Clive Barker - Medianoche absoluta

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La hora más oscura está cada vez más cerca… Candy Quackenbush continúa su viaje por el mundo fantástico y feroz de Abarat: un archipiélago donde en cada isla es una hora distinta del día, el eterno teatro de una lucha sin tregua entre luz y oscuridad. Antiguos presagios empujan a Candy a surcar las aguas del mar de Izabella: todo indica que se acerca una tormenta. Mater Motley está obsesionada con convertirse en la emperatriz de las Islas y, para alcanzar su objetivo, urde un plan simple y diabólico: oscurece los cielos, cubriendo soles, lunas y estrellas, y despierta de los rincones más remotos del archipiélago a unos monstruosos aliados dispuestos a luchar a su lado en la batalla. Tinieblas implacables se ciernen sobre Abarat: la Medianoche Absoluta acaba de empezar y solo Candy tiene el poder para detenerla. «He visto el futuro del terror y su nombre es Clive Barker.» Stephen King"Abarat es una creación intrigante y merece ser comparado con Oz. Barker utiliza el poder de lo fantasmagórico, en un mundo regido por la lógica de los sueños." Kirkus Reviews"Clive Barker es la gran mente creativa de nuestro tiempo." Quentin Tarantino"Te mantiene fácilmente enganchado a sus páginas." The New York Times Magazine

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—¿Y cómo es eso? —preguntó un tercer miembro del Consejo; su rostro era una flor de cuatro pétalos con ocho ojos y una boca brillante en el centro—. No solo te manejas bien por las islas, sino que también sabes mucho sobre el Abarataraba.

—Solo he escuchado historias de aquí y de allá.

—¡Historias! —dijo Yobias Thim, que llevaba una fila de velas alrededor del ala de su sombrero—. Uno no aprende a manejar a Feits y Wantons solo escuchando historias. Creo que lo que ocurrió con Motley y Carroña y tus conocimientos del Abarataraba forman parte de un mismo asunto muy sospechoso.

—Dejadlo estar —dijo Keemi—. No la hemos hecho venir a Okizor para interrogarla sobre por qué conoce el Abarataraba.

Miró a los Consejeros de su alrededor: no había dos que compartieran la misma fisionomía. El representante de Gorro de Orlando tenía una brillante cresta de gallo con plumas coloradas y turquesas que se alzaban orgullosas en medio de su agitación, mientras que el rostro del representante de Soma Pluma, Helio Fatha, oscilaba como si mirase fijamente a través de una nube de calor. La cara iluminada del Consejero de las Seis de la Mañana estaba cubierta con la promesa de un nuevo día.

—Vale, es verdad. Sé algunas… cosas —admitió Candy—. Empezó en el faro cuando descubrí cómo invocar al Izabella. No estoy diciendo que no pudiera hacerlo, porque pude. Es solo que no sé cómo lo hice. ¿Acaso importa?

—Si este Consejo piensa que importa —gruñó el semblante de piedra originario de Efreet—, entonces importa. Y todo lo demás debería serte indiferente hasta que la pregunta se haya respondido satisfactoriamente.

Candy asintió.

—De acuerdo —dijo—. Lo haré lo mejor que pueda, pero es complicado.

Y así empezó a contarles lo mejor que pudo las partes que conocía, empezando por los acontecimientos de los que derivó todo lo demás: su nacimiento y el hecho de que, más o menos una hora antes de que su madre llegara al hospital, en una carretera vacía y empapada por las lluvias torrenciales en medio de ninguna parte, tres mujeres del Fantomaya (Diamanda, Joephi y Mespa) habían cruzado la divisoria prohibida entre Abarat y el Más Allá en busca de un lugar en el que esconder el alma de la princesa Boa, cuyos restos reposaban en el Presente desde su asesinato.

—Encontraron a mi madre allí sentada—dijo Candy—, esperando a que mi padre volviera con gasolina para la camioneta…

Hizo una pausa porque en su mente apareció un zumbido que sonaba cada vez más y más alto. Era como si el cráneo se le hubiese llenado de cientos de abejas furiosas. No era capaz de pensar con claridad.

—Encontraron a mi madre… —volvió a decir, consciente de que arrastraba las palabras.

—Olvídate de tu madre durante un segundo —dijo el representante de Martillobobo, un tarrie-gato bípedo llamado Jimothi Tarrie al que Candy ya conocía de antes—. ¿Qué sabes del asesinato de la princesa Boa?

