Estos son los rasgos generales de nuestro argumento. Digamos que es mejor suponer que somos advenedizos, que somos existencias en tránsito y no monolíticas cristalizaciones del pasado. Digamos que pensar en el devenir es mejor en cuanto implica estados en los que uno puede hacerse irreconocible. Para cualquiera que esté vivo en realidad, el sentido de la existencia yace en el traslado a formas de ser que promueven hondas movilidades. ¿Cuántas maneras existen para ausentarse de todo lo que es el caso? ¿Cuán lejos llegan las personas en la preocupación por desmontar la herencia de los tiempos anteriores? Está claro que llegar al mundo es ingresar en el terreno de la experiencia y de la causalidad histórica. Ingreso cuya lección puede verse reducida al aprendizaje clave de la mera supervivencia: la contención y la resignación son muchas veces notables opciones para hacer más o menos llevadera la vida cuando atrás no han habido más que terror y dolor. Frente a factores de dominio y cerco, parece que es muy útil aprender a aceptar. Miedo, miserabilismo, desdicha son las divisas en las que se queda cualquiera que haya vivido cosas horribles. Es el signo nihilismo: las ebrias confesiones tristes y el apropiarse de asuntos pasados llenos de crudeza solo hacen más solitarias y amargas a las personas.1
¿Qué hacer frente a esto? Pues tener cuidado, ya que la memoria enquistada en lo infame conduce al riesgo de la melancolía y la repetición (cfr. Freud, 1976a y 1976b). Pero, ¿cuál sería la oferta? ¿Qué respuesta dar a aquellos en cuya memoria se resguarda el recuerdo del terror y el dolor? Es preciso encontrar frente a semejante dilema opciones que no sean los secretos reprimidos y patógenos de la memoria y, todavía menos, la tendencia interna a la idea que toda experiencia traumática nos enfrenta al reverso de la vida, esto es, al instinto de muerte —instinto donde no se encuentra más que la venganza, las ganas de producir zozobra si fue que se la recibió primero o después, el deseo de hacer pagar los daños, el anhelo de no vivir, etc.2
Este es un ensayo acerca de la voluntad de afirmación de la vida sobre todo aquello que la niega. Sabemos que hay razones para enfatizar en el archivo real de los dolores. Los impactos y los daños causados en el pasado dejan huellas. Huellas que hay que realzar por medio de la voz de quienes han padecido injurias, sufrimientos, terror (cfr. Grupo de Memoria Histórica [GMH], 2013, pp. 328-387). Pero pensamos que no se debe recrear el pasado sin la posibilidad de encontrar otras metas. En realidad, la columna vertebral de vivir yace exactamente en la constante capacidad de afirmación de los sujetos. Afirmación que no sería otra cosa que una especie de vestigio de libertad que surge a contrapelo de la fatalidad y la resignación. Quisiéramos pensar que el nombre adecuado de esto podría ser el de “Devenir” o acaso “Alegría” y “Jovialidad”. Si la melancolía y la compulsión a la repetición son el resultado de la memoria que lo recuerda todo muy bien, diríamos que la alegría y la jovialidad son su efecto ético a contrapelo (acerca de la incapacidad de olvidar, cfr. Deleuze, 2012, pp. 163-164).
Ver la situación de vivir con alegría implica una investigación sobre el sujeto que desea, no lo que le es preciso, sino lo que conduce al gozo, al agrado, a la duración, a la intensidad. El enriquecimiento y la ampliación de las propias posibilidades de acción se constatan en el justo momento en que se desarrolla la disposición a no encontrarse en un sitio fijo e insano. Es siempre una grata experiencia la de no encontrarse en el mismo lugar cultivando la habilidad de conectar con aquello que sirve a la prolongación de la propia potencia y a la duración del goce y el deseo. La melancolía ininterrumpida se contrarresta con el gusto de cambiarse por la alegría de buscarse nuevas perspectivas. La ilustración de ese punto de vista la encontramos privilegiada en aquellos guiados por ánimos vitales. O sea, en aquellos para quienes tiene sentido decir:
El mundo de donde soy y mi propia manera de existir no me satisfacen en nada. No me gusta identificarme conmigo. Mi hechura por primera, lo que soy después de nacer al hacerme individuo en la historia y sociabilidad, no puede ser lo único que tenga cabida en mí. El pasado no me representa completamente. Es la aspiración de largarme de mi cuerpo, de mis cosas, de mi casa, de mi rostro fijo, de mi historia y mi memoria lo que me impulsa.
