Catalina Donoso Pinto - No somos niños

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La autora reflexiona sobre una producción fílmica particular, liberando una perspectiva de la infancia, en distancia y cercanía con el punto de vista de filósofos y grandes teóricos y realizadores del cine. Niñas y niños son reconocidos por la autora como sujetos no solo con derechos, sino también como quienes nos dan señas, en su tramitación a través de la producción fílmica, de las operaciones culturales y sociales que los restringen en sus vidas y en su propia significación cultural. En este libro la infancia en su «fuerza simbólica» insurrecta nos mira, excediendo la aprehensión que puedan hacer de ella la producción cinematográfica y la misma lúcida autora.

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Algo similar propone la socióloga española Lourdes Gaitán en su Sociología de la infancia. Nuevas perspectivas:

Puesto que la infancia es entendida principalmente como “aún no ser” adulto, su definición se obtiene por sustracción, deviniendo en una categoría residual cuya verdadera importancia está en función de su potencial futuro, no de su ser presente (22).

Siguiendo esta reflexión, Gaitán desarrolla un pensamiento en torno a la invisibilidad de la infancia, que permanece confiscada por la vida familiar a menos que algo inusual rompa esta lógica de funcionamiento y la vuelva manifiesta ante la mirada pública. La familia aparece entonces como una entidad fundamental para entender la construcción cultural del universo infantil, pero no la única. Diversas instituciones, creadas y consolidadas desde la lógica adulta, se proponen facilitar y promover que ese proceso de convertirse en otra cosa se desarrolle de la mejor manera posible y llegue a su término con éxito, produciendo un adulto acorde con la sociedad en la que se inserta y que aquello llamado infancia quede por fin atrás. Así, junto con la familia, la escuela se erige como espacio social y cultural donde el infante encuentra un hábitat diseñado especialmente para su desarrollo, de acuerdo a lo que se espera de él. Esta inscripción institucional está por cierto llena de conflictos, de exclusiones y normativizaciones que niños y niñas viven y padecen. Ya en su famoso estudio El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, Philippe Ariès, desde una óptica muy foucaultiana, advertía sobre cómo la creciente preocupación en torno a la infancia y la creación de instancias que cimentaran dicha preocupación han traído aparejadas también la pérdida de libertades y la restricción de la autonomía de los infantes a través de la vigilancia y el control.

La escuela, según la entienden y definen Narodowski y Brailovsky, encarna tradicionalmente una utopía. Su búsqueda es “la promesa de arribar, por medio de la escuela, a un mundo mejor” (23), con espacios definidos y jerarquías bien delimitadas a través de “una asimetría fundante que constituye un “lugar de docente” y un lugar —infantil o infantilizado— que se define en oposición y reciprocidad al primero” (22). Para velar por el respeto irrestricto a esta estructura, durante el siglo xix, el Estado se compromete a organizar, coordinar y fiscalizar las escuelas, además de asegurar el derecho a la educación de manera universal. En su trabajo sobre la estatización de la educación, Mariela A. Carassai da cuenta de este proceso describiendo cómo, desde inicios del siglo xix, las burguesías nacientes quieren detener la influencia de las órdenes religiosas en la formación de niños y jóvenes, delegando en los gobiernos la labor educacional. Así, “el Estado se posiciona como garante de aquella utopía que los educadores venían predicando pero que no habían podido conseguir” (50). Ya que los recursos para llevar a cabo esta empresa son públicos, al Estado le interesa resguardar que se haga de la manera considerada correcta. Lo que se busca es la “simultaneidad sistémica”, esto es, “la capacidad de reproducir efectos educativos homogéneos en un conjunto amplio y diverso de instituciones escolares comportándose en forma uniforme, todas al mismo tiempo, simultáneamente, del mismo modo” (52). Este esfuerzo uniformador vuelve la escolaridad obligatoria, saca a los niños marginales de las calles, y organiza a niños y niñas de modo casi militar dentro del espacio de enseñanza. Fundada en el supuesto de igualdad entre los seres humanos, la importancia de una enseñanza idéntica para todos da cuenta de las bases ideológicas de esta utopía, para la que cualquier desviación podía catalogarse como acto reaccionario o incluso oscurantista (52). Este vínculo entre escuela, utopía y Estado es especialmente relevante para el análisis de la cinta que me ocupa, en cuanto la escuela en la que indaga el documental es una creada en Cuba en el periodo posrevolucionario de consolidación de un Estado comunista6.

