Jorge Iván Bonilla Vélez - La barbarie que no vimos

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"Por qué no olmos la barbarie? Esa es la pregunta de fondo que se plantea Jorge Iván Bonilla. Es ella la que nombra las claves de toda la formulación de este trabajo, las que conciernen tanto a la especificidad de la guerra que aún desgarra a Colombia como al lugar desde el que se formula la cuestión que moviliza la investigación, esto lo visibilidad social, política y cultural de esa guerra.
Insertado en un proceso y un contexto precisos, este libro le hace ya un aporte al país al poner en claro los atrasos y deficiencias de un campo de investigación: el de los procesos de comunicación estratégicos que movilizan imágenes, dada la popularidad y masividad socioculturales que estas conllevan. La puesta al día de los debates que, en el plano internacional, conciernen a la investigación sobre regímenes de visibilidad y representación de las guerras y sus muy diversos tipos de violencias permite a este trabajo dejar atrás un montón de prejuicios provincianos e inercias académicas que han estado impidiendo enfocar tanto conceptual como metodológicamente la complejidad de dimensiones y planos que presenta esa problemática.

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[…] la índole destructiva de la guerra –salvo la destrucción total, que no es guerra sino suicidio– no es en sí misma un argumento en contra de la acción bélica, a menos que se crea (y en efecto pocas personas lo creen en verdad) que la violencia siempre es injustificable, que la fuerza está mal siempre y en toda circunstancia; mal porque, como afirma Simone Weil en un ensayo sublime sobre la guerra, La “Ilíada” o el poema de la fuerza (1940), la violencia convierte en cosa a quien está sujeto a ella. No –replican quienes en una situación dada no ven alternativa al conflicto armado–, la violencia puede exaltar a alguien subyugado y convertirlo en mártir o en héroe (2003, pp. 20-21).

Al fin y al cabo, el largo camino recorrido por las imágenes fotográficas no solo las ha puesto en la ruta de los movimientos pacifistas, como pensaba Woolf, sino también al servicio de la propaganda, a la servidumbre de un amplio abanico de operaciones políticas y militares que han hecho de la representación visual un ámbito eficaz tanto para enaltecer la moral de las tropas, como para vencer al enemigo, reducirlo simbólica e ideológicamente, esta vez por fuera del campo de batalla ( Kunczik, 1992). Pues, como afirma Sontag, la historia de la fotografía es igualmente la del trucaje. Fotografiar es componer, alterar, hacer montajes. Ella nos recuerda que, durante los combates entre serbios y croatas, en la llamada guerra de los Balcanes (1991-1999), las mismas fotografías de niños muertos a causa del bombardeo contra un poblado pasaron de mano en mano en las reuniones propagandísticas de ambos bandos. “Altérese el pie y la muerte de los niños puede usarse una y otra vez” ( Sontag, 2003, p. 19). De modo que “las imágenes de ciudadanos muertos y casas arrasadas acaso sirven para concitar el odio al enemigo” (2003, p. 19); o para ser denunciadas como viles montajes de la cámara cuando la prueba de la atrocidad atenta contra fervores infranqueables, o cuando los responsables de la atrocidad hacen parte del bando propio. Hablamos de un uso propagandístico de la imagen que, además, habitúa desmitificar los valores del fotoperiodismo liberal de la “objetividad”, la “independencia” y el “equilibrio”, al hacer evidentes tanto la tensión que existe entre el derecho a saber del público y las necesidades de callar de las autoridades, como la simbiosis que durante las confrontaciones armadas suele presentarse entre reporteros, políticos y militares, con el fin de movilizar el apoyo del público en favor de la causa de la guerra ( Hallin, 1986; Bennett, Lawrence y Livingston, 2007), lo que lleva a ubicar a la fotografía de atrocidades en el terreno de las narrativas poderosas: patriotismo, identidades nacionales, mitos fundadores ( Bonilla, 2015).

Por tanto, no es el realismo lo que nos devuelve contra el crimen, el genocidio y el terror; es la conciencia de que el crimen, el genocidio y el terror son evitables, lo que hace que las imágenes y los relatos alimenten nuestra conmoción, pero también nuestra comprensión ( Sontag, 2003, pp. 111-119). A propósito de las imágenes que el fotógrafo del ejército estadounidense Ronald Haeberle tomó de la matanza de civiles perpetrada por una unidad militar de la Compañía Charlie en la aldea de May Lai, Vietnam, el 16 de marzo de 1968, Sontag sostiene que estas imágenes “se volvieron importantes porque alentaban la oposición ante una guerra que estaba lejos de ser inevitable, lejos de ser insoluble, y que pudo pararse mucho antes” (2003, p. 105). Publicadas por el diario Cleveland Plain Dealer , el 20 de noviembre de 1969, veinte meses después de cometida la masacre, Sontag sostiene que “se pudo sentir obligación de ver aquellas fotografías, si bien espeluznantes, porque había algo que hacer, en ese mismo instante, respecto de lo que mostraban” (2003, pp. 105-106). ¿Y qué se podía hacer? Devolverse contra la guerra, no alimentar el cinismo ni el hastío ante su infamia, quitarle el halo de inevitabilidad a la atrocidad, despertar la resistencia. Así lo entendía Friedrich en 1924, lo testimoniaba Capa en 1936, lo pensaba Woolf en 1938, y, muy a su pesar, también lo creía Sontag en plena guerra de Vietnam, gracias al grado de madurez política que, según ella, había alcanzado el público estadounidense por cuenta de la existencia de un espacio político favorable, habitado por diversos sectores de opinión que no solo respaldaron la labor de los periodistas “en su esfuerzo por obtener aquellas imágenes”, sino que también habían “definido el acontecimiento como una guerra colonial salvaje” ( Sontag, 1996, p. 28).

