—La próxima vez que vaya a despedirme de ti, si no te mueres tú, te mato yo. No sabes lo mal que lo pasamos.
—Bueno, Michael, ya sabes cómo es esto, la gente lo pasa mal. Y la gente se muere —respondió.
—Vale, de acuerdo. Pero no dos veces.
Volviendo al funeral de John Foreman, hubo risas, hubo anécdotas y hubo lágrimas, y después nos fuimos a Nueva York para hacer otra presentación del libro. Esta vez se celebraba en el restaurante de mi amiga Elaine y entre los invitados estaban Gloria Vanderbilt, Lauren Bacall, David Bowie e Iman —personajes legendarios flotando ante mi jet-lag—. Me costaba pensar, pero eso era lo de menos, porque en todo caso mis labios y mi lengua estaban demasiado cansados para hablar.
Si Chasen’s representaba para mí la vida de Hollywood y era el punto de encuentro con muchos de mis amigos de allí, Elaine’s era su equivalente en Nueva York. Elaine’s es más que un restaurante: es una institución neoyorquina, es casi como una feria. Era el sitio perfecto para presentar un libro porque allí era donde se reunían los guionistas, actores y directores, desde Woody Allen al equipo del Saturday Night Live. La propia Elaine solía revolotear de mesa en mesa comprobando que todos sus clientes estuvieran a gusto. Recuerdo que, una noche, un tipo empezó a molestarme. Apareció Elaine, lo agarró por las solapas y lo tiró al suelo. Ella solita. Protesté:
—No hacía falta ser tan drástica, nos lo podíamos haber quitado de encima de otra manera.
—Nah, ¡me sacan de quicio los capullos! —respondió.
Elaine es una buena amiga y almuerzo con ella cada sábado cuando estamos en Nueva York. Siempre pedimos caviar y paga ella. Con los billetes que lleva en el sujetador. Dice: «Invito yo». Acto seguido, hunde la mano y saca un puñado de billetes.
La fiesta en Elaine’s marcaba el final de la gira, y de Nueva York volví a mi casa, en Inglaterra. Estaba hecho polvo pero, en mi ausencia, habían seguido llegando guiones y tocaba ponerse al día. Al final me recompuse y me senté a leer uno de ellos. Me quedé de piedra. El papel era insignificante, casi ni merecía la pena. Se lo devolví al productor, dándole mi opinión. Un par de días después, el tipo me llamó por teléfono. «¡No, no! ¡No eres el amante, lo que quiero que leas es el papel del padre!». Colgué y me quedé un rato allí de pie, desconcertado. ¿El padre? ¿Yo? Fui al baño y me miré en el espejo. Sí, ciertamente era el padre quien me devolvía la mirada. En el espejo veía a un actor protagonista, pero no a una estrella. En ese momento me di cuenta de que la única mujer a la que volvería a dar un beso en pantalla sería mi hija.
La diferencia entre un actor protagonista y una estrella de cine (aparte del caché y el camerino) es que cuando una estrella recibe un papel que le interesa, lo modifica para adaptarlo a su persona. Una estrella dice: «Yo nunca haría eso» o «Yo nunca diría eso». Y sus propios guionistas añaden lo que él haría o diría. Cuando un actor protagonista recibe un papel que le interesa, se adapta al papel. Pero hay además otra diferencia, y esa era la que yo sabía que jugaba a mi favor. Muchas estrellas son malos intérpretes, así que cuando los grandes papeles se agotan, desaparecen, insistiendo en que ellos no harán papeles secundarios. Los actores protagonistas deben saber actuar. Si no, acaban desvaneciéndose por completo.
Siempre había sabido que ese momento llegaría. Tenía cincuenta y ocho años. ¿Debía abandonar o continuar? Tenía que pensármelo. La pregunta me rondó durante meses. Me acosaba cada mañana, al abrir los guiones de pacotilla llenos de manchas de café y anotaciones que habían dejado actores más jóvenes antes de rechazar el papel. Me di cuenta de que las cosas iban a ser diferentes a partir de entonces. Más difíciles.