—Boa.

—Sí.

Claro. Boa.

—Digamos que… bastante —respondió Candy.

Lo que ella pensaba que eran las voces de las abejas se estaban transformando en sílabas, y las sílabas en palabras, y las palabras en frases. Había alguien hablando en su cabeza.

«No les cuentes nada», dijo la voz. «Son burócratas, todos ellos».

Conocía esa voz. La había estado escuchando toda la vida. Había pensado que era su voz, pero solo porque hubiera estado en su cráneo toda su vida no significaba que fuera suya. Dijo el nombre de la otra sin pronunciarlo en voz alta.

«Princesa Boa».

«Sí, por supuesto», dijo la otra mujer. «¿A quién esperabas si no?».

—Jimothi Tarrie te ha hecho una pregunta —dijo Nyritta.

—La muerte de la princesa… —le recordó Jimothi.

—Sí, lo sé —dijo Candy.

«No les cuentes nada», repitió Boa. «No dejes que te intimiden. Utilizarán tus palabras en tu contra. Ten mucho cuidado».

Candy se sentía profundamente intranquila por la presencia de la voz de Boa y especialmente infeliz por que se hubiera hecho audible precisamente en ese momento, pero tenía la sensación de que el aviso que le estaba dando era acertado. Los Consejeros la estaban observando con gran suspicacia.

—… he escuchado algunos rumores —les dijo—. Pero la verdad es que no recuerdo mucho…

—Pero estás aquí en Abarat por una razón —dijo Nyritta.

—¿De verdad? —contestó.

—Bueno, ¿no lo sabes? Dínoslo tú. ¿Es así?

—No encuentro… ninguna razón en mi mente, si es eso a lo que te refieres —dijo Candy—. Creo que a lo mejor estoy aquí solo porque dio la casualidad de que estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado.

«Buen trabajo», dijo Boa. «Ahora no saben qué pensar».

El análisis de Boa parecía correcto. Había muchos ceños fruncidos y miradas desconcertadas alrededor de la mesa del Consejo. Pero Candy no se había librado todavía.

—Cambiemos de tema —dijo Nyritta.

—¿Para hablar de qué? —preguntó Helio Fatha.

—¿Qué tal de Christopher Carroña? —le dijo Nyritta a Candy—. Tuviste algún tipo de relación con él. ¿No es así?

—Bueno, intentó que me asesinaran, si eso es a lo que te refieres con «relación».

—No, no, no. Tu enemiga era Mater Motley. Lo que tenías con Carroña era otra cosa. Admítelo.

—¿Como qué? —dijo Candy.

Ahora necesitaba mentir y lo sabía. Lo cierto es que sí era consciente de por qué Carroña se había sentido atraído por ella, pero no iba a dejar que los Consejeros lo supieran. No hasta que ella misma supiera más. Así que dijo que era un misterio para ella; un misterio que casi le había costado la vida, como aprovechó para recordarles.

—Bueno, sobreviviste para contar la historia —remarcó Nyritta, derrochando sarcasmo.

—Entonces, ¿por qué no lo cuentas, en lugar de divagar de una cosa a la siguiente sin explicar nada en absoluto? —dijo Helio Fatha.

—No tengo nada que contar —contestó Candy.

—Hay leyes que defienden Abarat de los de tu especie. Lo sabes, ¿verdad?

—¿Qué vais a hacer? ¿Ejecutarme? —dijo Candy—. Oh, no pongáis esa cara de sorpresa. No sois ángeles. Sí, probablemente tuvierais buenas razones para protegeros de los de mi especie, pero ninguna especie es perfecta. Ni siquiera los abaratianos.

«Boa tenía razón», pensó Candy. Eran una panda de abusones. Igual que su padre. Igual que todos los demás. Y cuanto más la intimidaban, más decidida estaba ella a no darles ninguna respuesta.

—No puedo obligaros a que me creáis. Podéis interrogarme todo cuánto queráis, pero os seguiréis encontrando con la misma respuesta: ¡yo no sé nada!

Helio Fatha resopló con desdén.

—Ah, ¡dejadla marchar! —dijo—. Esto es una pérdida de tiempo.

—Pero tiene poderes, Fatha. La vieron haciendo uso de ellos.

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