—¿Los recuerdas?
Malingo se quedó pensativo durante un instante. Entonces recitó:
Laguna Munn
tenía un hijo
perfecto en todos los sentidos.
Un placer verlo trabajar,
¡y un gozo verlo jugando!
Pero, oh, ¿cómo dio con él?
¡No me atrevo a expresarlo!
—¿Ya está?
—Sí. Supuestamente, uno de sus hijos estaba hecho de todas las bondades que había en ella, pero era un niño aburrido. Tan aburrido que no quería tener nada que ver con él. De manera que creó otro hijo…
—Déjame adivinarlo: ¿hecho de todo el mal que había en ella?
—Bueno, quienquiera que compusiera las rimas no se atrevía a decirlo, pero sí, creo que eso es lo que se supone que debemos pensar.
«Es una mujer muy poderosa», dijo Boa. «Y se la conoce por usar sus poderes para ayudar a la gente, si está de humor». Candy se lo transmitió a Malingo. Después Boa añadió: «Está loca, por supuesto».
—¿Por qué siempre hay una trampa? —dijo Candy en voz alta.
—¿Cómo? —preguntó Malingo.
—Boa dice que Laguna Munn está loca.
—¿Y qué? ¿Es que tú eres Candy, la dama de la cordura? No lo creo.
—Buena observación.
—Que los locos encuentren sabiduría en la locura para los cuerdos y que los cuerdos se sientan agradecidos.
—¿Eso es un refrán conocido?
—Quizá sí, si lo digo lo suficiente.
«El geshrat dice muchas cosas con sentido… para ser un geshrat».
—¿Qué ha dicho? —le preguntó Malingo a Candy.
—¿Cómo sabes que ha dicho algo?
—Empiezo a notártelo en la cara.
—Ha dicho que eres muy inteligente.
—Sí, seguro —replicó Malingo sin parecer muy convencido.
Su camino los llevó de vuelta al puerto a través de una selección de calles mucho más pequeñas que por las que habían ascendido hacia la Sala del Consejo. Había un halo de inquietud en esos estrechos callejones y pequeños patios. La gente se ocupaba de sus asuntos de forma ansiosa y furtiva. Era como si todo el mundo estuviera haciendo planes sobre lo que hacer por si las cosas no salieran bien, pensó Candy. Incluso vislumbró a través de las puertas entreabiertas que daban acceso a los interiores sombríos a gente preparando las maletas para una huida apresurada. Claramente, Malingo interpretó lo que veían del mismo modo que Candy, porque le preguntó:
—¿Dijo algo el Consejo sobre evacuar la Gran Cabeza?
—No.
—Entonces, ¿por qué se está preparando la gente para marcharse?
—No tiene sentido. Si hay algún sitio que sea seguro, ese es Yeba Día Sombrío. ¡Por el amor de Lou! Es una de las estructuras más antiguas que existen.
—Por lo visto, la antigüedad ya no es lo que era.
Entonces siguieron descendiendo en silencio hacia el puerto. Había una docena o más de barcos de pesca que intentaban buscar un sitio donde atracar para bajar la carga de desechos.
—Pedazos de Chickentown… —dijo Candy de forma lúgubre.
—No dejes que te perturbe. Las personas de aquí han escuchado muchísimas cosas sobre tu gente a lo largo de los años. Ahora ya tienen algo real y palpable.
—Casi todo parece basura.
—Sí.
—¿Qué van a pensar de Chickentown? —preguntó Candy con tristeza.
Malingo no dijo nada. Se detuvo para que Candy se adelantara y examinara las cosas que los pescadores habían sacado de las aguas del Izabella. ¿Pensaba la gente de Abarat que algo tenía valor? Dos flamencos rosas de plástico arrastrados por la marea del jardín de alguien, un montón de revistas viejas y botes con pastillas, algunos muebles destrozados, un gran cartel con un estúpido pollo de ojos saltones pintado y otro que anunciaba de qué trataría el sermón del domingo en la iglesia luterana de la calle Whittmer: «Las numerosas puertas de la mansión de Dios».
Alguien de entre la multitud, un individuo con ojos dorados y barba verde que se había animado con varias botellas de la Mejor Cerveza del Niño, había decidido aprovechar la oportunidad para sentar cátedra sobre lo peligrosa que podía ser la humanidad y sus malévolas tecnologías. Tenía bastante apoyos y amigos entre la multitud, que en seguida lo proveyeron de un par de cajas de pescado para que se subiera. Desde aquella posición elevada, descargó una diatriba llena de veneno.
—Si la marea ha traído hasta aquí sus tesoros —dijo—, entonces también traerá a alguno de sus propietarios. Necesitamos estar listos. Todos sabemos lo que la gente del Más Allá nos hará si vuelve. Volverán a ir tras el Abarataraba.
Solo había llegado hasta ahí cuando Candy escuchó que alguien a su alrededor murmuraba su nombre.
Se volvió y en seguida encontró una cara amiga, la de Izarith, que se había tomado la molestia de cuidar de Candy cuando se había aventurado por primera vez en el caótico interior de la Gran Cabeza. Había alimentado a Candy, le había proporcionado un buen fuego junto al que secarse e incluso le había dado sus primeras ropas abaratianas. Izarith era una skizmut; su gente había nacido en las profundas aguas de lo que Izarith llamaba Mamá Izabella. Ahora se abría camino entre la multitud hacia Candy, vestida con lo que parecía un sombrero de fabricación casera cosido con distintas clases de algas. Llevaba en un brazo a su bebé Nazré y sujetaba a su hija Maiza con la otra mano.
Se puso muy sensible al ver a Candy de nuevo. Los ojos se le llenaron de lágrimas de un verde plateado.
—He oído hablar tanto de ti desde que llegaste por primera vez a mi casa, de todas las cosas que has hecho. —Le dirigió una mirada a Malingo—. Y también he oído hablar de ti —dijo—. Eres el que trabajaba para el mago, ¿no es verdad? ¿En Martillobobo?
Malingo le dedicó una pequeña sonrisa.
—Esta es Izarith, Malingo —dijo Candy—. Fue muy amable conmigo cuando llegué aquí por primera vez.
—Hice lo que habría hecho cualquiera —contestó Izarith—. ¿Tienes tiempo para volver conmigo a casa y contarme si todas las cosas que he escuchado son verdad? Parece que tenéis hambre.
—La verdad es que yo tengo un poco —dijo Malingo.
Pero en el corto espacio de tiempo en el que Izarith había llamado a Candy, el ánimo de la multitud había cambiado, influido por el odio hacia la humanidad que emanaba del hombre de la barba verde.
—Deberíamos darles caza, hasta al último de los humanos, y ahorcarlos —dijo—. Si no lo hacemos, es solo cuestión de tiempo que vengan a robarnos nuestra magia de nuevo.
—¿Sabes? No creo que tengamos tiempo para comer, Izarith, por mucho que nos apetezca quedarnos.
—Estás preocupada por Kytomini, ¿verdad?
—¿Él es el único que dice que quiere verme ahorcada?
—Odia a todo el mundo. Ahora mismo es a tu gente, Candy. Dentro de cinco minutos podrían ser los geshrats.
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