De niña, odiaba el anochecer y los rituales inminentes de la hora de irse a la cama: lavarse los dientes, colocarse el pijama, apagar las luces. Una sensación de terror me perseguía a medida que el día se acercaba a su final.
–Aquí tienes –Ji-Yeon colocó un pequeño plato junto a mi mesa de luz. Dos pastillas para dormir y un Ativan. Las pastillas eran las estándar, las que todos tomaban. Pero el Ativan… Eso era top-secret . Las enfermedades mentales seguían siendo tabú en Corea del Sur y, si alguien descubría que yo estaba tomando medicación para manejar la ansiedad, bueno, entonces…
La princesa adicta del K-pop
La prensa coreana me comería viva. El resto de Asia seguiría sus pasos. Y luego mi carrera colapsaría, como una estrella que cedía finalmente ante la gravedad.
Al tomarlas, mis largas uñas rasparon el plato. Las coloqué sobre la palma de la mano, y las tragué con un poco de agua.
Después de armar mi cena, que consistía en un mix de verdes con un aderezo liviano de aceite de oliva y una guarnición de almendras, Ji-Yeon se dirigió a su habitación y me dejó sola. Aunque codiciaba mi privacidad, también tenía problemas para conciliar el sueño estando sola. La compañía de Ji-Yeon era reconfortante y era una de las pocas cartas de diva que solía utilizar.
Pero esta noche me inquietaba mi inminente debut norteamericano. Necesitaba un poco más de ayuda que la de siempre.
Hice a un lado mi ensalada y llamé a mi madre por FaceTime. Era muy temprano para ellos, pero no se quejaron. Mis padres siempre se hacían un tiempo para mis llamadas, porque no eran muchas mientras estaba de gira y pasaba mucho tiempo entre una y otra.
El teléfono sonó tres veces y mi madre atendió. La pantalla quedo oscura y borrosa durante unos segundos antes de que se ajustara a su rostro, los ojos separados de la nariz, los mechones de cabello ondulado enmarcándole el rostro suave.
Me estudió a través de la pantalla.
–¿Sucede algo? –ese era el típico saludo de mi madre.
–Hola, Umma. No, todo está bien. Solo llamaba –dije con la voz ahogada. Habían pasado tres semanas desde la última vez que habíamos hablado. Ver y oír la voz de mi madre me quitó de inmediato la seguridad de estrella del pop. Era yo misma otra vez.
El rostro de mi padre también apareció en la pantalla, y ella quedó hecha a un lado. Él se colocó las gafas para verme mejor; su cabello se veía desaliñado.
–¡Ah! ¿Qué haces aún despierta? –mi padre siempre se veía como un profesor loco en una escuela de hechiceros.
–Son apenas las diez –dije, riendo, observando a mis padres disputarse el espacio en la pantalla–. ¿Te desperté?
Mi mamá hizo un gesto con la mano, como pidiéndome que no exagere.
–A mí no. Yo me despierto más temprano que tu padre ahora.
–¿Ah, sí? ¿En qué mundo? –dijo mi padre, mezclando algo de coreano y de inglés, como siempre hacía–. Tal vez esta semana, porque…
–Está mirando esa cosa llamada Juego de tronos –interrumpió mi madre–. No sé cómo puede ver eso antes de irse a dormir. Es horrible –dijo encogiéndose de hombros.
–¿De verdad estás viendo eso? –le pregunté sorprendida–. Padre, eso es muy violento. Además, ¿llegas a entender el argumento?
Mi madre lanzó una risotada y mi padre se levantó las gafas, nervioso.
–Bueno, bueno, está bien, parece que tu padre ahora es un babo .
La palabra coreana para “tonto” jamás fallaba, siempre me hacía reír.
–No, eso no es cierto –protesté–. Tiene demasiados personajes y es un mundo de fantasía complicado –dejé de hablar cuando una explosión de color blanco y ojos negros cubrió la pantalla de repente. Era Fern, la perra pomerania de mis padres. Todo fue caos durante unos segundos mientras mi madre intentaba sujetarla en brazos para tomar una selfie . Su nariz contra la cámara me hizo reír; y luego oí una voz que se quejaba en el fondo.