El historiador David Culbert plantea un asunto similar. En su análisis sobre el impacto de las imágenes de Vietnam, luego de que en 1968 los ejércitos comunistas emprendieran una ofensiva sin precedentes contra las tropas de Estados Unidos, Culbert sostiene que el dramatismo de estas imágenes 12fue importante, porque le restó poder narrativo a las elites político-militares sobre qué historias contar, y porque, además, alentó otras miradas en el público acerca de la guerra, que se inscribieron en un espacio ideológico propicio para la crítica. Situación que, por cierto, ha llevado a que Vietnam se convierta en un punto de inflexión en la representación visual de las confrontaciones bélicas contemporáneas, por dos razones ( Bonilla, 2001): una, porque fue una guerra donde los periodistas hicieron algo más que sintonizarse con los poderes del Estado, y en la que los ciudadanos tuvieron la sensación de que lo que contemplaban no era material de propaganda ( Culbert, 1998, pp. 421-435); dos, porque existe la suposición de que la excesiva exposición de cuerpos muertos e imágenes de sufrimiento en las pantallas de la televisión y en las portadas de diarios y revistas minó el apoyo del público estadounidense a la guerra ( Hallin, 1986). La primera está relacionada con la idea de que la de Vietnam fue una guerra no censurada, en la que, por primera vez, el periodismo mantuvo cierta independencia frente al poder político-militar ( Hallin, 1986). La segunda está asociada al denominado “síndrome de Vietnam”, esto es, a la creencia, que sostienen sectores con liderazgo político-militar, según la cual en las democracias occidentales la aversión de la opinión pública a las víctimas civiles, así como el cubrimiento informativo centrado en los horrores de la guerra, son razones más que suficientes para explicar por qué las personas se devuelven contra esta ( Hallin, 1997; Carruthers, 2011).

Pero, “¿quién cree en la actualidad que se puede abolir la guerra?”, escribía Sontag en 2003, justo en el tiempo en que el Gobierno de su país emprendía una nueva campaña militar contra pueblos lejanos, alentada por la unanimidad de una esfera pública casera henchida de celebración y drama, de ira y orgullo. El alcance de esta pregunta con que la escritora punza al lector radica en que interpela una época política, pero también una condición de la mirada de las sociedades contemporáneas, y, por supuesto, en que desnuda su propio pesimismo. Dice Sontag: “Solía creerse, cuando no eran comunes las imágenes audaces, que la muestra de algo que era necesario ver, aproximando una realidad dolorosa, con seguridad incitaría a los espectadores a sentir con mayor intensidad” (2003, p. 93). Y bien, ¿qué ha ocurrido hoy? Primero, que en un contexto político de exaltación militar que promueve la negativa de asumir la guerra como algo que se puede evitar, tan “solo aspiramos (en vano hasta ahora) a impedir el genocidio” (2003, p. 13), lo cual es otra manera de convidar a la indiferencia. Segundo, que las imágenes audaces se fatigaron, debido a su reproducción tecnológica: estas dejaron de ser escasas y se convirtieron en familiares, provocando con ello tanto el entumecimiento del espectador como su impotencia y fatalismo. Un trastocamiento que, en palabras de Sontag, ha llevado a que casi todas las imágenes de atrocidades y sufrimiento que hoy alcanzan gran difusión, se encuentren bajo sospecha, por lo que “es menos probable que muevan a la compasión fácil o a la identificación” (2003, p. 37). Hablamos de un lamento que contiene un desengaño mayor. Es la denuncia que sugiere que las imágenes de atrocidad ya no se producen, circulan ni se apropian en contextos políticos propicios que permitan transitar el camino recto que va de la representación (la imagen) al conocimiento (la conciencia política) y, por último, a la acción (el compromiso de cambiar el mundo). A esto se refería Sontag cuando afirmaba, páginas atrás, que se pudo sentir obligación de ver las fotografías espeluznantes de la guerra de Vietnam, porque a finales de los años sesenta del siglo XX había algo que hacer respecto a lo que estas imágenes mostraban: debatir, resistir, actuar.

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