Pioneros: una utopía situada

El planeta de los niños se sitúa en una escuela. Pero no cualquier escuela. Una donde los niños y niñas juegan a ser grandes, pero a ser grandes no en cualquier sociedad, sino en una que se define a sí misma desde el ideario comunista. “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che”, repiten los integrantes de la escuela. Ya en esta frase se evidencian dos de las cuestiones que he querido enfatizar acerca de la niñez y su institucionalización. La primera tiene que ver con una concepción de niños y niñas que los formula en cuanto proyectos de otra cosa. Ser como el Che es el objetivo, el camino que los pioneros deben recorrer. El Che es el modelo, del adulto y del revolucionario, que presenta una guía para el desarrollo del human becoming.

La Escuela de Pioneros, una suerte de Kidzania7 marxista, extendida y financiada con recursos públicos, consta de 105 sedes —también denominadas “palacios”—, “regalo de Fidel Castro para los niños de Cuba”, según reza en los créditos finales del documental. Cada palacio tiene además una serie de círculos, casas o espacios destinados a los distintos oficios y ocupaciones: escuelas, hospitales, laboratorios, industrias. La Escuela de Pioneros es una verdadera sociedad en miniatura, cuya impronta marcó la infancia de miles de niños cubanos durante las décadas de los sesenta, setenta y ochenta, como da cuenta la exposición “Pioneros: Building Cuba’s Socialist Childhood”, creada por María Antonia Cabrera y Meyken Barreto, y que es parte de un proyecto mayor denominado Cuba Material8, en su intento por rescatar una memoria, y principalmente una cultura material de la infancia cubana de ese periodo. En una entrevista para el Diario de Cuba, Cabrera destaca la importancia que el régimen político cubano otorgó a la infancia “entendida como cantera del futuro ‘hombre nuevo’ socialista”, reforzando así este vínculo entre la utopía social y la infancia como promesa de cambio y transformación. En la misma entrevista, la curadora señala:

[La cultura material de la infancia durante esas décadas] está marcada por la politización del espacio doméstico y por la consiguiente intervención del Estado en la esfera privada, en tanto parte de un proceso masivo de socialización política del que no está exenta la niñez. Se trata de una cultura material que, al igual que la Campaña de Alfabetización o la Escuela “Ana Betancourt”, permitió la intromisión del Estado en la vida doméstica, que por este motivo perdió privacidad. En consecuencia, la familia perdió parte de su autoridad e influencia en la educación de las generaciones más jóvenes.

Según lo que Cabrera plantea, la institución principal —la familia— cede y da paso a la escuela como lugar de adoctrinamiento y domesticación cultural, social y política. El proyecto Cuba material entra en diálogo directo con la mirada de Sarmiento, revelando no tanto la cultura material —que es lo específico de la exhibición y el sitio web—, sino una dinámica de relaciones que funda y moldea el universo infantil.

Valeria Sarmiento propuso al gobierno cubano la realización del documental sobre las escuelas de pioneros y tuvo una excelente acogida. Se le brindaron todas las facilidades para filmar dentro de los recintos y entrevistar a niños y niñas. Sin embargo, como ella misma ha dejado claro en distintas instancias9, el resultado no fue para nada del gusto de las autoridades que le habían abierto las puertas con tan buena disposición, seguramente esperando un producto que alabara los esfuerzos del régimen por construir este “hombre nuevo” desde las etapas más tempranas. Sin embargo, en la representación que el filme hace de este espacio institucional, a pesar de situarse en gran parte dentro de lo que se conoce como “documental observacional” 10 y, por lo tanto, en un territorio aparentemente neutral, la crítica aflora incluso desde esa distancia del observador y se hace más evidente hacia el final de la obra.

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