Lleras Parra fue el director de la institución hasta su muerte, en 1945. Su labor rigurosa, perseverante e innovadora le permitió desarrollar un excelente producto biológico. También, dio respuesta a problemas sentidos como la pérdida de la viabilidad de la vacuna en los climas cálidos y durante los viajes largos; más aún, sus protocolos garantizaron un producto libre de gérmenes contaminantes. Asimismo, gracias a sus observaciones de laboratorio y su experiencia de campo, formuló hipótesis sobre la vacuna preparada por él en el Parque de Vacunación, afirmando que no se trataba de cowpox, sino de horsepox.
La lectura conjunta de los hallazgos de los historiadores de la medicina y los aportes recientes de los virólogos moleculares (grupo de José Esparza y colaboradores), permiten contar con una interesante aproximación al origen de los virus vacunales empleados durante el siglo XIX y principios del XX. En los diferentes países del mundo, con los progresos logrados durante el siglo XX en el estudio de los virus, se comenzaron a develar detalles desconocidos que señalaban el verdadero origen y evolución de la vacuna de Jenner. En 1939, Allan Downie reportó que el virus vaccinia era diferente al cowpox y al horsepox, este correspondía a un virus de laboratorio sin hospedero animal conocido (Esparza, Schrick, Damaso y Nitsche, 2017).
En cuanto a la vacuna producida en el Parque de Vacunación, esta estaba preparada con un virus similar al horsepox importado de Europa. Los resultados preliminares de los estudios genómicos del virus de la vacuna de Lleras Parra de la primera mitad del siglo XX (Delwart, Dámaso y Esparza, comunicación personal, 2019), lo ubican dentro del grupo suramericano cercano al horsepox, bastante similar a la vacuna estadounidense Mulford de 1902 (Schrick et al., 2017). Así, después de un siglo, se reconoce como cierta la hipótesis del profesor Lleras Parra: en Colombia no se practicó la vacunación, en realidad fue equinación.
Con el presente escrito, se rinde un homenaje a la memoria del doctor Jorge Antonio Lleras Parra (1874-1945), médico veterinario egresado de la primera escuela veterinaria del país fundada por el francés Claude Véricel. Estos apuntes sobre la viruela en Colombia, la Escuela Veterinaria, el Parque de Vacunación y la importante y fecunda labor de su director, constituyeron para los autores una grata experiencia en el estudio de la labor de un excepcional científico colombiano de fines del siglo XIX, bien informado de los avances internacionales, y en una posición de nutrirse del tesoro global del conocimiento para adoptarlo y adaptarlo a las necesidades prácticas de su país, generando iniciativas que se deben dar a conocer a las nuevas generaciones profesionales que liderarán la salud pública en el presente siglo.

La viruela en la Nueva Granada
SI EN EL VIEJO CONTINENTE la viruela fue funesta, en el Nuevo Mundo fue devastadora. El virus exótico —que llegó para quedarse en forma endemoepidémica— causó una altísima mortalidad entre los aborígenes, ya que su sistema inmunológico era incapaz de resistir el ataque de un agente completamente desconocido. Desde 1518, año en el que la viruela se introdujo en el continente americano, se propagó por el Caribe, entró a México, pasó a Centroamérica y, siete años después, arribó al virreinato del Perú (Esparza, 2000 y Sotomayor Tribín, 2019).
A partir de 1558, en la Nueva Granada se presentaron epidemias periódicas cada veinte años, algunas con duración de tres años. La epidemia ocurrida entre los años 1558 a 1591 fue una de las peores, pues abarcó prácticamente a toda la región andina, desde Colombia hasta Argentina, y causó una gran mortalidad de indígenas y españoles. Tanto las autoridades como la población en general estaban inermes, ya que enfrentar la viruela y las otras enfermedades parecía una labor imposible, en las que las rogativas para implorar el favor de la divina providencia junto con el cordón sanitario y el degredo parecían los únicos medios disponibles para mitigar el avance de la enfermedad (Ibáñez, 1939).
