No existe abstracción en el asunto. El testimonio de lo vivido en estos tiempos es fundamental. Crónicas y narraciones manan por todas partes como registros lúcidos de la experiencia vivida, del tiempo experimentado de la violencia y el conflicto armado. Crónicas y narraciones que dejan ver la situación cotidiana, capilar, “micro”, si se quiere existencial de lo que a veces, en una imagen detenida, aparece en cifras, recapitulaciones históricas, itinerarios cronológicos del pasado. Se trata de voces heterogéneas, expresando acontecimientos de sentido múltiple, que florecen en la escena pública hablando de cómo fueron las cosas con el detalle de quien habla de sus mañanas, de sus tardes, de sus días, de sus pensamientos, de sus emociones, percepciones, impresiones, ideas, etc. (cfr. Castro Caycedo, 2013; Molano, 1999, 2000, 2001, 2011).
Tan solo con una pequeña aproximación es suficiente para percatarse del modo en que las narraciones y las crónicas refieren el oprobio, la ignominia, la bajeza, la infamia, el desprecio y la degradación. Allí están las voces de mujeres, niños, adultos, ancianos, indígenas, todas personas cotidianas (llamadas técnicamente “población civil”), cuyo destino se vincula al remate de bandos, al enfrentamiento de actores armados con supuestas motivaciones legítimas, con pretendidas razones políticas y hasta con apasionadas reivindicaciones de justicia social, redistribución, equidad y demás. Todo en un tinglado de causas, factores, actores, motivos, inspiraciones y doctrinas, cuyo resultado tal vez solo sea la historia de la negación, la violencia, la muerte —lo que, en general, aquí vamos a llamar terror y dolor. Las voces de los sobrevivientes, las narraciones de sus vidas y de las de quienes ya no están aquí, son las voces que dejan ver, que ponen de relieve la experiencia de quienes no tuvieron a dónde ir, de quienes huyeron de la noche a la mañana, de líderes desterradas, de mujeres sin familia y de familias sin mujeres, de humanos a quienes la muerte no descuidó (cfr. Castro Caycedo, 2013, pp. 101-129).
Ahora bien, lo cierto, tan cierto como una certeza incontestable, es que una brisa atraviesa la penumbra cuando otra vez una mañana se encarga de hacernos saber que la vida aún sucede (cfr. Sloterdijk, 2008, p. 315). Ocurrido el terror, hecho realidad sobre mí y sobre quienes más quiero, existen dos posibilidades: la reacción de la venganza y el resentimiento, continuadores de los males acontecidos, o la actividad inmoderada, superior a lo ocurrido, valiente y luchadora de ocuparse de las condiciones de la vida, de aquello que la celebra, la mantiene, la hace durar, la expone a sus máximos de posibilidad, la hace intensa.
Siempre es mejor pensar que cualquier actividad luchadora, contestataria, rebelde, hecha para la denuncia, beligerante, lo es en efecto porque es producto de la afirmación. El rechazo frontal al mal que nos hacemos es pálido si no está impregnado de vida y pasión por la vida. Resistirse, negarse a obedecer, luchar por lo propio, defenderse, sentar reclamaciones, etc., son gestos nacidos al hilo de la reyerta o la contienda, gestos de un “No” pronunciado frente a aquellos que sirven a los fines de lo peor, del miedo, de lo bajo, de lo que arrastra hacia la nada. Legítimo y justificado “No” que, a pesar de todo, debe ser comprendido más allá de la idea de que negar, luchar, resistirse, etc., son actividades que sacan su fuerza de la oposición, de la contradicción. Resistirse, negarse a obedecer, luchar por lo propio, defenderse, sentar reclamaciones, etc., deben ser comprendidas como actividades de afirmación de las que, por ser precisamente actividades, germina toda potencia guerrera. A las fuerzas del terror y el dolor hay que contestar con fuerzas de afirmación luchadoras, que al mismo tiempo representen alegría, vida, placer, y esta vía es una interesante opción respecto de la preocupación de redimir las culpas en algún más allá metafísico y de encarar las responsabilidades en el más acá jurídico. La afirmación de la vida es relativa a la idea de buscar la vida deseada por sí misma, experimentada en sí misma y por encima de aquello que la niega, subordina, opaca.
¿Tiene sentido la defensa de la vida y de la alegría en la lucha o la resistencia si antes hemos de confesar el terror y el dolor de nuestra historia? ¿Tiene sentido la defensa de la vida y de la alegría en la lucha o la resistencia si antes debemos admitir tanta irreflexión, tanto personaje grotesco, tanta connivencia agresora, tanta acción deplorable (cfr. GMH, 2013, pp. 249-255)? ¿No sería la empresa de afirmar la vida un asunto demasiado tonto, rayano en la ingenuidad, en el fondo idealista y quizá irremediablemente romántico y, a la larga, estúpido?
No sabemos si señalar la ingenuidad de nuestro compromiso sea realmente una queja genuina en la medida en que no creemos que tenga mucho sentido sentirse a favor de lo contrario, esto es, del realismo cínico que acepta lo que es como es y se traduce en mera resignación. A riesgo de pasar como el más ultraconservador, no se puede mirar impasible la estructura del mundo y su dolor. Es mejor abogar por el concepto de afirmación que sentirse nihilista, desencantado, cínico, descreído, fatalista y decadente sin remedio y muy snob. De hecho, se comprende mejor la cuestión si se piensa en la afirmación como objeto de esfuerzo en el genio de la creación, en el poder de cambiar o de transformación (“Devenir” y “Libertad”, hemos dicho). Es tan sencillo como suponer que cualquier cosa puede llegar a ser el caso de afirmación con tan solo encontrar “los medios particulares mediante los cuales es afirmada, mediante los cuales deja de ser negativa” (Deleuze, 2012, p. 29). Pensamos que así subsiste la vida sin angustia, hastío, nostalgia impotente ante las pérdidas, sin necesidad de sublimación, compensación, resignación o perdón. La afirmación de la vida designa, de suyo, la alegría. Pero no es una receta espiritual muy New Age. No es tema de autoayuda. No trata de cuestiones de desarrollo personal. No es cosa de metafísica frívola y fútil. La afirmación de la vida no es una fórmula de superación y crecimiento interior —fenómeno cultural presente por todas partes en el escenario del ascetismo mundano de estos tiempos (cfr. Sloterdijk, 2012). Tampoco representa la solución moral para el dolor, el miedo, la angustia. Más bien, el concepto de afirmación conduce al problema ético general de cómo apreciar, valorar, pesar lo que ocurre, lo que ha ocurrido y el sentido que tiene para la existencia lo que ocurre y lo que ha ocurrido.
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