Finalizado el cierre hermético del tarro lechero, Nicolás salió del taller, debiéndole al Crespo Herrera el antiguo trabajo del rebaje más la soldadura de la mañana. Volvió a Valparaíso con el chofer y le pidió que guardara el tarro en el portamaletas. Como el Che trabajaba con el auto, le dijo que no podía. Ante ello el chofer le ofreció dejarlo en su propia casa por lo atractivo del flete. No fue una decisión acertada.
El chofer le cobró 30 escudos por todos los traslados, dinero que Nicolás no portaba. Durante el día se dedicó a recabar ese monto, consiguiendo solo la mitad, que entregó al chofer cerca de las 19:00 horas de aquel jueves 7 de marzo. Nicolás regresó a su casa y “a fin de evitar que me preguntaran nada, llegué haciéndome el curado, lo cual me era fácil hacerlo porque yo había estudiado teatro” (declaración de Nicolás Arancibia). Se metió al interior de su pieza y se recostó en el catre, sobre los restos de Aurora que yacían bajo la cama. Si bien expelían un mal olor, tras algunos minutos pudo conciliar el sueño y se durmió hasta el día siguiente.
El viernes 8 se levantó a las 07:00 horas. A las nueve salió a comprar una sierra nueva. Como no conocía sus dimensiones,adquirió una grande y una chica. A las 10:00 horas regresó a su habitación y cercenó una pierna a la altura de la pelvis, introduciéndola en el tarro lechero no sin problemas. La otra extremidad la cercenó en tres partes a fin de maximizar el espacio disponible en el contenedor de lácteo. Antes de cerrar el tarro, ajustando la tapa con pernos y con apresto de piroxilina, el mismo que usaba para construir juguetes, introdujo en su interior una frazada, una mantilla y una blusa, todas manchadas con sangre. Finalmente, y dando cuenta de su frialdad, regó el piso de madera, restregando las manchas de sangre en las tablas, y luego lo refregó con tierra del jardín. El tarro quedó ubicado tras la puerta.
En casa de sus padres, su madre le sirvió un plato de caldo y dos huevos, que se comió con repugnancia porque el gusto era parecido al olor del contenido del tarro. “¿Y cómo está mi nieto?”, le preguntó su mamá. “Está con Aurora en Limache”, respondió el miserable profesor.
Mientras, el chofer esperaba por el pago pendiente. Pasó el jueves, el viernes, el sábado y el domingo. Del tacho aún no salía olor, aunque lo cierto es que esas noches, sin saberlo, y durante más de una semana completa, Raúl y Luisa compartieron su habitación matrimonial con dos cadáveres. El lunes, Nicolás se apareció por la casa. Pagó la deuda, pero a pesar de la insistencia del chofer no se llevó el tarro. Se comprometió a retirarlo durante los próximos días mientras se conseguía una camioneta.
La prensa publicó ampliamente la noticia del crimen, alimentando en la gente el deseo de venganza contra el parricida.
Se ordenó un punto fijo en la casa de sus padres y en la casa de su cónyuge legítima. En cosa de horas la Policía de Investigaciones detuvo al profesor, en calle República frente a la Municipalidad de Limache, cuando ya tenía conseguida una camioneta para transportar los tarros e iniciaba su regreso a Valparaíso. Fue detenido por los investigadores policiales Hernán Cárdenas Zúñiga, Juan Seoane Miranda, Dunny Casanova Zúñiga, Fernando Vielma Cabrera y Óscar Ortiz Veloz (PDI, 2009: 5).
El doble homicida fue trasladado a la Prefectura de Valparaíso, “donde los detectives debieron luchar con una multitud que pretendía hacer justicia por sus propias manos” (Riquelme & Küpfer, 2018: 8). Tras la detención confesó su culpabilidad en los hechos.
