Michael Caine - La gran vida

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Durante algo más de cinco décadas, ha sido espía, matón, mayordomo, oficial nazi, estafador, donjuán, peluquero y asesino, entre docenas de personajes que, con frecuencia, exigieron de él la máxima solvencia interpretativa. Pero Michael Caine no dejó de ser nunca Michael Caine para una audiencia rendida a sus encantos. Su metro noventa, sus rizos rubios, su sonrisa socarrona y sus párpados pesados como leños encarnaron al tipo que muchos querríamos ser: un fresco, un canalla, un héroe, un caballero, casi siempre todo al mismo tiempo, y casi siempre un peldaño por encima de lo meramente humano.Publicado por primera vez en español, este libro abarca casi ocho décadas de sus peripecias y nos permite comprobar que ni siquiera rodeado por el oropel de Hollywood dejó de ser nunca el niño esquivo, huraño y burlón del humeante Londres de su infancia.

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De hecho, aquella cena en Chasen’s y la que se celebró la semana siguiente en casa de Barbra Streisand (todo muy Art Nouveau y con unos magníficos muebles estilo Shaker) serían las últimas alegrías en bastante tiempo. Ahora miro hacia atrás y veo lo que entonces no veía: la tormenta, como se suele decir, se avecinaba. La película que había hecho el año anterior, ¡Qué ruina de función!, pasó sin pena ni gloria. No me preocupé demasiado. Todo el mundo se da un batacazo de vez en cuando, pensé. Pero era otro indicio.

No me daba cuenta, pero ya me había convertido en parte de la historia de Hollywood. Sin previo aviso, Robert ­Mitchum, la gran estrella de cine de los cincuenta, me pidió que presentase su premio al trabajo de toda una vida en los Globos de Oro. Me encantaba Bob Mitchum y para mí fue todo un honor que me lo pidiese, pero no lo conocía personalmente y nunca había trabajado con él, así que me extrañé.

—¿Me has escogido porque tengo los párpados caídos, como tú? —le pregunté.

—Sí. Bueno, es que eres el único. Siempre me comentaban lo de los párpados y entonces te vi en Alfie y me dije: este tío también tiene los párpados caídos. Menos que los míos, claro, pero bastante caídos. Es por los párpados, sí.

Una historia cautivadora —tanto como Bob—, pero empecé a preguntarme si en realidad no sería porque todos los demás actores habían declinado la propuesta.

Fuese o no el caso, siempre me han gustado los Globos de Oro porque puedes sentarte a la mesa y beber, pero también levantarte para hablar con unos y con otros. En cierta ocasión, Burt Reynolds señaló un hecho del que todo el mundo es consciente en la industria pero que rara vez se menciona: la diferencia de clases. En las entregas de premios, la gente de la televisión se sienta detrás y la gente del cine, delante. Es absurdo, la verdad: hay estrellas de televisión —los actores de Friends, por ejemplo— que ganan un millón de dólares a la semana y sus mesas no están delante. Y entonces pienso: «Un momento, ¡yo nunca he ganado un millón de dólares a la semana!». Le pregunté por el asunto a uno de los organizadores de los Globos de Oro que me dijo, sin más: «El cine es lo primero».

Yo estaba a punto de comprobar hasta qué punto era así.

Volví a Inglaterra, acababa de publicarse mi libro y ya era número uno en ventas. Me embarqué en una gira mundial para promocionarlo. Imposible que nada saliera mal, ¿verdad?

Para empezar, promocionar un libro resultó ser igual que promocionar una película, algo que llevaba toda la vida haciendo —y odiando—. La gente suele decirme que las estrellas de cine ganan demasiado dinero. Pues bien, no estoy de acuerdo. Las estrellas de cine solamente se llevan unos cuantos miles de dólares a cambio de una enorme cantidad de trabajo: las horas de maquillaje, las tomas interminables, el oficio, la experiencia, la presión de ser el protagonista… Los millones restantes son por la promoción. Y, créanme, nos ganamos cada céntimo. La primera vez que fui a Estados Unidos para promocionar Ipcress y Alfie, me quedé de pasta de boniato cuando mi responsable de prensa, Bobby Zarem, me sacó de la cama a las seis de la mañana y me dijo que a las siete y media tenía que salir en el programa Today.

—¿A las siete y media? —dije. Había volado la noche anterior—. ¿Y me tengo que levantar a estas horas para salir en un programa nocturno?

Me miró con lástima:

—Es a las siete y media de la mañana, Michael.

—¿Y quién demonios va a ver un programa tan temprano? —exclamé.

Esta vez Bobby fue algo más duro:

—Veintiún millones de personas —dijo—, así que si quieres ser una estrella en América, ¡más te vale madrugar!

