1 ...6 7 8 10 11 12 ...28 —Hay mucha gente que está de acuerdo con él —contestó ella.
—A la gente le gusta tener alguien al que odiar. Yo estoy demasiado ocupada criando a estos pequeñajos.
—¿Qué hay de tu marido?
—Oh, Ruthus está ahora mismo trabajando en su barco. Lo está arreglando para venderlo. Nos marcharemos de Yeba Día Sombrío tan pronto como dispongamos del dinero. Se está volviendo demasiado peligroso.
—¿Está su barco en buen estado para navegar? —preguntó Malingo.
—Ruthus dice que sí.
—Entonces quizá pueda llevarnos al Presente si le pagamos.
—¿Al Presente? —dijo Izarith—. ¿Por qué queréis ir allí?
—Para encontrarnos con unos amigos —dijo Candy. Metió las manos en los bolsillos mientras hablaba y sacó todos los paterzemes que tenía. Malingo la imitó—. Este es todo el dinero que tenemos —le dijo a Izarith—. ¿Será suficiente para pagar el viaje?
—Estoy segura de que será más que suficiente —respondió Izarith—. Vamos, os llevaré hasta Ruthus. Solo os digo que el barco no es bonito, para que lo sepáis.
—No necesitamos que sea bonito —dijo Candy—, solo necesitamos alejarnos de aquí.
Izarith le prestó a Candy su sombrero de ala ancha para evitar que algún miembro de aquella multitud cada vez más exaltada se diera cuenta de que tenían a un miembro de la humanidad entre ellos y después guio a Candy y Malingo a lo largo del embarcadero, dejando atrás los navíos grandes y pequeños hasta llegar a uno de los de menor tamaño.
Había un hombre a bordo haciéndole unos últimos arreglos a su embarcación con una brocha y pintura. Izarith apartó a su marido de sus labores y le explicó rápidamente la situación.
Mientras tanto, Candy observaba al público de Kytomini por el rabillo del ojo. Tenía la desagradable sensación de que Malingo y ella no habían pasado totalmente desapercibidos entre la multitud, una sensación que se intensificó cuando varios de los miembros de dicha multitud se volvieron para mirar en la dirección en la que estaba Candy y, un instante después, empezaron a caminar por el embarcadero hacia ellos.
—Tenemos problemas, Izarith —dijo Candy—. O al menos yo los tengo. Creo que es mejor que no te vean conmigo.
—¿Quiénes, ellos? —dijo Izarith mientras miraba fijamente con desprecio a los rufianes que se aproximaban—. No les tengo miedo.
—Candy tiene razón, cariño —dijo Ruthus—. Coge rápidamente a los niños y marchaos por detrás de la lonja de pescado. Deprisa.
—Gracias —dijo Candy—. La próxima vez no iremos con tanta prisa.
—Dile a mi marido que vuelva con nosotros tan rápido como le sea posible.
—Así lo hará, no te preocupes —respondió Candy.
El hombre de la barba verde, que había sido el primero en incitar al odio con su discurso, se abría ahora paso para liderar a la pequeña muchedumbre de abusones que se acercaba.
—¿Nos marchamos? —gritó Ruthus.
—Oh, por el amor de Lou, ¿acaso nos vamos alguna vez? —dijo Candy.
—¡Pues venga, ya!
Candy saltó al barco. Los tablones rechinaron.
—Si lo rompes y te ahogas, no me culpes —sonrió Ruthus.
—No nos ahogaremos —dijo Malingo imitando a Candy—. Esta chica tiene trabajo que hacer, ¡un gran trabajo!
Candy sonrió. (Era cierto. El qué, cómo o cuándo, no tenía ni idea. Pero era verdad).
Ruthus corrió hacia la timonera mientras le gritaba a Malingo:
—Corta la cuerda, geshrat. ¡Hazlo rápido!
El muelle reverberaba mientras la turba, que aumentaba en número, seguía la estela de Barba Verde.