En relación con el homicidio, los investigadores procedieron a entrevistar a Exson Roberto Herrera Herrera, alias “el Crespo”, chileno natural de Viña del Mar, 34 años, soltero. Es mecánico tornero, lee y escribe, domiciliado en calle Ladera N° 2612, en Chorrillos. Declaró que hace aproximadamente un mes a la fecha llegó a su taller un señor alto, medio rubio y de cara colorada, vistiendo un terno celeste desteñido. Pidió que le cortara, debajo del cuello, la apertura a un tarro lechero de 50 litros, y le hiciera una tapa con pernos y tuercas que se llevó una vez que el trabajo estuvo terminado. Antes de irse le manifestó que volvería más adelante para que le soldara la tapa, pues iba a trasladar algo muy delicado a una parte lejana. El día 6 de marzo llegó nuevamente para pedirle soldar de inmediato la tapa al tarro que andaba trayendo en la maleta del automóvil. Antes de empezar el trabajo le preguntó si podía inclinar el envase, pero se negó terminantemente a ello. También le consultó si el contenido era algo explosivo, pues en contacto con la soldadura podía estallar, a lo que le respondió “es algo muy delicado”. El trabajo lo terminó en aproximadamente una hora, y se lo llevó en el taxi, colocándolo verticalmente en la maleta. Quedó de regresar el sábado para cancelar el precio del trabajo, pero nunca más volvió a saber de él, hasta ahora.
Rueda de presos y reconstitución de escena
Esta declaración, junto a la de Lucero y la de los padres, acercó a los investigadores al entendimiento del hecho. Esclarecer la verdad se facilita “cuando el crimen cuenta con testigos presenciales, susceptibles de emitir un testimonio objetivo” (Tuane, 1988: 206). Junto a ello, y para dar sustento al procedimiento policial, se ordenó practicar un “reconocimiento en rueda de presos” 3. Así, con asistencia de siete reos de físico parecido, Arancibia ocupó el tercer lugar de la fila en la sombría sala del cuartel Uruguay. El Crespo lo apuntó con el dedo, afirmando que él le pidió soldar el tarro lechero. Ambos, criminal y testigo, firmaron el acta de la diligencia.
La misma situación se aplicó con el taxista Raúl Lucero. Tras ordenar que se practicara un reconocimiento en rueda de presos, con asistencia de ocho reos de características exteriores parecidas, Arancibia se ubicó próximo al centro de la fila. El Che lo apuntó con el dedo, afirmando que él le pidió dejar el tarro lechero en su casa. Ambos firmaron el acta de la diligencia. Su culpabilidad era irrefutable.
En la reconstitución de escena el profesor portaba la misma camisa clara con la que fue detenido, como si esa prenda de vestir diera algún signo de distinción a su labor profesional, lúgubremente manchada con sus antecedentes de alcoholización, violencia intrafamiliar y parricidio.
La reconstitución se dio en una jornada marcada por la ira espontánea de la comunidad. Hubo gente que se subió al tejado para presenciar detalles de la reconstitución de escena, sacando fotos del criminal con la policía; ante esto, los carabineros que apoyaban el acto tuvieron que impedir que la gente se subiera a los techos.
Como si el destino se confabulara en contra del parricida, la canción ganadora de la “Lira de Oro”, en la competencia folclórica del IV Festival de Viña del Mar 1963, fue “Álamo huacho”, de Clara Solovera, interpretada por Los Huasos Quincheros. Mientras se desarrolló la reconstitución de escena, los sones se oían desde una casa vecina, repitiendo su estribillo:
Alamito, álamo huacho,
solitario en el camino,
igual como tú estoy solo,
frente a frente a mi destino.
Durante el proceso, Nicolás demostró una frialdad imperturbable. Sin muestras de arrepentimiento, en sus declaraciones manifestó: “creo que el hecho de haberme fallado todo esto, se debió a un error mío, según me he podido explicar últimamente, de que el primer tarro que dejé en la casa de Lucero, quedó mal soldado y de lo cual yo no me percaté, habiendo quedado algún orificio por donde escapó emanaciones de los cadáveres en descomposición” (PDI, 2009: 7). Sus lóbregas confesiones traspasan la culpa al soldador y a la falta de dinero, ya que de tener el monto necesario hubiera trasladado anticipadamente el tarro a algún otro lugar para enterrarlo. Estos elementos constituyen un antecedente de indudable aporte a la correcta aplicación de la justicia, pues “cuando el autor de un homicidio confiesa, es fácil de comprender la explicación de su acto delictual o es deducible de su relato” (Tuane, 1988: 206).
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