Ahora ya estoy acostumbrado a la promoción veinticuatro horas al día, siete días a la semana, pero eso no quiere decir que me guste, y aquella gira no fue una excepción. Consistió, básicamente, en responder —sobreponiéndome al jet-lag— a entrevistas realizadas por periodistas que no se habían molestado en leer el libro, para después subir a otro avión y hacer de nuevo lo mismo en otro país —igual de hermoso y fascinante que el anterior— que solo podía ver a través de la ventanilla del coche en los trayectos de ida y vuelta al aeropuerto. Hubo algunos lugares maravillosos que casi ni vi en aquella gira: Hong Kong, Tailandia, Australia, Nueva Zelanda, Estados Unidos…

Recuerdo que Chris Patter, a la sazón gobernador de Hong Kong, envió a un funcionario para agilizar nuestro paso por inmigración y aduanas y evitar que llegásemos tarde a nuestra cena con él. Nos alojamos en el Regent (hoy ­InterContinental) y Shakira y yo nos dimos un baño en un jacuzzi situado en el rincón más romántico del mundo: el mismísimo tejado del ático, piso treinta. Solo el jacuzzi y la vista panorámica de trescientos sesenta grados de la ciudad. Pasamos horas allí. Fuimos, sin duda alguna, los turistas más limpios de toda Asia.

Espectacular, sí, pero eso fue prácticamente lo único que vimos de Hong Kong. Continuamos hacia Bangkok. Al salir del aeropuerto vimos un Rolls Royce con escolta policial esperando a alguien. Ese alguien éramos nosotros. Nos pareció un poco exagerado hasta que nos incorporamos a la autopista; no había visto cosa igual en mi vida. A nuestros policías les traía al fresco que entrásemos por las vías de salida o saliésemos por las de entrada. Simplemente, nos abrimos paso hacia la ciudad, haciendo en menos de una hora un viaje que normalmente duraba cuatro. Llegamos al hotel Oriental y nos condujeron a la suite Somerset Maugham; ¡un pelín intimidatorio para un escritor novato!

Poco después llegaron Australia, Nueva Zelanda… y Los ­Ángeles, primer descanso en aquel torbellino de gira promocional, marcado por algo que empezaba a ser más y más frecuente en mi vida: un funeral.

De haber buscado signos de un declive inminente, la muerte de John Foreman habría sido uno de ellos. John era mi amigo y fue el productor de El hombre que pudo reinar, una de las películas que más me gustan de las mías. Pronuncié algunas palabras en su funeral; otros, como Jack Nicholson, también hablaron. John Foreman fue una persona muy especial y lo situaría en la categoría de los «casi grandes». En mi opinión, murió justo antes de poder desarrollar todo su potencial, aunque El hombre que pudo reinar es prueba suficiente de su merecida reputación.

Sentado en aquella iglesia abarrotada y escuchando cómo mis amigos honraban la memoria de aquel hombre extraordinario, no pude evitar recordar la película y lo que había significado —y todavía hoy significa— para mí. No solo trabajé con el hombre al que consideraba un dios, el director John Huston, que ha dirigido tres de mis películas favoritas de todos los tiempos —El tesoro de Sierra Madre, El halcón maltés y La Reina de África—, sino que también tuve la oportunidad de interpretar a Peachy Carnehan, un papel para el que Huston contaba con Humphrey Bogart, mi ídolo. Recordé la primera vez que vi El tesoro de Sierra Madre, ese gran clásico sobre un grupo de parias en busca de oro, un sueño tan imposible como para mí lo era en aquel entonces el de ser actor. De adolescente me había identificado totalmente con el personaje de Bogart y de pronto me encontré en una película dirigida por Huston e interpretando un papel que había sido pensado para Bogart. Era como si los sueños imposibles pudiesen hacerse realidad.

La otra cosa que hizo de El hombre que pudo reinar una película tan especial fue que Sean Connery me diese la réplica. Trabajar con él fue un auténtico placer y nuestra relación se estrechó más todavía. Al igual que yo, Sean se sentía muy en deuda con John Huston y cuando, años después, supimos que estaba al borde la muerte, nos entristecimos enormemente. Fuimos juntos al hospital Cedars-Sinaí, en Hollywood, para despedirnos de él. Al llegar, nos encontramos a John delirando: «Yo estaba en un combate de boxeo y resulta que el otro tenía unas cuchillas cosidas en los guantes y por eso ahora estoy aquí. Ese tío me ha rematado, por eso estoy aquí». Siguió hablando sobre aquel boxeador durante veinte minutos. Sean y yo nos miramos. Los dos estábamos llorando. Nunca antes había visto llorar a Sean. Nos fuimos del hospital muy afectados, y lo siguiente que supimos fue que John Huston se había levantado de la cama y había hecho dos películas más. Cuando volví a verlo, le dije:

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