No quiero terminar esta croniquita sin recordar atrás dos humoradas del gran Federico. Como el palacio que visité primero se llama Sanssouci, que significa en francés algo así como sin cuidados, sin preocupaciones, alguien felicitó al rey porque había hecho un retiro tranquilo y él respondió que como el nombre del palacio estaba en la fachada, quería decir que fuera podían todos estar sin cuidados ya que su rey estaba adentro devorándolas todas. La otra, que me hizo mucha gracia, fue que, como él protegió a Voltaire, le destinó una habitación en el palacio nuevo y se la decoró a su gusto. La habitación, que yo vi muy detenidamente, tiene mil dibujos de animales grotescos: loros, monos, ardillas, zorras, etc. los cuales el rey explicó al viejo renegado, traduciéndoselos por hablador, feo, inquieto, malicioso, etc.
Aún en Berlín. No quiero despedirme de la ciudad a pesar del idioma. Porque es un trabajo el tal idioma; en los almacenes grandes se habla francés, pero en las calles si uno quiere una información, se fregó . Sus razones, y muy poderosas, tendrían Dios para tirarse la parada aquella de la Torre de Babel, pero hoy por hoy, es lo cierto que me tiene tirado a mí con su paradita . No hay remedio: hay que salir de aquí y ya será mañana, para ver de estar al fin de la semana en Bruselas.
El día de ayer, como el de hoy, ha sido bueno. Conocí nada menos que el palacio del Káiser que ocupa una gran manzana y que tiene seis siglos. Al frente de la fachada principal está la estatua ecuestre de Guillermo primero, con mil alegorías bélicas y casi tan alta como el palacio. Muchas salas visité, pero es notable la sala de trabajo del emperador, donde firmó, en 1914 la declaratoria de guerra al mundo. Hay en el centro una mesa, regalo de la reina Victoria de Inglaterra, contraída con madera de la fragata Victoria en que iba Nelson en la batalla naval de Trafalgar, y donde perdió la vida. En el centro de la mesa hay una papelera que imita la fragata, con una banderita que representa, en el lenguaje naval, la frase de Nelson al comenzar la batalla, y que es la proclama más corta y más hermosa que han visto los siglos: “Soldados. Cada uno de vosotros es hoy Inglaterra”. Quisiera tener tiempo para descubrirlo todo. Qué riqueza en porcelanas, mármoles y pinturas, qué pavimentos, qué decorados, qué retratos, qué forma de alumbrado, donde no se ve un foco y la luz, al ser encendida, se filtra tenuemente al través de delgadas placas de mármol blanco, de manera que quedan las paredes dando luz sin que sepa uno de dónde viene. Y ya cierro el cuaderno. No escribiré más de Berlín, porque no acabaría. Hoy he tomado un auto y a toda velocidad no pude salir de la ciudad en casi una hora, pero encontré un enorme parque, siempre con el ídolo en bronce: Federico el Grande. Si voy esta noche al teatro, no quedará constancia. No escribo más.
Ya estoy en Bruselas y como el viaje fue rápido, con una pequeña demora en Colonia, no tuve tiempo de tomar mis notas. Todavía, antes de salir de Berlín, vi cosas dignas de apuntarse, como el jardín zoológico que tiene unos tres mil ejemplares de animales raros, desde el oso blanco de los polos hasta el león africano. El acuario parece un cuento de hadas. Qué variedad de peces, que viven en vitrinas iluminadas, qué elegancia y qué lujo en esa instalación. En el centro del edificio se encuentra uno como caño o laguna artificial que tiene vegetación tropical y está calentado el ambiente a una temperatura como la del Magdalena. Allí viven a su gusto toda clase de caimanes y cocodrilos. Y en fin, cuanto Dios hizo en materia de lagartos y culebras.
