Omraam Mikhaël Aïvanhov - La fé que mueve montañas
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El universo es una unidad que la ciencia nos permite comprender desde fuera, y la religión desde dentro, puesto que el ser humano es, él mismo, una unidad que tiene la facultad de vivir en el mundo objetivo y en el mundo subjetivo a la vez. Así pues, ciencia y religión no deben combatirse sino complementarse. De hecho, la ciencia jamás combate la religión, o a la inversa: son los científicos y los religiosos quienes se enfrentan, porque no poseen más que una parte del saber.
La ciencia no podrá aniquilar a la religión más de lo que la religión ha podido aniquilar a la ciencia, puesto que ambas están fundadas en leyes idénticas. No existe ni separación, ni contradicción entre ellas. Las separaciones y las contradicciones existen sólo en la cabeza de los ignorantes que no saben cómo Dios ha creado el Universo. La ciencia bien comprendida, sólo puede ayudar a los creyentes a concentrarse sobre lo esencial, y la religión también ciencia. Cada una tiene una función y deben ayudarse mutuamente, no deben despreciarse, ni rechazarse ni intentar destruirse. De todos modos, no lo conseguirán. Sus enfrentamientos no son más que estériles tentativas y una pérdida de tiempo. En lo sucesivo, en cada ser humano debe haber un religioso y un sabio. Sí, para que la religión y la ciencia no combatan más en la sociedad, deben cesar de luchar en el ser humano, puesto que es ahí dónde se producen los mayores estragos. Cuando un hombre de fe se opone a un hombre de ciencia – o viceversa –, cree que está atacando a un adversario fuera de él, pero en realidad se ataca a sí mismo.
Los incrédulos tienen una idea falsa sobre la religión, de hecho, incluso la mayoría de creyentes no tiene una idea exacta sobre ella puesto que, frecuentemente, la limitan a un conjunto de dogmas y de ritos. En realidad, la religión es, ante todo, una ciencia fundada sobre el conocimiento del ser humano tal como fue creado, a imagen de Dios.9 Podemos pues decir, que los fundamentos de la religión están inscritos en el mismo ser humano. Creando al hombre, Dios ha imprimido su sello en él y, haga lo que haga, no puede librarse de ello, se trata de una huella inscrita en su estructura. Desde este punto de vista, el hombre no es en absoluto libre, no puede escapar a esta impronta, a este esquema a partir del cual todo su ser ha sido construido. En desquite, al hombre se le ha dado la mayor libertad para manifestar esta predestinación divina que lleva en él. Así es cómo se explica la diversidad de religiones que, según las épocas y los lugares, han tomado las formas las más variadas y más ricas.
Un científico os dirá que sólo admite como verdadero y digno de interés, aquello que ha podido observar, calcular, medir, pesar, comparar, clasificar; el resto es dudoso y debe dejarse de lado. Muy bien, pero esto reduce enormemente su campo de conciencia. Porque las dos terceras partes (digamos dos terceras partes) de la existencia humana, está llena de actividades que nadie pesa, ni mide. Pues sí, las dos terceras partes del tiempo vivimos, eso es todo. Y si esta vida no merece ni atención, ni interés, uno se pregunta ¿por qué un científico continúa viviendo? Respira, come, bebe, duerme, anda, tiene pensamientos, sentimientos, sensaciones, deseos, se encuentra con gente, habla con ella, incluso la abraza, y hace todo esto sin preguntarse si lo hace científicamente. ¿Cómo puede aceptar vivir una vida que, en gran parte, no es científica? ¡Debería rechazarla!
Los humanos se dispersan en la periferia de su ser al valorar una visión científica del mundo que da prioridad a la exploración de la naturaleza, por tanto, al estudio del mundo físico, del mundo que es exterior a ellos o que no es más que una envoltura material de su yo profundo. No se dan cuenta de que están perdiendo su centro, este punto que no sólo les mantiene en equilibrio, sino que también los une a la Fuente de la vida universal. Evidentemente, no les está prohibido considerar el universo como un inmenso campo de investigaciones y experiencias que el Creador ha puesto a su disposición. Pero no será lanzándose sin reflexionar en la física, la química, la biología, la zoología, la astronomía, etc., que los hombres apreciarán el sabor de la vida divina. Mientras están tan ocupados en satisfacer todas sus curiosidades, el tiempo pasa, su vida transcurre, y ellos se debilitan.