–Dios mío, ¿por qué tienen que hacer tanto ruido tan temprano?
Ah, el tono inconfundible de una irritada niñita de quince años.
–Tu hermana está al teléfono, ¡di hola! –dijo mi padre mientras movía el teléfono para que yo llegara a ver el rostro de mi hermana. Era como el mío, pero no. Sus mejillas eran más regordetas, la boca era más grande, los ojos eran más grandes.
–Hola, Vivian –le dije.
–Hola –saludó en voz baja–. Odio FaceTime.
–¿Qué anduviste haciendo hoy? –le pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
–Nada –Vivian no solía mirarme a los ojos demasiado, pero llegué a ver cómo su mirada se detenía en mi rostro unos instantes–. ¿Te hiciste microblading ?
Pasé mi dedo índice por mis cejas naturales.
–No.
–Se ven extrañas.
Nada como una hermana menor para bajarte el ánimo.
Mis padres intercedieron, hablando de sus planes para el fin de semana. La normalidad de todo el asunto se sentía muy bien. Al fin una conversación fuera de mi trabajo, mis horarios, mis fans.
Cuando bostecé, mi madre frunció el ceño.
–Deberías ir a la cama ahora mismo. Has tenido una larga gira, y ahora debes prepararte para The Later Tonight Show , ¿no es así?
Asentí con la cabeza.
–Sí. El lunes. Irán a verme, ¿verdad? –estarían esperándome en el camarín luego de la grabación.
–¡Por supuesto! –dijo mi padre–. Nos aseguraremos de que comas bien para que luego tengas mucha energía.
Las expresiones de preocupación en sus rostros me destrozaron el corazón una vez más. Traté de mostrarles mi mejor sonrisa.
–No se preocupen. He comido muy bien en esta gira. Muchos dumplings y noodles y esas cosas.
Los dos asintieron con la cabeza, encantados de oír mi comentario. Pero les estaba mintiendo, claro. Una de las tantas mentiras que debía decir para dejar a mis padres tranquilos. Si sabían lo poco que había estado comiendo y durmiendo… Bueno, no podría estar haciendo esto. Sabía de los sacrificios que mi familia estaba haciendo para traerme hasta aquí. Lo mínimo que podía hacer era hacer que no se preocuparan por mí.
Cortamos la comunicación y sentí que mi ánimo se desplomaba todavía más. ¿O acaso serían las píldoras para dormir? Sentía las extremidades pesadas, pero mi mente no paraba de funcionar. Me metí en la cama sin siquiera lavarme el rostro ni los dientes. El cubrecama blanco prácticamente me devoró; las sábanas lujosas se apoyaron sobre mi pijama, frescas y acogedoras. Estaba bien abrigada, un hábito que había adoptado viviendo en Corea.
La primera noche en el campamento de entrenamiento, me había ido a dormir con un top y mis interiores, y las otras niñas se burlaron de mí incluso terminado el verano. Vamos, niñas, ¡es solo ropa interior! O, como yo las llamaba, ppanseuh , la palabra que usaban mis padres para las prendas íntimas. Una cosa más que me dejaba en ridículo. Aparentemente, esa era una palabra japonesa muy antigua que solo las abuelas utilizaban. Los niños bien decían “panties”, como en inglés. Pero a mí esa palabra me ponía nerviosa. Y nadie dormía solo en “panties”.
Saben, mis botas me molestaban todo el tiempo últimamente. Era como si alguien gritara: “¡No dejen que Lucky use zapatos sin tacón, Dios no lo permita! ¡Mide un metro setenta! ¡ESO… SIGNIFICA… MUY… ALTA!”.
Cuando pensé en mayúsculas, las pastillas ya estaban surtiendo efecto. Di vueltas en la cama, golpeé la almohada unas cuantas veces. No sé si era el hambre que tenía o qué, pero no podía dormirme. Tenía que levantarme temprano para practicar. No podía hacer un papelón en The Later Tonight Show . No, señor.
Mmm… Hamburguesas.
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