Había alcanzado un momento de mi vida que bauticé como «la dimensión desconocida». El foco del estrellato se apagaba y, aunque la tenue luz de los papeles de actor protagonista empezaba a cobrar fuerza, seguía viéndolo todo muy negro. Hubo sin embargo algunos momentos resplandecientes. De buenas a primeras, como parte de los festejos alrededor del Cumpleaños de la Reina, fui nombrado Comendador de la Orden del Imperio Británico. Un gran honor y una bonita medalla. Acepté la distinción con enorme orgullo. Y entonces un antipático periodista señaló que me habían nombrado comendador de algo que ya no existía. Ni siquiera lo poco que iba bien era del todo perfecto.
2. Elephant
Supongo que la gran incógnita no es tanto por qué el foco del estrellato se estaba apagando, sino cómo llegó a alumbrarme a mí. Hay una enorme distancia entre Beverly Hills y mi infancia en el barrio de Elephant and Castle, en el sur de Londres, al igual que un plató de Hollywood está muy lejos de mi primera clase de interpretación en el centro juvenil local, cuando la chispa de la actuación prendió en mí por primera vez. La chispa se transformó en la llama de la ambición, mientras que para los demás seguía siendo un chiste, un motivo de guasa. Cuando decía que iba a ser actor, respondían siempre lo mismo: «¿Tú? ¿Y de qué vas a hacer? ¿De bufón?». Y se partían de risa. Si decía que quería subirme a un escenario, replicaban: «¿Para barrerlo?». Yo callaba y sonreía. A decir verdad, solo había ido al teatro una vez, con el colegio, para ver una obra de Shakespeare. Y me había quedado sopa.
Por aquel entonces, leía sin parar biografías de actores famosos, estaba desesperado por descubrir cómo habían metido la cabeza en el mundillo. No resultaban de mucha ayuda. Las personas sobre las que leía no se parecían en nada a mí. Siempre habían visto a su primer actor en algún teatro pijo del West End, de la mano de sus niñeras. Y la historia era siempre la misma: en cuanto los focos se apagaban y subía el telón, sabían que tenían que ser actores.
Mi caso fue un poco distinto. Vi por primera vez a un actor en una sala de mala muerte llamada New Grand Hall, en Camberwell Green. La película era El Llanero Solitario. Tenía cuatro años y había ido a la sesión matinal del sábado, lo más lejos del West End que uno pueda imaginar. Fue duro, muy duro: a la niñera no le habría gustado nada. El jaleo empezó ya en la cola, con todo el mundo colándose y empujando, y cuando nos sentamos comenzó el lanzamiento de misiles de un extremo al otro de la sala. Pero entonces se apagaron las luces, empezó la película, y me trasladé a otro mundo. Me dieron con una naranja en la cabeza y ni me enteré. Me tiraron encima un helado y me limpié sin apartar los ojos de la pantalla. Estaba tan absorto en la historia que al rato apoyé los pies contra el asiento de delante para estirar las piernas, con la mala fortuna de que alguien había desatornillado los asientos del suelo y toda mi fila de asientos se volcó sobre el regazo de los espectadores de atrás. Ellos gritaban y nosotros allí, patas arriba: caos absoluto. Pararon la película. Las acomodadoras vinieron corriendo. «¿Quién ha sido?». Fui delatado sin piedad y, de paso, me llevé una colleja. El orden se restableció y reanudaron la película. Segí viéndola con los ojos anegados en lágrimas. Así supe que había descubierto mi porvenir.
Por supuesto, para entonces yo ya llevaba actuando alrededor de un año. La primera lección de interpretación me la dio mi madre cuando yo tenía tres años. Ella misma escribió el guion, de hecho. Éramos pobres y a veces mamá se retrasaba en el pago de las facturas, así que cada vez que el casero venía a cobrar el alquiler, se escondía detrás de la puerta mientras yo abría y repetía, con gran precisión, mi primera frase: «Mi mamá no está». Al principio respondía muerto de miedo, pero poco a poco fui ganando confianza. Enseguida accedí a un público más exquisito. Cierta vez, incluso, logré convencer al pastor que venía a recolectar dinero para la iglesia del barrio. Sin embargo, no siempre tenía éxito. En otra ocasión sonó el timbre y nos preparamos para la actuación habitual, pero cuando abrí la puerta no me encontré con el casero, sino con un desconocido de pelo largo, alto, con barba tupida y mirada penetrante. Creo que nunca antes había visto una barba y me quedé como un pasmarote, con la boca abierta y mirándolo fijamente. Me recordaba a alguien, pero no sabía a quién.
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