–Eh… ¿hola?
No movió un solo pelo. La visera de la gorra le escondía el rostro.
–Disculpe –hice una pausa–. ¿Señorita? –bueno, esa era la primera vez que había llamado así a alguien.
Nuevamente no hubo ningún movimiento ni nada que me dijera que ella sabía que yo estaba allí. Me incliné hacia adelante y con un dedo sobre su hombro la llamé. Nada. La sacudí apenas un poco más fuerte. Movió la cabeza, pero eso fue todo.
–Ya –dije levantando la voz, esperando que mi informal saludo coreano la despertara. Fue un poco descortés, pero una medida desesperada. Vi que retorcía los labios. Algo estaba comenzando a registrar. Y luego murmuró otra vez su “Baegopa”. Seguía con hambre.
Era muy malo hablando coreano, así que cambié al inglés.
–Si te levantas, podrás comer.
Mis ojos se clavaron en sus labios, que eran muy bonitos sin lugar a dudas. Se veían muy rosados, como si se los hubiese maquillado más temprano. El labio superior era más mullido que el inferior.
Ey, deja de mirarle la boca a una muchacha borracha.
Me senté en el asiento junto a ella, esperando encontrar su teléfono en algún lado y poder llamar a alguien para que viniera a buscarla. Busqué con la mirada en los bolsillos de su abrigo. Y justo en ese instante, ella cambió de posición y apoyó su cabeza sobre mi hombro.
La caída fue lenta. Exuberante casi. Su chaqueta rozó la mía y su hombro dio contra mi brazo. Su cabeza aterrizó justo en mi hombro y ella suspiró. Su cabello largo sobre mi brazo; los mechones sedosos y oscuros tocaron mis nudillos.
Guau.
Salte de esta, Jack. Con mucho cuidado, le corrí la cabeza y estaba a punto de empujarla para el lado de la ventanilla cuando se despertó.
–Hola –sus ojos soñolientos se encontraron con los míos.
Era la primera vez que podía verle bien el rostro y debí aclararme la garganta ante la electricidad que emanaba.
–Hola… Hola, ¿cómo estás? Te habías quedado dormida y estaba intentando despertarte.
Pestañeó y miró a su alrededor.
–¿Dónde estoy?
–El autobús… Eh… ¿Hong Kong? –no tenía idea de cuán perdida estaba.
Sus ojos registraron los asientos, las ventanillas, la ciudad, y luego a mí.
–Ah… Ahh … Oh, oh –dijo, y luego se echó a reír–. Santa María, ¡estoy en problemas! –su expresión me resultó tan anticuada y extraña que me desconcertó. ¿Era norteamericana acaso?
–¿Necesitas ayuda para llegar a algún lugar? –le pregunté, con mucho cuidado de no cruzar la línea de lo amable y pasar a sonar demasiado entusiasta.
Negó con la cabeza.
–No, estoy bien. ¡Estoy OK! –Con una mano, hizo el símbolo de OK y se encerró el ojo con él. Algo sobre ese movimiento me resultó familiar. Luego se rio otra vez y yo volví a sentirme obligado a asegurarme de que estuviese a salvo.
–¿Estás segura?
–Estoy segura de estar segura –dijo con un hipo. Ah, niña… Un hipo. Parecía uno de esos ratones de dibujitos animados que ha bebido demasiado. El autobús se detuvo y ella se levantó tan rápido que yo me caí de trasero al suelo–. ¡Esta es mi parada! –exclamó, levantando el dedo índice en el aire.
Se apresuró a llegar a la puerta en esas ridículas pantuflas de hotel y yo la seguí.
La sostuve del brazo antes de que descendiera por las diminutas escaleras.
–Te ayudaré de todos modos. Estas escaleras son muy empinadas.
–No hay problema –dijo encogiéndose de hombros. Noté que, al hablar, sonaba como una especie de vaquero; estiraba las vocales. Eso me provocó una sonrisa. ¿Se estaría burlando de mí?