Las rutas de contagio, descritas por varios autores (Ramírez Martin, 2003; Silva, 2007), se establecieron por diversos sitios: a lo largo del río Magdalena como los lugares de difusión de las pestes siguiendo para Cartagena, Santa Marta o Riohacha; o por los asentamientos urbanos de Monpox y Honda para llegar a Santafé; otra ruta desde Popayán llegaba a Santafé por las ciudades de Cali, Buga e Ibagué; y una tercera desde Cúcuta a Santafé por las poblaciones de Ocaña y Tunja. Según Silva (2007), se creía que las epidemias de viruela provenían de los puertos (llegadas con las mercancías, los viajeros y, sobre todo, con los esclavos provenientes del Caribe o África), y seguían el paso de comerciantes, mercaderes y tratantes por los caminos que llegaban al centro del territorio. También, se hacían distinciones, había pestes chapetonas (llegadas con los barcos españoles e ingleses) y pestes formales (las de origen local).
Para contener el avance de la enfermedad, se practicaban el cordón sanitario y el degredo. El primero es una técnica empleada durante el siglo XVII, en el que las ciudades, villas y pueblos cerraban sus caminos ante los rumores o anuncios de la epidemia. Por ejemplo, en 1620, la ciudad de Pamplona aplicó esta restricción: un encierro hacia adentro y un cordón de protección hacia afuera (Silva, 2007). En cuanto al degredo, fue la medida sanitaria más empleada durante los siglos XVII y XVIII para contener el avance de la enfermedad. Se realizaba en lugares despoblados atravesados por vientos continuos, a una distancia de diez leguas (aproximadamente cincuenta kilómetros) de la ciudad. De esta manera, se controlaba la entrada de ropas, mercancías o personas procedentes de Cartagena, Monpox, Popayán y Cúcuta. En estos lugares, los enseres se exponían al sol y al aire para hacer uso de su poder curativo y purificador; su duración dependía del funcionario encargado (Silva, 2007).
Ante la inminencia de las epidemias y el temor al contagio, las autoridades eclesiásticas llamaban a la oración, y fue la Virgen María, en sus diferentes advocaciones, a quien con más clamor acudían. De eso dan cuenta las múltiples movilizaciones de varias de sus imágenes por el territorio nacional y anécdotas como la acontecida en la población de La Palma (Cundinamarca). A comienzos del siglo XVI, cuando la viruela apareció en este municipio, los feligreses se dirigieron a la iglesia para implorarle a la Virgen de la Asunción el cese de la epidemia. Después de ser sacada en procesión por las calles del pueblo, el rostro de la estatua —traída de España— estaba cubierto de manchas negras, lo que produjo el incremento de las rogativas que, de acuerdo con los pobladores, comenzaron a hacer efecto, pues comenzaron a sanar (Bustos, 1998).
En cuanto al desplazamiento de las imágenes, durante 1587, la Virgen de Chiquinquirá fue trasladada en una multitudinaria romería hacia los pueblos de la Sabana, y permaneció varios días en la catedral de Santafé. En 1633 salió de nuevo del santuario de Chiquinquirá hacia Tunja y luego a Santafé donde continuó hasta 1655. Durante 1841 fue trasladada a la capital, donde permaneció en la catedral desde el 9 de mayo hasta el 9 de agosto. La Virgen de las Nieves, peregrinó por las iglesias de la ciudad durante la epidemia de comienzos de 1783; el arzobispo virrey Caballero y Góngora celebró la misa en las diferentes parroquias y dirigió la novena nocturna (Sotomayor Tribín, 2019).
En el ámbito rural, al lado del corregidor, actuaba también el cura, quien, en ocasiones, adquiría la doble condición de encargado de la salud y de la salvación de las almas, ya que actuaba como un médico rural promoviendo medidas como el cambio de dietas, el empleo de grasas y aceites, y suministrando ropas y cobijas (Silva, 2007). Incluso, los sacerdotes incursionaron en procedimientos novedosos y efectivos como la inoculación, que se practicó en forma temprana en el territorio de la Nueva Granada.
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