Pasamos muchos pueblos, de esos pueblos sin nombre para el viajero de otras regiones, de pronto una estación ostenta un nombre bien conocido, que me alboroza la memoria: Aix-lachapelle, ¡la vieja Aquisgrán de Carlomagno! Allá, a la derecha, sobre intrincadas colinitas se levantan los viejos muros de la viejísima metrópoli del más poderoso monarca que tuvieran estas tierras. Sobre un monte vecino, entre pinares, hay un castillo o algo así; quiero preguntar algo pero ¿a quién? Aún estoy en poder de los alemanes. Es tal el trabajo con esta maldita lengua, que cuando en Colonia vi letreros en latín fue como si viera cosa familiar: tanto, que los traduje si dificultad.
Voy pensando en estas cosas cuando para el tren y entran en nuestro departamento dos hombres de uniforme, que dicen con una educación y cultura exquisitas: “L’adouane. Degrez, messieurs ouvrir les baoulés, s’il vous plait”. Estamos en Bélgica. Se habla el francés, se nos trata con cultura… hemos dejado atrás a los bárbaros, ya puedo hablar, ya entiendo y me entienden. Casi canto el Tedeum.
Otra estación: Lieja, la bella y desgraciada ciudad que recibió el primer bautismo de sangre en 1914. Entra en nuestro departamento una anciana fuerte aún; le hago algunas atenciones y simpatizamos; aludo a la guerra y comienza a contarme con calma los horrores de esos días; va energizándose y acaba con los puños cerrados y llorando.
“Estaban, me dice, esos bárbaros disfrazados y con solo un puñado de hombres y por eso entraron en nuestra pobre tierra, tan rica en trabajo y en valor. Si hubiéramos estado avisados no se entran, por Dios; yo hubiera empuñado un fusil a pesar de mis años”. Y al hablar la vieja tiembla de odio contra el alemán. En estas pláticas llegamos a Lovaina, la que más sufrió de todas las ciudades. No podemos verla sino de la estación. Será lo mismo una cosa que otra pues teatros de guerra nos sobrarán en Bélgica.
Llegamos por fin. Son las ocho y treinta de la noche y está de día. Como ya sé hablar doy instrucciones al chofer para que nos lleve a un hotel barato y confortable. Nos trae al Hotel Pol. Veinte francos belgas vale el cuarto, está central y cómodo y a la altura de mis recursos.
Después de instalados, salgo solo por esas calles, porque mi compañero gusta más del reposo, después de cinco horas de tren. Por casualidad emboco el bulevar Adolfo Max, uno de los más hermosos de la ciudad, y me entretengo viendo los escaparates de los grandes almacenes, donde se nota la elegancia francesa, en contraposición con aquella rigidez y grandeza alemanas que acabamos de dejar. Paseo un buen rato entretenido y rehuyendo las propuestas dudosas que hacen con señas y con medias palabras, mujeres bien puestas, pobres criaturas que ofrecen al viajero un poco del honor que nunca tuvieron. Vuelvo al hotel y duermo.
Al día siguiente, sábado, me dedico a conocer un poco la ciudad y a buscar algunas personas que necesito. Encuentro una sola de ellas. Busco la rue de l’Ermitage por si doy con el Dr. Decroly, mi viejo amigo, y un agente de policía me dice que hace un año que murió. ¿Será verdad? Por mucho que busco al Dr. Agustín Govaerts, no doy con él. Tal vez la dirección está errada. Resuelvo informarme de todo en el consulado el lunes venidero.