Salí de Berlín a las 8:24, y a las cuatro distinguí a lo lejos la enormísima catedral de Colonia, después de haber recorrido una gran parte del hermoso río Weser. Allá se divisa el Rin, tranquilo y torcido en elegantes curvas. Se pasa por un fuerte gigante y se llega a la estación que está al pie de la gran catedral. Bajamos y allí son los trabajos. Veo un individuo con una gorra que dice: “Dom Hotel”; le hago señas, carga con las maletas, busca un auto y nos lleva, para descargarnos a una cuadra, al otro costado de la catedral. En la puerta, un criado de frac, hace una cortesía hasta el suelo. Entramos en un vestíbulo como una iglesia, lleno de tapices y de cuadros. El portero parece un mariscal y solo conozco que es portero porque en la gorra tiene la palabra. Veo que nos metimos en la grande y que además de lo caro que será el tal hotel, el diablo que sepa vivir allí. Pero como tenemos intenciones de partir al día siguiente, me resuelvo a que nos desplumen. En efecto: el cuarto vale veinte marcos (U$5) por noche, sin alimentación. En el ascensor nos hacen mil cortesías. El cuarto es a todo taladro , como decimos en Antioquia. Aquí se tiene un respeto por los profesores, extraordinario, y como escribí esa palabra en la tarjeta para la policía, ya todo se volvió hacerme cortesías todo mundo y decirme “Herr profesor”.
Poco diré de la ciudad, porque toda mi atención se la llevaron el río y la catedral. Inmediatamente dejamos las maletas en el cuarto, bajamos y derecho a la catedral. Puede uno hacer suposiciones y nunca llegará a imaginarse lo que es esta enorme fábrica, hecha en muchos siglos. Me quedé estático ante ese mundo de relieves, de estatuas de vidrieras, de torrecitas, de altares, de sepulcros de cardenales y de emperadores. Llevo conmigo algunas postales del edificio y su interior, y ellas me revelan del trabajo imposible a mi pluma, de describirla. Me remito los datos que me escribió el guía en un papel. La catedral tiene en su frente principal dos torres, de dos cuadras de altura; atrás tiene otra como cúpula y en todo su exterior ciento cuatro torrecitas de diversos tamaños. Las columnas que separan la nave central de las laterales tienen cincuenta metros de altura, veinticuatro penetran bajo el nivel del suelo y tienen veintiocho de circunferencia; el largo del edificio es de ciento cuarenta y cuatro metros. Tiene setecientos setenta y ocho de gran tamaño y cinco mil de inferior, que decoran muros y columnas por dentro y por fuera; y, en fin, caben cómodamente unas veinticuatro mil personas. Fue comenzada en 1248 y solo se terminó hace unos cincuenta años, en 1880. Vista desde muy lejos, parece un despoblado, porque los altos edificios que la rodean, de cinco pisos o más, apenas se distinguen al lado de esa mole.
Después de comer en un restaurante fuimos a dar un paseo a pie a lo largo de los bellos malecones del Rin. A lado y lado se ven todavía los bares de los viejos castillos, y yo cerraba los ojos al presente para ver en el lejano pasado las flotas normandas entrando a sangre y fuego por aquel río, hoy tan civilizado y tranquilo.
Recorriendo la ciudad encontré con una pila, viejo monumento romano. Según las inscripciones latinas que tiene y los bajorrelieves de finísima piedra, es este el monumento en que, Claudio dedicó la fundación de esta villa a su esposa Agripina, madre de Nerón, nacida allí cuando este era un pueblecito de pescadores. Para honor de la honrada mujer fundó esta colonia romana y por eso su nombre es Colonia.
Por la mañana, el veintiséis, hicimos un agradable paseo a Bonn, patria de Beethoven, el gran músico, y fuimos derecho a la casa donde nació y vivió mucho tiempo el genio de la música. La casa, aunque en el exterior está reformada, en su interior conserva su antigua humildad. El cuarto donde nació el hombre está en un balconcito y parece algo como un gallinero. Sus habitaciones son humildes en extremo y solo tienen la grandeza de los muchos objetos de pertenencia del músico: medallas y condecoraciones, retratos en todas sus edades, mascarillas en barro, vivo y muerto, sus violines, sus cornetas acústicas (¡él era sordo!), dos pianos que suenan muy duro, donde componía, el órgano de la iglesia donde fue organista durante dieciséis años, aparato viejo y ordinario, y para terminar, los originales de la Misa solemne y de la “novena sinfonía” fuera de otros menos conocidos. Salimos; otra vez rodamos hacia Colonia a lo largo del Rin; viendo más castillos y más piedra vieja en todas las formas; llegamos a la ciudad, y después de unas horas más, empleadas en curiosear el comercio, en comprar postales y algunas curiosidades de la vieja villa, tomamos el tren para Bruselas.
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