Como Karen Halttunen ha señalado, estas expresiones hicieron parte de un proceso más complejo, asociado a una nueva “cultura de la sensibilidad” que, a partir del siglo XVIII, marcó el inicio de la transición de ver el dolor como algo inevitable, o como una cuestión asociada a una experiencia trascendental suscitada por el sufrimiento de los mártires con el fin de mantener viva la fe y la pasión de los creyentes, que fue una característica de la representación del dolor durante la Edad Media ( Freedberg, 1992; Moscoso, 2011), a considerarlo como un sentimiento moderno repugnante e inaceptable, indignante y reprochable, necesario de ser eliminado o, al menos, apenas insinuado, reservado y callado. Solo que esta nueva cultura de la sensibilidad, al decir de Halttunen (1995, pp. 320-324), hizo algo más que confinar el espectáculo del dolor a los ámbitos privados (por ejemplo, las decapitaciones, las torturas, los linchamientos, las lapidaciones o los ahorcamientos comenzaron a ser expulsados del dominio público). Esta igualmente intervino en la imaginación del naciente ciudadano, a través de los géneros literarios y populares antes mencionados y de una literatura testimonial, que, en nombre de despertar la repugnancia contra la tortura y el castigo mediante representaciones que fueran suficientemente gráficas para motivar la compasión humanitaria, no solo embotaron la sensibilidad de los lectores, sino que sus consecuencias fueron mayores: estas expresiones avivaron, en los públicos expuestos, un gusto por la crueldad, al habituarlos a lo grotesco y endurecerlos con el placer generado por el “vicio” (1995, pp. 320-324).
Y si viajamos más lejos en el tiempo, encontramos que el interés en la habilidad de las imágenes para narcotizar a quien las mira, para distraer la mente de las preocupaciones más espirituales o, cuando menos, para generar una fascinación hipnótica, narcisista o exhibicionista en quienes se exponen a sus poderes mentales, políticos y culturales, ha sido un asunto persistente ( Jay, 2007). Como señala David Freedberg, hay una larga historia de las imágenes que remite tanto a las construcciones teóricas e intelectuales sobre su significado, elaboradas por los críticos y eruditos, como a las relaciones que las personas en general han establecido con la representación visual del mundo, tanto en épocas “primitivas” como “civilizadas”, esto es, a las “respuestas” producidas por los espectadores ante lo que las imágenes hacen o parecen hacer ( Freedberg, 1992:13-14). En su libro El poder de las imágenes , Freedberg se remonta a una historia cultural de la civilización occidental que alude al extraordinario talento de estos objetos, supuestamente inertes, para transformarse en poderosos artefactos de estimulación del deseo sexual, para trastocarse en ejemplos de virtud o en testimonios de elevación espiritual, capaces con apenas contemplarlas de engendrar niños hermosos, mover a la piedad, alentar vocaciones y, en fin, afectar “formas de comportamiento” ( Freedberg, 1992, p. 13). 17Nos referimos a unas capacidades de las imágenes que “los positivistas racionales gustan de describir como irracionales, supersticiosas o primitivas, solo explicables en términos de magia” (1992, p. 13), o en el marco de tradiciones intelectuales que, como bien afirma Martin Jay, 18han mostrado su profunda hostilidad con la visión como herramienta de conocimiento ( Jay, 2007).
