pudieran mantenerlo bajo control. Desde el principio, Abigail acostumbraba a quejarse y a no parar quieta mientras se lo suavizaban, trenzaban o alisaban a lo japonés, pero su padre estaba decidido a que su hija no lo avergonzara en público. Todo eso terminó cuando Abigail cumplió once años y le anunció con total tranquilidad que tenía el teléfono de protección del menor en las teclas de marcación rápida y que la siguiente persona que se acercara a ella con extensiones, productos químicos para el alisado o, Dios no lo quisiera, un cepillo alisador, acabaría explicándole sus acciones a los servicios sociales. Desde entonces llevaba su cabello afro largo y sujeto en un moño en la nuca. Era demasiado grande como para que entrara en la capucha de su anorak rosa, así que llevaba puesto un gorro rastafari enorme que la hacía parecer un estereotipo racista de los años setenta. Mi madre dice que el pelo de Abigail es un escándalo vergonzoso, aunque yo no pude evitar fijarme en que al menos el gorro le protegía el rostro de la llovizna.

—¿Qué le ha pasado al Jaguar? —preguntó Abigail cuando le abrí la puerta de atrás.

Mi jefe tenía un Jaguar Mark 2 auténtico, con un motor en línea de 3,8 litros que había pasado a formar parte del folclore urbano porque, en una ocasión, lo dejé aparcado en la urbanización. Incluso los millennials consideraban que un Jaguar antiguo como ese molaba. Desgraciadamente, el Focus ST naranja fosforito que conducía ahora mismo solo era otro Ford Asbo del montón.

—Le han prohibido usarlo hasta que se saque el curso de conducción avanzada —dijo Lesley.

—¿Eso ha sido porque tiraste una ambulancia al río? —preguntó Abigail.

—No la tiré al río —la corregí. Saqué el Asbo a Leighton Road y volví al tema del fantasma—. ¿En qué parte del colegio está esa cosa?

—No está en el colegio —dijo—. Está debajo, donde las vías de tren. Y es un chico, no una cosa.

El colegio del que hablaba era el instituto público Acland Burghley, donde incontables generaciones del vecindario de Peckwater Estate habían estudiado, yo y Abigail incluidos. O, como Nightingale insiste en que debería ser, Abigail y yo. He dicho «incontables», pero en realidad se había construido a finales de los sesenta, de manera que no pudieron haber sido más de cuatro generaciones como mucho.

La mayor parte del edificio estaba asentada sobre Dartmouth Park Hill y no cabía duda de que lo había diseñado un auténtico admirador de Albert Speer, sobre todo de su último trabajo: las monumentales fortificaciones del Muro Atlántico. El instituto, con sus tres torres y sus anchos muros de hormigón, podría haber dominado sin problema el cruce estratégico de cinco calles de Tufnell Park y haber evitado que cualquier columna de voluntarios de la infantería ligera de Islington avanzara por la calle principal.

Encontré un hueco para aparcar en Ingestre Road, donde terminan los terrenos del instituto, y nos dirigimos hacia la pasarela que cruza las vías por detrás del colegio.

Había dos grupos de vías dobles, las del lado sur descendían por una zanja al menos dos metros por debajo de las del norte. Esto significaba que la vieja pasarela tenía dos escaleras independientes con escalones resbaladizos y que había que atravesarlos antes de que pudiéramos mirar por la valla.

El patio del colegio y el gimnasio se habían construido sobre una base de hormigón que tendía un puente sobre los dos grupos de vías. Vistos desde la pasarela, y aunque mantenían el diseño general, tenían un aspecto casi idéntico a la entrada de un par de búnkeres para submarinos.

—Ahí abajo —dijo Abigail, y señaló hacia el túnel de la izquierda.

—¿Has bajado a las vías? —preguntó Lesley.

—Tuve cuidado —le respondió Abigail.

A Lesley le hizo tan poca gracia como a mí. Las vías de tren eran letales. Sesenta personas al año saltaban a las vías y morían; la única ventaja es que, cuando esto ocurre, sus cuerpos pasan a ser propiedad de la Policía Británica de Transporte y no son mi problema.

Antes de hacer algo realmente estúpido como caminar por las vías del tren, un agente de policía bien entrenado debe hacer una evaluación de los riesgos. El procedimiento correcto habría sido llamar a la PBT para que enviaran a un equipo de búsqueda cualificado que pudiera, con suerte, interrumpir el tráfico de la línea como una precaución extra para que Abigail y yo pudiéramos ir a buscar al fantasma. El inconveniente de no llamarlos sería que, si le pasara algo a Abigail, supondría sin duda el final de mi carrera y, dado que su padre era un patriarca del oeste africano chapado a la antigua, también de mi vida.

El lado negativo de llamarlos sería tener que explicarles lo que andaba buscando y que se rieran de mí. Como cualquier joven desde los albores del tiempo, decidí arriesgarme a la muerte antes que a una posible humillación.

Lesley dijo que al menos deberíamos mirar los horarios.

—Es domingo —dijo Abigail—. Se tirarán todo el día haciendo trabajos de mantenimiento.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Lesley.

—Porque lo he mirado —dijo Abigail—. ¿Por qué se te cayó la cara?

—Porque abrí demasiado la boca —respondió Lesley.

—¿Cómo llegamos ahí abajo? —pregunté rápidamente.

Había viviendas de protección oficial construidas en los terrenos baratos del ferrocarril que había a ambos lados de las vías. Detrás del bloque de pisos de los años cincuenta situado en el lado oriental había una parcela de césped empapado rodeada de arbustos y, detrás de estos, una valla metálica. Un túnel estrecho atravesaba los arbustos y conducía hasta un agujero en la valla y hacia las vías que había a lo lejos.

Nos agachamos y lo atravesamos detrás de Abigail. Lesley soltó una risita cuando un par de ramas húmedas me golpearon en la cara. Se detuvo para fijarse en el agujero de la valla.

—No lo han cortado —dijo—. Parece desgastado y rasgado…, quizá lo hicieron los zorros.

Había bolsas mojadas de patatas fritas esparcidas por el suelo y latas de Coca-Cola arrastradas contra la verja; Lesley las apartó con la punta del zapato.

—Los drogadictos todavía no han descubierto este lugar —dedujo—. No hay agujas. —Miró a Abigail—. ¿Cómo sabías que esto estaba aquí?

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