—¡Te veo, muchacha! —gritó—. ¡Y sé lo que eres!
—¡He cortado la cuerda, Ruthus!
—¡Agarraos entonces! ¡Y rezad!
—¡Vámonos! —le gritó Candy a Ruthus.
—Tus crímenes contra Abarat merecen ser castigados…
Cada garganta plagada de odio que había en la multitud repitió la última palabra: «¡Castigados!» «¡Castigados!» «¡Casti…!»
La tercera vez, la amenaza quedó ahogada por el gruñido estrepitoso del pequeño barco de Ruthus a medida que el motor volvía la vida.
Una nube amarilla de gases de escape hizo erupción por la popa del barco y su densidad ocultó de la vista todo atisbo de la muchedumbre, al igual que su estrépito había tapado todos los sonidos.
El trabajo de Ruthus no había terminado. Se habían alejado del muelle, pero todavía no habían abandonado el puerto. Y había muchos pescadores oportunistas que traían de forma constante su carga de basura. Si el barco de Ruthus hubiera sido más grande, lo habrían atrapado entre la confusión. Pero era una insignificancia con aspecto ligero, en especial con Ruthus al timón. Para cuando el rastro de humo se hubo disipado, el barco estaba fuera del puerto y entraba en los Estrechos del Crepúsculo.
La huida de Candy de la muchedumbre de Yeba Día Sombrío no había pasado desapercibida. La mayor concentración de ojos espías que divisaban el peligro que estaba corriendo se encontraba en las Tres de la Mañana. En el corazón de esa extraordinaria ciudad había una mansión amplia y redonda, y en el centro de la misma, una habitación circular de observación donde los innumerables espías mecánicos que se dispersaban alrededor de Abarat, perfectas imitaciones de la fauna y la flora confeccionados con tanta astucia que no podían distinguirse del modelo real excepto por el hecho de que cada uno llevaba una pequeña cámara, retransmitían lo que veían. Había literalmente miles de pantallas en la Sala Circular que cubrían las paredes interiores y exteriores, y Rojo Pixler habría estado allí, observando el mundo que él había creado (sus pequeñas tragedias, farsas, espectáculos de amor y muerte en pantalla grande), pero aquel día no recorría la sala montado en su disco de levitación mientras inspeccionaba el archipiélago. El grupo de observadores de las islas lo lideraba en ese momento su socio de confianza, el doctor Voorzangler, que llevaba puestas unas gafas que le eran muy queridas y que producían la ilusión de que sus dos ojos eran uno solo. Era él el que daba cuenta de cualquier ida y venida significativa, una de las cuales fue la de Candy Quackenbush. Voorzangler les ordenó a su segundo, tercero y cuarto en la cadena de mando que se aseguraran de que cada uno le ordenara al siguiente recordarle a Voorzangler que debía informar al gran arquitecto, cuando por fin regresara, de los movimientos de la chica del Más Allá.
Aunque la frase «cuando por fin regresara» normalmente tenía poco significado, aquel día no era así. Aquel día el gran arquitecto estaba supervisando la ubicación de su próxima gran creación: una ciudad subacuática en las fosas oceánicas más profundas del mar de Izabella. «¿Por qué?», le había preguntado Voorzangler más de una vez a Pixler, a lo que este siempre había contestado lo mismo: para ponerle un nombre a lo que hasta ahora no lo tenía y aprovechar las maravillas que seguramente existían en las profundidades oscuras. Y cuando se hubieran conseguido esos inocentes esfuerzos y se hubiera catalogado a esas criaturas, entonces él podría empezar el auténtico objetivo de su esfuerzo (el cual solo había compartido con Voorzangler): desplegar en el hábitat oculto de estas formas de vida desconocidas los cimientos de una ciudad subacuática tan ambiciosa en tamaño y diseño que la resplandeciente inmensidad de la ciudad de Commexo parecería un boceto en comparación con la obra maestra final.
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