Michael Caine - La gran vida

Здесь есть возможность читать онлайн «Michael Caine - La gran vida» — ознакомительный отрывок электронной книги совершенно бесплатно, а после прочтения отрывка купить полную версию. В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: unrecognised, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

La gran vida: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La gran vida»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Durante algo más de cinco décadas, ha sido espía, matón, mayordomo, oficial nazi, estafador, donjuán, peluquero y asesino, entre docenas de personajes que, con frecuencia, exigieron de él la máxima solvencia interpretativa. Pero Michael Caine no dejó de ser nunca Michael Caine para una audiencia rendida a sus encantos. Su metro noventa, sus rizos rubios, su sonrisa socarrona y sus párpados pesados como leños encarnaron al tipo que muchos querríamos ser: un fresco, un canalla, un héroe, un caballero, casi siempre todo al mismo tiempo, y casi siempre un peldaño por encima de lo meramente humano.Publicado por primera vez en español, este libro abarca casi ocho décadas de sus peripecias y nos permite comprobar que ni siquiera rodeado por el oropel de Hollywood dejó de ser nunca el niño esquivo, huraño y burlón del humeante Londres de su infancia.

La gran vida — читать онлайн ознакомительный отрывок

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La gran vida», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

—¿Conoce al presidente Putin? —me preguntó, y era como si su voz me llegase desde un lugar muy lejano.

—No, no lo conozco.

Se inclinó hacia mí y tocó mi brazo.

—Tiene usted los ojos llorosos.

—Se me ha metido algo —mentí, echando mano de mi pañuelo.

Para mi padre, lo único bueno de su trabajo en Billingsgate era que le permitía salir a mediodía y pasarse a ver a los corredores de apuestas. Era un jugador empedernido. Su sempiterna mala suerte en las carreras de caballos fue la causa principal de mis primeras actuaciones en la puerta de casa. Era mamá quien se ocupaba de que no nos faltase de nada. Dedicó su vida entera a mi hermano y a mí y se aseguró de cubrir todas nuestras necesidades, aunque vivíamos en un mundo de segunda mano. Ropa de segunda mano y zapatos de segunda mano, una idea pésima cuando aún te están creciendo los pies. A los cuatro años ya había superado el raquitismo, posiblemente gracias a subir y bajar a la carrera los cinco tramos de escaleras que había entre nuestro piso y el único aseo del edificio, que se encontraba en el jardín y que compartíamos con otras cuatro familias. Desarrollé unas piernas y una vejiga extraordinariamente resistentes, pero lamenté tener que prescindir de los zapatos ortopédicos. Al menos aquellos sí eran de mi talla.

Cuando llegó el momento de empezar a ir al colegio, casi todos mis problemas físicos se habían solucionado. O, mejor dicho, habían revertido. De ser un adefesio había pasado a ser una auténtica monada. Tanto que mi maestro en el John Ruskin Infants’ School se fijó en mi ensortijado cabello rubio y mis grandes ojos azules y me bautizó como «el ricitos». Grave error. Tras dos o tres días encajando golpes y patadas de los otros niños, mi madre irrumpió en el patio del centro con paso marcial. Me espetó: «A ver, ¿quiénes son los que te pegan?». Los señalé. Después de aquella somanta de palos, se acabaron mis problemas. Pero no me hacía ninguna gracia que tuviera que ser mamá quien me sacase las castañas del fuego, así que pregunté a papá qué debía hacer. «Pelea», me dijo inmediatamente. «Perder no es humillante. Lo humillante es ser un cobarde». Se arrodilló ante mí, levantó los puños y me pidió que le pegara. Pillé la idea bastante rápido. Después de eso nadie volvió a molestarme.

Pelearse en el colegio era una cosa y las escaramuzas del Llanero Solitario contra los malos cada sábado por la mañana, otra, pero la auténtica bronca estaba a la vuelta de la esquina. Mi hermano y yo tuvimos conocimiento de ella cuando nuestra madre se sentó con nosotros y nos dijo que tendríamos que irnos a vivir al campo porque un señor muy malo que se llamaba Adolf Hitler quería bombardear nuestra casa. Nosotros no entendíamos nada. No conocíamos a ningún Adolf. ¿Cómo podía saber él dónde vivíamos? Poco a poco, la realidad de la guerra fue calando en nuestro pequeño mundo. Primero fueron las máscaras antigás. Nos las entregaron en la escuela y cuando te las ponías parecías Mickey Mouse. Nos las probamos para ver si encajaban bien y yo, al igual que el resto de la clase, salí corriendo al patio con ella puesta. Casualmente, la válvula de aire de la mía estaba obstruida y caí redondo, desmayado, por la falta de oxígeno. Al parecer, no di la talla y, para mi vergüenza, me mandaron a casa. Aquello me pareció tremendamente injusto y despertó en mí una aversión al olor del caucho que aún hoy perdura.