Apenas logramos descender las escaleras y el conductor ni siquiera nos vio cuando caímos a la calle. Miré a mi alrededor. Aterrizamos en el medio de la zona de bares, justamente donde había planeado encontrarme con Charlie.
Los ojos de la muchacha se volvieron enormes apenas logró asimilar dónde estábamos. Había personas y carteles de luces brillantes por todos lados. Esta zona estaba ubicada en una colina, por lo que las calles eran bien empinadas de un lado y del otro, y había decenas de bares y cafés para elegir.
–Creo que encontraré una buena hamburguesa por aquí.
–¿Una hamburguesa? –le pregunté. Se la veía alerta. El sueño en el que había estado sumida ya era cosa del pasado.
– Euh –respondió en coreano, asintiendo con la cabeza–. Tengo hambre.
–Lo entendí –le dije con una sonrisa–. Bueno, no sé dónde podrías conseguir una por aquí.
–¿A dónde estás yendo tú? –de repente, toda su atención se posó en mí. Sentí una ráfaga de calor recorriéndome por dentro. Era como tener un rayo de sol eterno dándome de frente… Agradable, pero un poco demasiado intenso.
Hice una pausa e incliné la cabeza a un lado para poder mirarla bien. Hacía un instante, parecía borracha y fuera de sí; y ahora se la veía raramente sobria.
–¿Por qué? ¿Quieres venir? –ese tono de coqueteo fue casi instintivo y me arrepentí un segundo después.
Ella inclinó la cabeza hacia el mismo lado que yo había inclinado la mía. Precisamente, como un paso de baile. Me apuntó con su delicado dedo.
–Sí. Llévame contigo.
El muchacho guapo se veía sorprendido.
Fue agradable sorprenderlo con la guardia tan baja. Tener un momento de descaro. Ahora que estaba afuera, en las calles transitadas en la noche de Hong Kong, rodeada de gente joven que solo buscaba diversión… Bueno, yo quería lo mismo.
No podía siquiera recordar la última vez que había ido a algún lado sin Ren, sin supervisión. No solo jamás me había escapado de esta manera, sino que jamás había sentido el deseo de hacerlo.
Pero lo hice . Esta noche resultaba algo más que ir por una hamburguesa. Existía la posibilidad de que me fuera imposible pasar desapercibida tras mi presentación en Estados Unidos. El poco anonimato que me quedaba pronto se volvería aún más ínfimo.
Levanté la vista, observé los edificios y las luces y sentí que una brisa fresca me rozaba las mejillas. Cerré los ojos por un instante. Sí. Quería aunque fuera un poquito de aquella libertad que todos los demás tenían. No sería codiciosa, promesa. Una pizca de esa libertad sería más que suficiente.
El chico no pareció reconocer quién era yo, lo que era purrrrfecto . Iba a poder salir con un muchacho como cualquier otra chica haría. Esa simple idea me llenó de energía, a pesar del efecto soñoliento de las pastillas que ya me había tomado.
Además, había algo sobre este chico. Algo más allá de su nivel de belleza, que ya era de otro mundo. Aunque había estado profundamente dormida la mayor parte del trayecto en el autobús, aún podía recordar la comodidad inexplicable que sentí cuando abrí los ojos y vi su rostro preocupado observándome. La proximidad entre extraños solía hacerme retroceder, colocar una barrera. Pero la calidez en sus ojos me había tranquilizado. Detrás de ellos, había preocupación y no curiosidad.
No tenía por qué ayudarme. Sostuvo mi brazo para que no me cayera de boca en esas escaleras. Y no tenía que sonreír ante cada cosa que yo decía, como si le resultase infinitamente divertida.
Claro, seguramente creía que estaba borracha.
–¿Cuántos años tienes?
Su pregunta salió de la nada. Lo miré.
–Tengo veintiuno.
Él se rio, una risa rápida y afilada.
–Claro, sí… Y yo… Yo soy el fantasma de Steve Jobs.
Sarcasmo. Sonreí, complacida, resistiendo golpearnos en la nariz.
–Un gusto en conocerte, fantasma de Steve Jobs. Eres mucho más coreano en la vida real.
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