Cualesquiera que sean las posibilidades que se ofrecen a los científicos de explorar y de explotar la materia después de un período de admiración a raíz de sus descubrimientos, empezarán a sentir un vacío en su interior, ya que nada de lo que el intelecto puede tocar, abarcar, comprender, es capaz de colmarnos. Sólo la inmensidad, lo misterioso, lo invisible, lo impalpable, todo lo que no conocemos, puede colmar y llenar nuestra alma humana. La verdadera ciencia está aquí.
La verdadera ciencia no es el resultado de adquisiciones del intelecto, la verdadera ciencia es un saber que concierne al ser humano, su estructura psíquica y espiritual, sus cuerpos sutiles, sus aspiraciones más elevadas, así como sus lazos con todo el universo. No hay que rechazar fenómenos bajo el pretexto de que no entran en la categoría de aquello que puede ser observado y calculado. La vida espiritual está considerada como un fenómeno no científico. Admitámoslo. Pero si queréis sentiros siempre insatisfechos y en el vacío, ocuparos solamente de aquello que se considera “científico”.
A medida que progresaba, la ciencia ha creído que podía explicarlo todo y aportar todas las soluciones a los problemas de la humanidad. Efectivamente, la ciencia ha aportado grandes mejoras en muchos ámbitos, pero no podemos decir que haya mejorado en profundidad la condición humana, porque la ciencia sólo concierne al mundo físico, y un poco al mundo psíquico; no concierne ni al alma, ni al espíritu, lo que es normal puesto que no es su dominio. Gracias a aparatos extremadamente perfeccionados, en poco tiempo la ciencia ha hecho descubrimientos inauditos, tanto en el terreno de lo infinitamente grande, como en el de lo infinitamente pequeño, y estos descubrimientos han despertado en algunos la ilusión de que la ciencia puede suplantar a la religión. Pero el hecho de que unos astronautas recorran un espacio cósmico, que durante milenios los humanos han considerado la morada de Dios, que los físicos penetren en los secretos de la materia, que los biólogos adquieran cada vez más poder sobre la vida, todo esto no es motivo suficiente para que el hombre pueda creerse igual a Dios, declarar que Él no existe, o bien que está muerto y que la Creación no es más que producto del azar.
Todos estos filósofos y estos científicos que creen que el universo y el hombre son producto del azar, son como aquellos creyentes que esperan una cosecha cuando no han sembrado nada. Sí, se trata del mismo error en ambos casos: en el primero, estamos hablando de consecuencias sin causas, y en el segundo, de una creación sin autor. No merece la pena que gente, digamos inteligente y sabia, se burle de la ingenuidad de los creyentes: sus convicciones son igualmente ridículas.
Lo mismo que la religión no ha podido oponerse al desarrollo de la ciencia, la ciencia, a pesar de sus progresos, no podrá ni suplantar ni destruir la religión. Existe un vínculo entre estas dos actitudes, y cada una de ellas debe contribuir a beneficiar, a iluminar a la otra. Aquellos que intentan separarlas u oponerlas entre sí, cometen un error. El Señor no puede haber introducido en el universo que ha creado, y en el hombre que ha hecho a su imagen, dos realidades incompatibles. Pero para llegar a esta comprensión de las cosas, hay que realizar ciertos ajustes interiores.
Frecuentemente vemos cómo ciertas personalidades se indignan al ver que en el siglo XX, la humanidad todavía no se ha desembarazado de creencias calificadas como irracionales. Incluso nos vemos obligados a constatar que, después de un período materialista, cientista, cada vez más la gente se vuelve cada vez más hacia la religión, la espiritualidad, el misticismo, y esta tendencia, adopta a veces, formas confusas e insensatas. Incluso las autoridades religiosas se conmueven por ello, porque se sienten superadas por estas nuevas corrientes que no consiguen dominar. Pues bien, son los propios religiosos los responsables de esta situación, los cuales estuvieron más preocupados por extender el dominio de la Iglesia, que por responder a las necesidades de las almas y de los espíritus, al igual que los científicos y sus filosofías materialistas. Así pues, que cesen de lamentarse tanto unos como otros, sobre una situación que ellos mismos contribuyeron a crear, y que intenten encontrar juntos la forma de remediarla.
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