¿Cuáles son las posibilidades de existir alegremente? ¿Qué programas y movimientos hablan de búsquedas joviales? Digamos que acerca de las preguntas tiene sentido plantear la siguiente hipótesis de trabajo: habría existencias, posibilidades, maneras de ser, de sentir y de pensar que presentan esquemas de trabajo, prácticas y dinámicas capaces de negar abiertamente la normalidad de la vida diaria, las herencias de generaciones anteriores, el archivo de los conflictos y las violencias pasadas, los horrores del desconocimiento y el espanto. Puede suponerse, pues, que existen dramas e historias que hablan de luchas formidables por encontrar el elemento activo de la vida. Elemento que sería propio de la alegría y la jovialidad, personal o colectiva, cuyos rasgos sirven para pensar el motivo constante de cualquiera que quiera algo más que regodearse en el pasado.
Hagamos un resumen. Sin querer pasar de ridículos, y sin que necesariamente deba entendérsenos como afectados de cursilería sentimental, quisiéramos decir que una réplica de la melancolía, con tintes de jovialidad, tiene que ver con el gesto de afirmar la vida y de preservar las posibilidades instaladas en el presente. Se consigue mucho así. Alguien que recuerda, aún ante la muerte, las satisfacciones de la amistad, de la complicidad amorosa con los demás, de los proyectos a emprender, de los regalos que ofrece el contacto sano con los demás, de los provechos de la resistencia y el activismo, de las insospechadas luchas por perseverar en la propia capacidad, etc., sabrá, en última instancia, que puede soportar todo tranquilamente. Quizá sea la mejor manera de ensalzar el hecho de que existen cosas más fuertes que la muerte.3 Esto es tan definitivo que conlleva la siguiente idea: las cosas que pasan, las situaciones de la realidad acontecida, los hechos en general se instalan tan profundamente en nosotros que se puede estar persuadido por momentos de que todo lo que se vive no es más que obligaciones y eventos por mucho pesados. Es natural el pesimismo que se deriva de esa confirmación. Cuando algo terrible ocurre, cuando la violencia acecha, cuando se pone en riesgo lo más querido, ¿cómo no pensar negativamente?, ¿cómo no tener la sensación de que todo es terrible, inhumano, doloroso, decididamente insoportable, violento, etc.? De todos modos, a pesar de que el pesimismo se funda en constataciones reales y muchas veces dolorosas, vale la sospecha de que existen intentos de invertir la realidad y de lidiar con sus condenas. Intentos que deben ser pensados en reconocimiento de las alegrías extravagantes, los devenires y las fugas, cuya naturaleza expresa escenarios importantes de lucha jovial y libertad.4
§ 1. No +
Donde la vida vulnerada nos deja suspendidos ante el terror y el dolor, debemos recoger toda afirmación de la vida misma. Lo cual bien pudiera representar una empresa cuando menos irrisoria. Y, sin embargo, ¿qué otra alternativa habría? Afirmar que la vida es una idea difícil de defender a la luz de los acontecimientos que aquí importan. Sabemos de personas envenenadas por el odio, hundidas hasta el cuello por la desesperación y la angustia sembrada por años de violencia, maltrato, violación, desaparición, tortura, muerte. Sabemos de personas víctimas de actos desgraciados para quienes el pánico y el espanto son noticia de primera mano. Aquí ha habido muertos, desterrados, desaparecidos, masacrados. Nuestra historia está atiborrada de capítulos de sangre, quebrantamiento, asesinatos, sevicia, despojos, extorsiones, etc., que configuran modalidades y repertorios de violencia cuyas dimensiones son, en varios sentidos, difíciles de medir (cfr. GMH, 2013, pp. 31-34).
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