Nunca olvidaré el Día de la Evacuación. Mi padre se pidió el único día libre de su vida para venir a casa y despedirse. Stanley y yo vestíamos nuestras mejores galas, unas peludas camisas de lana. En la vida me había picado tanto una prenda (hasta que entré en el Ejército). Los cuellos nos ahogaban y nos prendieron en las chaquetas una etiqueta con nuestro nombre. Hasta el momento en que fuimos al patio del colegio, mamá hizo como que todo aquello era un juego. Pero entonces una de las madres empezó a llorar, y luego otra, y finalmente todas —incluso la nuestra—, y entonces nos dimos cuenta de que aquello no era ningún juego. Partimos en fila india, yo agarrando con fuerza la mano de mi hermano. Me di la vuelta para ver a mi madre por última vez, agitando su pañuelo y llorando… y metí el pie hasta el fondo en una mierda de perro gigantesca. Fui objeto de inmisericordes abucheos y silbidos y me mandaron, solo, al final de la fila. Caminaba con las lágrimas resbalando por mis mejillas, y aquello debió de despertar la compasión de una de las profesoras, que se me acercó, me dio un abrazo y me dijo:

—Trae suerte. —Mi mirada denotaba tanta incredulidad que insistió—: En serio. Ya verás.

Aquello creó cierto precedente, porque, años más tarde, cuando rodaba la escena inicial de Alfie, caminando por el paseo junto al puente de Westminster, repetí la operación. El director, Lewis Gilbert, gritó «corten» y se volvió hacia mí, que saltaba a la pata coja para cambiarme el zapato afectado.

—Trae buena suerte —me dijo.

—Lo sé —repliqué—. Ya me lo dijo mi maestra.

Y procedimos a rodar la segunda toma de la película que me convertiría en una estrella. ¿Lo ven? Hay que confiar siempre en las maestras.

Aquella primera evacuación no se prolongó demasiado. Stanley y yo fuimos los últimos niños que quedaron en el punto de reunión de Wargrave, Berkshire, y hubo de rescatarnos una encantadora mujer que nos condujo en un Rolls Royce hasta una casa inmensa. Una vez allí, nos colmaron de atenciones, pastel y limonada. Aquello parecía demasiado bueno para ser verdad. Efectivamente. Al día siguiente apareció por allí un funcionario metomentodo graznando que estábamos demasiado lejos de la escuela y que nos separarían y llevarían a otro sitio.

A Stanley lo acomodaron con una enfermera del barrio y a mí me acogió una pareja de sádicos. Mamá no podía venir a visitarme porque los alemanes bombardeaban las vías del tren. Cuando al fin pudo hacerlo, me encontró cubierto de llagas y famélico. Las personas que acogían a los evacuados recibían una compensación económica para cubrir los costes de manutención, y mis anfitriones decidieron ahorrar lo máximo posible: mi dieta consistía en una lata de sardinas diaria. Y lo que es peor, solían pasar fuera los fines de semana y me dejaban encerrado en un armario, bajo las escaleras. Nunca lo olvidaré: sentado en la oscuridad, hecho un ovillo, llamando a mi mamá con lágrimas en los ojos. El tiempo dejaba de existir. La experiencia me traumatizó tanto que sigo teniendo fobia a los espacios pequeños y cerrados, y aborrezco cualquier forma de crueldad hacia los niños. Todas mis acciones benéficas tienen como destinatarios a los niños, y muy especialmente a la NSPCC1. En resumidas cuentas, todo aquello me convenció de que prefería las bombas que estar encerrado en el armario. Por suerte, mi madre estuvo de acuerdo y nos llevó a Stanley y a mí de vuelta a Londres, decidida a no volver a separarse de nosotros.

El bombardeo de Londres estaba en su apogeo y me dio la impresión de que Adolf Hitler había descubierto nuestra dirección. Las explosiones se escuchaban cada vez más cerca. Cuando las bombas incendiarias convirtieron Londres en pasto de las llamas, mi madre decidió que ya era suficiente. Llamaron a mi padre para servir en Artillería y mi madre nos llevó a North Runcton, en Norfolk, en la costa este de Inglaterra.

En ocasiones me da por pensar que la segunda guerra mundial es lo mejor que me ha pasado nunca. Para un mocoso de la calle muerto de hambre como yo, Norfolk era un paraíso, comparado con la niebla densa y la suciedad de Londres. Cuando llegué allí, estaba hecho un tirillas, pero al cumplir catorce años ya había dado el estirón hasta el metro ochenta, como un girasol. O una mala hierba. Debido al racionamiento no había azúcar, dulces ni pasteles; nada artificial. Muy al contrario: buena comida, complementada con conejos de campo y huevos de gallineta. Y todo era orgánico, porque los fertilizantes químicos hacían falta para fabricar explosivos. En consecuencia, mis años de juventud fueron inesperadamente saludables. Vivíamos apretujados junto a otras diez familias en una vieja granja, pero teníamos aire libre, buena comida y, lo mejor de todo, podíamos corretear a nuestras anchas por el campo. Yo solía salir con un grupo de evacuados, porque las madres del pueblo no permitían a sus hijos jugar con nosotros: les parecíamos muy rudos y nuestra forma de hablar les generaba suspicacias, por decirlo suavemente. Hoy en día lo pienso y, sí, creo que éramos unos auténticos vándalos. Saqueábamos huertos, robábamos la leche de la puerta de los vecinos y nos pasábamos el día peleándonos con los chicos del lugar. Pero todas aquellas experiencias transformaron mi vida. Adoraba el campo porque había acabado allí, y adoraba Londres porque lo había dejado atrás.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «La gran vida»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La gran vida» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «La gran vida»

Обсуждение, отзывы о книге «La gran vida» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x