«¿Qué haré allí? ¿Dónde me habré metido?». Esas y otras preguntas le rondaban la cabeza sin encontrar respuesta alguna. Cuando el tren se acercó a su destino, el susto ante el paisaje de San Sebastián se mitigó en cuanto apareció a lo lejos el mar. Eloy sólo lo había visto una vez. Había sido el año pasado en Salobreña cuando fueron a pasar el día con su madre, su padre y Blas. Sergio decía que él no hacía mariconadas como tomar el sol o jugar a fútbol en la playa.
—Para eso me quedo en la piscina de Arturo —decía Sergio.
Arturo, el hijo del Alcalde, era otro bestia como Sergio y decía constantemente que Atarfe era suyo. Y como era suyo, todo le pertenecía. Arturo era todavía más insoportable que su hermano, y eso es mucho decir.
El mar calmó su desasosiego. Luego apareció un gran paseo muy largo que bordeaba toda la zona con dos montañas a cada uno de los lados dejando a la playa encerrada como si fuera una concha. Observó restaurantes sobre la arena y unas curiosas casetas de los mismos colores que la camiseta de la Real Sociedad, dándole un aspecto totalmente distinto a la playa de Salobreña. Pensó que la angustia que le había invadido antes quizá había sido innecesaria.
En el último tramo del trayecto se quedó adormilado por el cansancio y llegó a soñar. En Atarfe no soñaba nunca. No le hacía falta. Su vida era como un sueño y se dio cuenta ahora que estaba tan lejos, y si nada más llegar a San Sebastián ya había empezado a soñar, es que no le acababa de gustar lo que tenía ante sí.
La llegada a la estación de San Sebastián le transmitió una magia que no había sentido en sus doce años de vida. Era una estación extraña, llena de hierros por el cielo que apenas dejaban ver la niebla que le acompaña todavía. «¿Será una tierra de duendes y fantasmas?», se preguntaba, tratando de aplicar algo de luz al cielo encapotado. Su madre, intentando animarle, le dijo que San Sebastián era una de las ciudades más bellas de España. Que tenía duendes, inventores y que hasta los Reyes habían veraneado allí. «¿Será por algo, no?», se decía, tratando de aportar algo de optimismo.
Vio una locomotora muy antigua que echaba muchísimo humo y sonó el pitido del jefe de estación engalanado con su traje azul y su sombrero rojo como si fuera un almirante en tierra. Los cristales de colores se parecían a la iglesia de Atarfe con sus ventanales cromáticos. En el primer vagón se leía: «Primera Clase» y le pareció ver a una mujer mayor con sombrero y el pelo muy largo y rubio y un traje de otra época que, en mesas de caoba, contribuía a crear un ambiente de lujo que recuerda las fotos que le enseñaba el abuelo antes de morir. Decía su padre que el abuelo se murió de viejo y de pena.
—Madre, ¿me puedo morir de pena? —insistía ante la frase de su padre.
—¿Cómo te vas a morir de pena con doce años, Eloy ?
Se quedó pensativo y recordó el último día que estuvo con anginas. A veces deseaba que le atacara una enfermedad de esas tan raras que te obligan a cambiar de aires. Como si fuera una alergia al clima de Inchaurrondo y que el médico le dijera a sus padres que ese niño necesitaba otro clima, que la humedad del norte lo iba a matar. Pero nada. Sólo anginas. Aunque la fiebre que le producían ya empezaba a hacer estragos en el rosario de plegarias a Dios que utilizaba su madre cuando rozaba los cuarenta grados.
—¡Ay, que este niño se nos muere, Antonio! ¡Que tiene mucha fiebre! —decía su madre mientras Eloy caía en alucinaciones como si la fiebre fuera una droga que lo hiciera deambular como un funambulista al borde de un precipicio. El mundo se veía de otra manera cuando tenías fiebre. Dejaba de preocuparte lo cotidiano y parecía que estuvieras a punto de entrar en el cielo, pero en el último momento un ángel te pedía el carnet de identidad y te decía:
—Tú, para abajo, que sólo es fiebre. Y eres muy pequeño todavía.
