José María Marco - Diez razones para amar a España

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España es un continente en miniatura con un paisaje de una variedad y una belleza asombrosas. Por eso la naturaleza y el arte son dos datos fundamentales de nuestra cultura.Hemos creado una de las democracias más avanzadas del mundo, y somos uno de los países más prósperos, tolerantes y dinámicos. Aquí nadie está excluido y todos estamos invitados a conseguir lo que nos hemos propuesto. Un gran éxito de todos.Somos lo que somos: valientes, solidarios, trabajadores, con ganas de divertirnos. Y nos gusta la familia, el ruido y la gente. Ninguna cultura ha sabido aunar mejor lo popular y lo más exigente. La Corona, encarnación de nuestra unidad, garantiza el pluralismo y la libertad. Y junto a nuestros hermanos americanos, hemos creado un universo de civilización que comparte una lengua destinada a la universalidad.Durante siglos, en España convivieron judíos, musulmanes y cristianos. Los españoles fundaron una forma propia de catolicismo que sigue presente en nuestra sociedad y en el mundo hispano.Los pintores y los escritores españoles imaginaron -en las cuatro lenguas de España- un mundo nuevo, lleno de espiritualidad y de belleza. Nuestra música nos ha permitido entender en qué consiste esa forma original de ser humanos que llamamos cultura española.Junto con la ciudad de Madrid, representación única de la realidad de nuestro país, aquí están estos diez motivos para amar España.Y en 2017, por fin, los españoles dejamos atrás esa vergüenza de ser español con la que durante muchos años las elites hicieron todo lo posible por impedir la expresión del amor a nuestro país. Es hora de decir que estamos orgullosos de ser españoles. Porque amamos España.

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Los románticos no inventaron leyendas tan extraordinarias como los griegos y los pueblos de Oriente. Supieron, eso sí, poetizar lo que tenían a mano. El escritor polaco Jan Patocki imaginó en su Manuscrito hallado en Zaragoza una historia descabellada de apariciones, brujas, gitanos y personajes del otro mundo. Washington Irving, que venía de un pueblo tan poco romántico como el norteamericano y había conocido a Moratín en Burdeos, reinventó el material moruno en sus Cuentos de la Alhambra y lo puso en circulación en todo Occidente. En la «Leyenda del astrólogo árabe» evoca la figura de un sabio, venido de Egipto y vinculado con el profeta Mahoma, que ayuda al viejo rey de Granada a vencer a sus enemigos hasta que cae presa de su concupiscencia. Push­kin se inspiró de esta leyenda para su último poema fantástico, del que luego se sirvió Rimski-Korsakov para su ópera El gallo de oro; los rusos se reconocían en aquel legendario territorio de frontera, del otro lado de Europa.

El francés Prosper Mérimée llegó a conocer España como muy pocos. Fue, de hecho, su patria de adopción. Recrea la libertad propia de las costumbres y la literatura españolas en su Teatro de Clara Gazul, donde se disfraza tras un pseudónimo que viene de Lope de Vega. Analiza la vida política con inteligencia y se deja seducir por el arte español, justo cuando el gusto europeo lo empieza a descubrir, tras el saqueo por las tropas napoleónicas. Se dice que Mérimée se complace en el lugar común con su Carmen, prototipo de la mujer libre, ajena a la moral común, rodeada de las cigarreras sevillanas, de contrabandistas y toreros. Personificaciones todas del ser humano sin civilizar, que se enfrenta con el mismo gesto a la ley y a la muerte. En realidad, Mérimée logró con su Carmen inventar una de esas individualidades que el arte eleva a categoría de mito. No hay españolada, sino una comprensión muy fina de la libertad propia de la vida y el arte español, algo que Bizet supo luego captar con su ópera.

El también francés Théophile Gautier escribe que «un viaje por España sigue siendo una empresa peligrosa y novelesca». Es lo que se venía buscando, como demuestra el estupendo Viaje por España que él mismo escribió. Se viene a España en busca de emociones fuertes, como las que cree encontrar un Alejandro Dumas que sobreactúa con los toros. También escribe a su corresponsal que «si alguna vez viajáis a España, si visitáis Madrid, fletad un coche, montad una diligencia, esperad, si hace falta, a que pase una caravana, pero no dejéis de ir a Toledo, señora, no dejéis de ir a Toledo».

Esta España romántica y pintoresca ya había encendido la imaginación inglesa gracias a las muy finas y analíticas Cartas de España, del español naturalizado inglés José María Blanco White, y a los libros de recuerdos escritos por los soldados ingleses que participaron en la guerra de la Independencia —para ellos la «guerra peninsular»—. Dará pie a dos obras maestras. El maravilloso viaje, apasionado, lírico y a veces atormentado de Richard Ford y el más burlón y picaresco de George Borrow, un joven aventurero empeñado en evangelizar España mediante la difusión de la Biblia en la versión clásica del protestante Casiodoro de Reina. El libro fascinó a Azaña, que lo tradujo, y a los miembros de la Institución Libre de Enseñanza, que lo publicaron. También ellos estaban convencidos de que había que cristianizar España. A tanto había llegado nuestra barbarie.

