Jorge Iván Bonilla Vélez - La barbarie que no vimos

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"Por qué no olmos la barbarie? Esa es la pregunta de fondo que se plantea Jorge Iván Bonilla. Es ella la que nombra las claves de toda la formulación de este trabajo, las que conciernen tanto a la especificidad de la guerra que aún desgarra a Colombia como al lugar desde el que se formula la cuestión que moviliza la investigación, esto lo visibilidad social, política y cultural de esa guerra.
Insertado en un proceso y un contexto precisos, este libro le hace ya un aporte al país al poner en claro los atrasos y deficiencias de un campo de investigación: el de los procesos de comunicación estratégicos que movilizan imágenes, dada la popularidad y masividad socioculturales que estas conllevan. La puesta al día de los debates que, en el plano internacional, conciernen a la investigación sobre regímenes de visibilidad y representación de las guerras y sus muy diversos tipos de violencias permite a este trabajo dejar atrás un montón de prejuicios provincianos e inercias académicas que han estado impidiendo enfocar tanto conceptual como metodológicamente la complejidad de dimensiones y planos que presenta esa problemática.

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Siguiendo a Jacques Rancière, este ha sido el modo tradicional de razonar sobre una política de las imágenes, que consiste en establecer un vínculo directo entre representación , conocimiento y acción , en tanto ruta privilegiada para explicar cómo funcionan las imágenes ( Rancière, 2010, p. 103); una unión en la que Sontag depositó su fe, tanto como su escepticismo. En este vínculo, señala Rancière, “la imagen intolerable obtenía de hecho su poder de la evidencia de los escenarios teóricos que permitían identificar su contenido, y de la fuerza de los movimientos políticos que los traducían en una práctica” (2010, p. 103): hacer ver al espectador, para comprometerlo en la lucha. ¿Qué ha sucedido con ese vínculo? Que

[…] el debilitamiento de esos escenarios y de esos movimientos ha producido un divorcio, que opone el poder anestésico de la imagen a la capacidad de comprender y a la decisión de actuar. La crítica del espectáculo y el discurso de lo irrepresentable han ocupado entonces la escena, nutriendo una suspicacia global sobre la capacidad política de toda imagen (2010, p. 103).

De ahí la decepción y también la dificultad de los partidarios de la línea recta entre percepción, afección, comprensión y acción para renovar la confianza en la capacidad política de las imágenes; para imaginar que estas pueden contribuir a “diseñar configuraciones nuevas de lo visible, de lo decible y de lo pensable” ( Rancière, 2010, p. 103), romper con sus propios marcos y poner en tela de juicio una realidad dada por hecho ( Butler, 2010, p. 28), pero “a condición de no anticipar su sentido ni su efecto” ( Rancière, 2010, p. 103).

Así que lo que se perfila en el pensamiento de Sontag es un antes y un después apuntalado por ese momento de verdad que para ella significó su primer encuentro con el inventario fotográfico del horror extremo, esa epifanía negativa que la condujo a vivir entre el dolor y el entumecimiento, entre la conciencia de hacer algo y la fatiga de no poder hacer nada, entre el saber propiciado por la conciencia política y el ver atizado por la imagen. Una tensión que la llevó a suponer que si los espectadores contemporáneos somos indiferentes al sufrimiento ajeno, tampoco los que sufren tienen por qué comunicar su dolor, no necesitan buscar nuestra mirada, no requieren decirnos nada. ¿Para qué? Esto es lo que se puede apreciar en el comentario final de su libro Ante el dolor de los demás , en el que Sontag aborda la inmensa fotografía Dead Troops Talking (A vision after an ambush of a Red Army patrol near Moqor, Afghanistan, winter, 1986 ), realizada por el fotógrafo canadiense Jeff Wall en 1992. En esta imagen, los soldados rusos muertos hablan entre sí en un ambiente de camaradería, sin que les importe comunicar su dolor a quienes están por fuera de la escena. “¿Por qué habrían de buscar nuestra mirada? ¿Qué podrían decirnos?”, se pregunta Sontag (2003, p. 146). Para ella, estos muertos están tan desinteresados de los vivos, porque el espectador actual que los mira es “todo aquel que nunca ha vivido nada semejante a lo padecido por ellos”, un “nosotros” al que se le hace imposible imaginar lo espantosa y aterradora que es la guerra, “y cómo se convierte en normalidad” (2003, p. 146).