«Y no te creas, que te entra un cabreo grande porque ya que estás allí, al menos no has hecho el viaje en balde. Y así no tendría que volver al cuartel», pensaba Eloy.
Eso sí, cuando se recuperaba de la fiebre siempre daba un estirón. «Como continúe de esta manera, cuando vuelva a Atarfe no me van a conocer», se imaginaba Eloy con una leve sonrisa. A decir verdad, había crecido desde el último ataque de anginas. Cuando llegó a Inchaurrondo los pies no le llegaban al final de la cama, y ahora ya le colgaban y a veces uno estaba tapado con la sábana y el otro andaba tomando el fresco, como si una de sus piernas fuera más larga.
Otro problema asociado a las anginas era la tos que le entraba, que hacía que cada vez que tosía crujieran sus pulmones como si tuviera dentro una jauría de grillos.
—Mucosidades, Doña Soledad —diagnosticaba el teniente médico del cuartel que, por cierto, no le gustaba nada a su madre. Decía que muy mal médico tenía que ser para haber ido a parar a la Guardia Civil de Inchaurrondo pudiendo estar en un dispensario o en un hospital en cualquier otra parte del mundo.
Cuando recordaba el viaje que le llevó hasta San Sebastián, la oscuridad teñía de negro todo el cuartel de Inchaurrondo, el silencio era sorprendentemente profundo, excepto por los marciales cambios de guardia en los que el sonido de los tacones al golpearse retumbaban en la pared de su cuarto. Sobre las seis de la mañana el patio del cuartel y las luces de los bloques cobraban vida después del extraño e inestable sigilo de la noche. En su piso del bloque de casados, la luz del lavabo y el olor de la crema de afeitar del padre llegaban envueltos en el ruido del grifo, mientras se quedaba adormilado intentando ver a través de la ventana alguna señal del sol. A veces llegaba a pensar que Helios había castigado a ese pueblo no alumbrándolo por algún pecado universal.
Luego, flotaban en la atmósfera de la cocina una rica variedad de olores. La cafetera empezaba a hervir con su ruido burbujeante, a la vez que el aroma del café llegaba a su cuarto mezclado con la imagen de su padre sentado en la pequeña mesa de la cocina con su bien planchado uniforme, el pelo aún mojado y su tez brillante con olores de loción para después del afeitado. A su madre la veía de espaldas sirviendo el café y poniendo las tostadas en un plato, empapándose de su padre hasta que quizá por la noche volviera a casa. Si Dios quería, como decía su madre.
***
Lo primero que hacía al levantarse era mirar por la ventana con el deseo de encontrarse de frente con el sol y dejar que sus ojos soportaran su luz interminable. Como la presencia del astro era una quimera, se dedicaba a mirar por la ventana tratando de que sus ojos vieran lo que había detrás del muro del cuartel. Apenas se divisaba algún edificio, gris por lo general, algún coche, alguna persona andando, las luces de las casas que comenzaban a encenderse en el inicio de un nuevo día, pero desde el cuartel casi no se veía el mundo. Miraba al bloque de los solteros y veía a un joven guardia sentado frente a la ventana entregando su somnolienta cabeza a otro guardia que le recortaba el pelo de la nuca como si fuera la crin de un caballo. Cada mañana, el joven y Eloy se intercambiaban miradas por la ventana haciéndose un gesto con la mano a modo de buenos días. El cuello del joven guardia parecía demasiado grande para sostener su pequeña cabeza, como si fuera una escultura desproporcionada en la fachada de un decadente palacio. Con su negro y afilado bigote, que sin duda utilizaba para parecer mayor, y sus avispados ojos de color marrón, disimulaba el miedo que les invadía a todos los jóvenes guardias de Inchaurrondo con un porte de guerrero aristócrata al que contribuían su afilada nariz y sus andares orgullosos que tantas veces había visto desde la ventana.
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