Jardines. Arte y naturaleza

El agua siempre ha sido una obsesión para los habitantes de España. Lo fue para los romanos, que construyeron acueductos para transportarla y termas para la higiene y el recreo públicos. Los musulmanes, venidos de climas desérticos, la incorporaron a la vida privada con su gusto por la sombra y las fuentes. Con ellos el agua se aplicó a la producción agrícola con tanta meticulosidad y tanto ingenio, que los huertos de verdura y de naranjas parecían un vergel.

Aquellos sistemas de riego se han conservado hasta hoy mismo, como se conservaron fuentes muy antiguas a lo largo de toda España. Las ha habido míticas, como la del claustro mudéjar de Guadalupe; góticas, como la de Blanes, en Gerona, o la de Real de la Trinidad, en Xátiva, ciudad valenciana famosa por sus fuentes; renacentistas, como la de Santa María, en Baeza; barrocas, como las de los jardines de La Granja y otras, pintorescas, pobladas de animales, como la de los Galápagos en el Retiro de Madrid y la de las Ranas del parque de María Luisa. La Pila, una fuente de traza muy elaborada, en la ciudad mexicana de Chiapa de Corzo, atestigua el éxito del estilo mudéjar en América. Muchas de estas fuentes, y no las menos importantes, eran simples pozos o humildes caños que surtían de agua a una población. (Los autores andalusíes recomendaban que las casas tuvieran siempre un pozo en el patio. Hoy los patios de las casas andaluzas, como huertos cerrados que huyen del calor y matizan la luz, continúan la tradición).

La Alhambra llegó a ser la viva representación del jardín como ideal de vida. Se incorporó a la iconografía arquitectónica y decorativa occidental, y pasaría a formar parte de esa renovación estética que fue el estilo morisco, con toda su fantasía orientalizante. Los jardines, por su parte, pasaron a formar parte esencial de la imagen de España, ya sean los orientales evocados por Lope de Vega en una comedia temprana, como El remedio en la desdicha, los renacentistas de la reina Isabel de Castilla en la Isla de Aranjuez, los clásicos de Felipe II en El Escorial y, más tarde, los franceses de Sabatini en Madrid y el de René Carlier en La Granja, los románticos de Sevilla y de Ronda, hasta llegar al estilo puramente español en el del Buen Retiro en Madrid.

El eclecticismo había preparado la aparición de un estilo propio en el que prima el correr del agua en fuentes y canales, la frondosidad, los paseos cubiertos, las pérgolas, los pabellones, las flores y las fragancias. Las baldosas y los azulejos, por fin, componen un conjunto único, que resguarda del sol y del calor, pero deja pasar la luz en juegos de contraste que evocan —con el murmullo del agua que corre, el frescor y los olores— un pequeño paraíso, como el que Sorolla reprodujo en su casa madrileña. El edén vuelve a estar detrás de esta gran creación del gusto español. Manuel de Falla evocó este mundo encantado en sus Noches en los jardines de España. Mediante el extremo artificio, y lejos de cualquier abstracción metafísica, el jardín español reinventa, o recupera, si se prefiere, la naturaleza. Se convierte así en la mejor muestra de un gusto capaz de espiritualizar la más sensual de las evocaciones.

Castillos

En el extremo sur del país, al bajar de Ronda hacia La Línea de la Concepción, antes de llegar a la costa, se entra en un valle cubierto de huertas, árboles frutales y naranjos. A la salida, por el sur, se alza un castillo en lo alto de una colina. Por las laderas trepa una ciudad pequeña, de casas blancas y calles largas, a veces escarpadas. Estamos en Jimena de la Frontera. En el término municipal se conservan unas pinturas rupestres que permiten contemplar la llegada de unos barcos, tal vez los de los forasteros y colonizadores de Oriente.

El castillo de Jimena de la Frontera es pequeño, pero lo bastante elevado como para dominar la ciudad y todo el valle bajo su protección. A un lado, sobre una roca, todavía se ve un oratorio mozárabe. Quedan en pie parte del recinto amurallado, una torre albarrana —de las que forman parte de la muralla, levantada sobre unos restos monumentales romanos— flanqueada de una majestuosa puerta con dos arcos de estilo califal con lápidas romanas en los muros, la torre redonda de homenaje y unos aljibes intactos, obra de gente práctica y con sentido del estilo. En tiempos de la Reconquista, esta fue una ciudad de frontera, como muchas otras de la zona, siempre amenazadas por las incursiones de los musulmanes granadinos: Arcos, Jerez, Chiclana, Vejer… todos de la Frontera. Cubierto durante mucho tiempo de hierbas, matorrales y chumberas, el recinto interior del castillo de Jimena se animaba con la presencia de un asno que acompañaba al visitante con cierta curiosidad —no mucha, la verdad— y de vez en cuando, en la atmósfera transparente saturada del canto de las chicharras, algún rebuzno.

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