¿Quiere decir Sontag que ya no hay un modo de imaginar la guerra, a no ser que sea de primera mano? 12Porque al sugerir que solamente los testigos directos, aquellos combatientes y sobrevivientes que han sufrido en carne propia su destrucción, pueden pronunciarse sobre la guerra, Sontag contradice su exigencia inicial acerca de la necesidad que tienen las sociedades que se hunden en el remolino de la barbarie, de propiciar espacios políticos de deliberación que les permita a los ciudadanos tomar conciencia sobre el significado mismo de la catástrofe; de la urgencia, para este tipo de sociedades, de una esfera pública capaz de ir más allá de la convicción de que el realismo, la conmoción y la vivencia son experiencias más que suficientes para motivar una acción política eficaz en contra de la guerra, y capaz también de interrogar por qué se muestran determinadas imágenes y qué contextos de debate son posibles para abordarlas.

Una contradicción que nos remite a un apartado de El impostor (2014), ese relato novelado del escritor español Javier Cercas, que narra la historia de Enric Marco, un célebre impostor catalán que logró mantener viva, durante décadas, la mentira sobre su pasado de víctima del nazismo, y en donde Cercas controvierte la idea, defendida, entre otros, por el también escritor Elie Wiesel, sobreviviente de Auschwitz y Buchenwald, de que únicamente los supervivientes de los campos de concentración nazis “tienen que decir sobre lo que allí pasó más que todos los historiadores juntos”, porque “solo los que estuvieron allí saben lo que fue aquello; los demás nunca lo sabrán” (Wiesel, citado en Cercas, 2014, p. 276). Un argumento que, para Cercas, si bien tiene mucho de verdad, porque es cierto que nunca podremos redimir el sufrimiento de las víctimas, desnuda “el chantaje del testigo”, pues frente al testimonio imbatible: “¿Y usted qué sabe de aquello si no estuvo allí?”, habría que agregar que, aunque es cierto que

[…] los supervivientes de los campos nazis son los únicos que conocen de verdad el horror incalculable de aquel experimento diabólico […] eso no significa que entendiesen el experimento, y sí más bien que, demasiado ocupados con su propia supervivencia, quizá se hallan en la peor situación posible para entenderlo. Tolstói afirma en Guerra y paz que “el individuo que desempeña un papel en el acontecer histórico nunca entiende su significado”. En la undécima parte de esa novela, Pierre Bezujov se adentra en la batalla de Bordino; va en busca de las glorias que ha leído en los libros, pero lo único que encuentra es un caos total o, como escribe Isaiah Berlin, “la confusión habitual de los individuos, ocupados en satisfacer al azar tal o cual deseo humano […] una sucesión de accidentes cuyos orígenes y cuyas consecuencias, en general, no se puede rastrear ni predecir” ( Cercas, 2014, p. 277).

¿Y sí están realmente tan desinteresados de los demás aquellos que han sufrido las tragedias de la guerra? A contrapelo de Sontag, habría que decir que las personas que han experimentado la destrucción de sus vidas, han tenido mucho que contarnos, y lo han tratado de hacer de múltiples maneras, en distintos momentos, en diferentes circunstancias. A esto se refiere Susie Linfield cuando plantea que, a lo largo de la historia, en medio de las catástrofes humanas, y pone ella como ejemplo la del exterminio de los judíos en la Alemania nazi, los hombres y las mujeres hicieron todo lo posible para comunicar su situación bajo las condiciones más inimaginables, al borde de la desesperación. Y lo hicieron mediante informes, fotografías, hojas sueltas, radios y periódicos clandestinos, con la esperanza de que sus testimonios, pensamientos, poesías, relatos, imágenes se pudieran escuchar en medio del naufragio, de que el conocimiento que los ciudadanos libres obtuvieran de lo que allí estaba sucediendo, permitiera detener los crímenes cometidos por los verdugos del nazismo ( Linfield, 2010, p. 99). No lo lograron. Pero entonces, no es que los muertos no tengan nada que decirnos, como finaliza Sontag su libro, sino que somos los vivos los que tenemos problemas para ver, entender y escuchar. Una dificultad que tiene que ver con el segundo litigio que Sontag sostuvo con la fotografía.

2. Exceso. De la perturbación al entumecimiento

Algunas fotografías son horribles porque las miramos desde una posición de libertad

Geneviève Serreau, Bertold Brecht

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