Hoy he llenado otro de los grandes deseos de toda mi vida: ¡He estado en Waterloo! Por cuarenta y cinco francos (1,35 pesos), un auto, con guía y todo, nos he llevado al campo memorable, pasando por las carreteras más lindas, por bosques, lagos y castillos que son un edén. Como es domingo hay gran multitud de paseantes. Parece que Bruselas toda se hubiera dado cita en estos lugares encantados. Llegamos al campo de batalla. En todo el centro de la acción se levanta un monumento de tierra, un montículo cónico como un pan de azúcar algo achatado, de cincuenta metros de altura, y coronado por un león de hierro, según nos dicen, fabricado con cañones tomados a los franceses. El monte tiene unos dos o tres mil pies de base y se sube a la cima por una escala de piedra de doscientos seis escalones. Tanto allí encima como en el paseo que damos por el campo, el guía, viejo que asegura que su abuelo estuvo en la batalla, nos la describe con sobra de prosopopeya. Pienso que nos dirá doscientas mil mentiras, pero, en todo caso, nada ha dicho contrario a lo que yo he leído. Aunque hablaba en un francés muy flamenco, creo que no le perdí palabra, y esta es poco más o menos la descripción que nos hace:
Desde el 16 de junio de 1815, Napoleón, se aproximó al campo, rechazando a los enemigos. Los prusianos fueron perseguidos por Grouchy, mientras Napoleón se preparaba para atacar a los ingleses en sus fortificaciones de Waterloo. Llegó al campo histórico el 17 por la tarde y a caballo estuvo recorriéndolo toda la noche para ver cuál era el punto vulnerable del enemigo. Solo ya de día descansó un poco y a las 11: 35 del 18 dio el primer cañonazo. Su intento desde un principio fue tomar la granja de Hougoumont, principal valuarte de los ingleses, y después de siete asaltos logró la fuerza francesa (a la izquierda) tomar los patios de la granja-castillo, con una enorme pérdida de soldados. Mientras tanto Ney, al frente de la caballería intentaba tomar la fortificación de Mont. St. Jean, y fue rechazado en doce terribles ataques que le hizo. En estas, mientras los franceses esperaban a Grouchy, apareció por la llanura, a la derecha de Napoleón, la armada prusiana a órdenes de Blücher, compuesta de cincuenta mil hombres. Napoleón comprendió que estaba perdido y ya no hizo sino procurar un último esfuerzo, en forma de retirada en orden, que pronto se convirtió en derrota. Y el emperador, viéndose perdido, tuvo que abandonar su carroza y huir como y por donde pudo.
El ejército francés constaba de setenta y dos mil hombres y los aliados (Inglaterra, Holanda y Bélgica) tenían setenta mil, que fueron luego reforzados por los cincuenta mil prusianos. Los franceses tenían doscientos cincuenta y seis cañones, los ingleses ciento cincuenta y seis y los prusianos ciento cuatro. El frente francés ocupaba tres kilómetros, y todo el campo de batalla diez kilómetros cuadrados. Comenzó la acción a seiscientos metros de distancia y acabó a una blanca. En nueve horas de batalla cayeron heridos cuarenta y siete mil hombres. De mil ingleses que guardaban uno de los puntos importantes quedaron vivos cuarenta y dos y casi todos heridos. De manera, que el disgusto ese fue más bien serio .
Al pie del monumento del león, hay un edificio con la forma de una gran tina. Se entra en él y se sube a una plataforma central, cubierta por encima y con la luz exterior tan bien dispuesta que todo se ve iluminado. En la pared interior del edificio que es, naturalmente circular, está pintado admirablemente el panorama de la batalla, de manera que uno cree estar viendo verdaderamente el campo con sus soldados y sus fortificaciones. Y acaba de engañar al visitante la industria con que han arreglado entre la plataforma y la pared, un montón de deshechos de batalla tan bien imitados que parecen el límite del campo que se divisa. Hay allí sables quebrados y enteros, cascos prusianos, kepis ingleses y franceses, caballos caídos, jinetes que cayeron debajo del caballo y apenas asoman sus polainas negras y sus pies con espuelas, cadáveres con la expresión de la agonía en la cara; en fin, la hecatombe más bien imitada que se puede ver. O. Manuel, hasta que salimos, estuvo creyendo que era verdaderamente el campo de batalla lo que se veía. Después de la visita tomamos cerveza en el restaurante próximo, compramos recuerdos, vimos la casa donde Víctor Hugo escribió los últimos capítulos de Los Miserables , y volvimos a Bruselas contentos del famoso paseo.
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