De modo que lo que Sontag le atribuye a la imagen fotográfica, tiene una vida más extensa que inicialmente estuvo dirigida hacia los objetos totémicos de adoración y la fascinación hipnótica producida por la experiencia visual, y que luego se enfocó hacia el reformismo humanitario, los géneros literarios populares, la excitación de la vida urbana para, más tarde, emigrar hacia la sociedad de masas y las imágenes reproducidas mecánicamente. Por tanto, el efecto analgésico de la imagen del que habla Sontag hace parte de una intensa travesía, que en el caso particular de los tiempos modernos hay que situarla de la mano de un debate que se suscitó en la primera modernidad, en torno a cómo asumir la autenticidad, la sensibilidad y la calidad de nuestra respuesta ante el sufrimiento de otros, cuando esta respuesta toma los caminos de la corrupción de la mirada y la dispersión; cuando la contestación desborda el lugar compartido de las interacciones cara a cara con el prójimo y se dispersa, en cambio, en una acción a distancia, que tiene lugar en la naciente esfera pública moderna mediada por tecnologías, la cual desborda los contornos mismos de la vida en comunidad. Un proceso que, en Ante el dolor de los demás , la propia Sontag reconoce y, sobre todo, se encarga de situar como parte de una relación, compleja y conflictiva, que tiene que ver con la producción de las imágenes e informaciones, un asunto que desde hace varios siglos ha preocupado a los intelectuales más letrados de las sociedades occidentales ( Sarlo, 2003, p. 8). En el capítulo 5volvemos sobre este punto.
La demasía de las imágenes
En todo caso, la tesis de Sontag de que el impacto de la imagen ha sucumbido por cuenta de su repetición es muy popular entre artistas, académicos e intelectuales que afirman que la reproducción tecnológica de imágenes se ha vuelto la peor enemiga de la acción o, cuando menos, de una respuesta ética eficaz ante situaciones que así lo merecen. Esto es lo que se puede apreciar, por ejemplo, en Artistas en tiempos de guerra: los fotógrafos , un trabajo en que la artista colombiana Beatriz González se ocupa del testimonio fotográfico de la Guerra de los Mil Días (1899-1902) a través de su aproximación a algunos retratos que “anteceden a las hazañas guerreras”, como aquel, muy poco conocido, en que aparecen tropas del ejército liberal posando ante la cámara en vísperas de la batalla de Palonegro, en mayo de 1900. Para González, “muchas de estas imágenes se han publicado tan asiduamente que han perdido la eficacia, se han desgastado y se las mira con indiferencia” (2000, p. 16). Sin embargo, prosigue, la fotografía “del ejército liberal antes mencionada aún conserva sus valores, gracias a la perfección de la toma, a los valores emanados de las figuras, a la luz que le da una intensa vida a la escena” (2000, p. 17). Y como esa foto, añade, “aún existen en los archivos otros grupos inéditos, cuya imagen no ha perdido valor por el uso reiterado” (2000, p. 17). Aunque aquí valdría preguntar: ¿después de cuántas repeticiones una imagen pierde autenticidad, agota sus valores más nobles? ¿A qué se debe que el retrato del ejército liberal no haya perdido su eficacia: a sus valores estéticos o al hecho de que su escasez siga siendo inmaculada?
Barbie Zelizer, una de las académicas más reconocidas en los estudios de la imagen, la memoria y la atrocidad, aborda estos interrogantes, siguiendo el camino abierto por Sontag. En su célebre libro Remembering to Forget. Holocaust Memory Through the Camera’s Eye , Zelizer plantea que el Holocausto marcó el comienzo de la documentación de un horror previamente inconcebible, labor en que las imágenes se erigieron en testigos de lo que sucedió, no solo porque proporcionaron la prueba reina de la barbarie cometida por los nazis, sino también porque fueron consideradas bajo un significado cultural más amplio, que desbordó su mera función referencial: estas se constituyeron en símbolos universales de la atrocidad, dieron testimonio de la crueldad ( Zelizer, 1998, pp. 171-201). Desde entonces, dice Zelizer, “la estética familiar del Holocausto” se ha convertido en un icono sobreutilizado de la atrocidad, en una especie de déjà vu , para dar cuenta de otros acontecimientos contemporáneos de barbarie (Vietnam, Camboya, Ruanda, Somalia, Bosnia, Sierra Leona, Colombia), lo que ha dado lugar a una paradoja, que consiste en recordar el Holocausto, pero al mismo tiempo olvidar las atrocidades del presente, al identificarlas como algo que ya sabemos a qué se parecen, al descontarlas como situaciones que ya hemos visto en alguna parte, en una relación de familiaridad con la crueldad que termina por debilitar nuestra capacidad de responder: “recordamos para olvidar” (1998, pp. 202-239).
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