Luis Carlos Villamil Jiménez - Colombia y la Medicina Veterinaria contada por sus protagonistas

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Colombia y la Medicina Veterinaria contada por sus protagonistas: краткое содержание, описание и аннотация

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Hablar de medicina veterinaria en Colombia requiere un conocimiento sobre los aspectos que marcaron el ambiente político y social desde la Colonia hasta nuestros días, y este libro introduce al lector en los hechos, las tendencias, los logros y las dificultades de los pioneros y de los actores que hicieron posible el inicio de la veterinaria durante el siglo XIX, así como de los responsables de los complejos escenarios del siglo XX, quienes afrontaron la formulación de políticas, la gestión institucional en los ámbitos nacional e internacional y gestaron el desarrollo de la academia y la investigación.Lo mejor de este libro es que, empleando un estilo ameno y sencillo, nos contextualiza, a través de sus capítulos, y presenta a Colombia en el centro de los sucesos. Además, ofrece la posibilidad de disfrutar episodios inéditos que le imprimen originalidad cuando muestran el devenir de la escuela veterinaria a través del testimonio y la vida de los protagonistas. En últimas, la obra es una lectura imprescindible para las futuras generaciones de médicos veterinarios comprometidos con su profesión y con los nuevos enfoques que respondan a las expectativas y demandas de la sociedad.

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En la opinión de Becerra y Restrepo (1993), el observatorio durante la vida independiente fue subvalorado (1813-1846):

[…] abandonado, utilizado como un simple local; se utilizó como heladería, tienda de sorbetes, taller de fotografía, fortaleza y punto de ataque en la guerra de 1860. Fue también prisión de Estado, donde irónicamente fue recluido Tomás Cipriano de Mosquera en 1867, un año después de que Mosquera presentara la cinta meridiana de cobre y señalara la adscripción del Observatorio a la Escuela de Ingenieros. (p. 70)

Luego de la muerte de Julio Garavito (quien reorientó hacia finales del siglo la labor de la institución) ocurrida en 1920, las tareas astronómicas se olvidaron por diez años.

Las bases socioculturales fueron débiles para la institucionalización de la ciencia, el desarrollo de las artes y oficios, o la proyección de la economía y el mercado nacional. Como afirma Obregón (1990), durante el siglo XIX surgieron en la Nueva Granada, en reemplazo de las cofradías, gremios y hermandades, sociedades amantes de la ilustración con el fin de expandir la educación y fomentar el bien público. “Las Sociedades de Amigos del país y las tertulias ‘literarias’ constituyeron los centros de agitación política y de propagación de las ideas de independencia; aquí se difundió la llamada nueva ciencia” (p. 101).

Tres personajes: Antonio de Narváez, José Ignacio de Pombo y Pedro Fermín de Vargas, criticaban la situación económica; propusieron la creación de sociedades patrióticas de amigos del país y la publicación de un periódico político económico, que se ocupara de la difusión de los adelantos y conocimientos de la agricultura:

Poco extendido estaba el arado, y donde se utilizaba era de madera; los de hierro solo se empiezan a difundir en la segunda mitad del siglo XIX. Tampoco se utilizaba el abono, pues lo único que se hacía era “tal con cuidado en no perder el estiércol de ovejas en aquellas heredades donde las hay” (Pedro F. de Vargas, citado en Zambrano, 1982, p. 154)

De acuerdo con Obregón (1991), en 1826, bajo la vicepresidencia de Santander, se expidió la Ley Orgánica de Educación Pública por medio de la cual se creó la Academia Nacional de Colombia, con el fin de estimular el conocimiento de las artes, las letras, las ciencias naturales y exactas, la moral y la política, pero paradójicamente dicha academia fracasó por la crisis económica y política. Con el regreso de Santander al poder en 1832, después de la separación de la Gran Colombia, el Gobierno intentó revivir la Academia, pero fracasó de nuevo, al igual que el nuevo intento de 1857. El país no contaba con una élite intelectual diferenciada, como para que una institución de este tipo pudiera tener una vida activa.

La Sociedad de Amigos del Bien Público pedía al Gobierno la protección del Estado: “favoreced señor el establecimiento de sociedades de artes, ciencias, comercio y agricultura. Un pueblo unido, organizado según sus profesiones, nutriéndose de unidad e igualdad, es invencible, fuerte y tiene en sí la causa de su duración”. Estas sociedades publicaban su propio periódico, propagaban la idea de “el trabajo y la educación técnica como base de la moralidad” (Obregón, 1992, p. 5).

La Sociedad Central de Propagación de Vacuna se creó en octubre de 1847, y tenía como objetivos racionalizar los métodos y técnicas para propagar y conservar el virus de la viruela vacuna para que fuera empleado en la prevención de las epidemias de viruela humana. La Sociedad Filantrópica, a la que perteneció Humboldt, tuvo funciones de Junta de Sanidad Provincial en 1849, debido a la epidemia de cólera que afectaba la costa Atlántica. Los miembros de esta sociedad, liderados por el entonces presidente José Hilario López, se comprometieron a contribuir con sus recursos para afrontar el problema de salud pública en el momento en que la capital fuera invadida por la epidemia.

Con respecto al sector agropecuario, la idea de un diario agrícola se planteó por parte de los párrocos rurales para difundir nuevas técnicas y mejorar la agricultura y la ganadería de las regiones. En 1830 apareció El Campesino. En 1832, Rufino José Cuervo fundó el Cultivador Cundinamarqués, publicación mensual con un tiraje de trescientos ejemplares que se distribuía a través de los alcaldes rurales. Su contenido era variado: abordaba problemas y técnicas agrícolas, lecciones de urbanidad y homilías de carácter moral. Constituye la primera iniciativa formal dirigida hacia las gentes del agro. Los alcaldes se comprometían a organizar después de la misa mayor una sesión para la lectura del periódico y la disponibilidad de ejemplares para su lectura en las alcaldías y las casas curales (Bejarano, 1985).

De acuerdo con Obregón (1990), la Comisión Corográfica (1850-1859) se organizó para describir el territorio nacional, incluyendo las condiciones físicas, morales y políticas de la nación colombiana. No había mapas de las regiones y la mayor parte del territorio estaba por recorrer; demarcar fronteras entre provincias y límites internacionales eran tareas prioritarias.

Esta fue la primera empresa de investigación creada y patrocinada por el Estado, que para ello integró un equipo de investigadores con objetivos claros: Agustín Codazzi, Felipe Pérez, Manuel Ancízar, Santiago Pérez, Carmelo Fernández, Enrique Price, Manuel María Paz y José Jerónimo Triana. No obstante, la Comisión afrontó algunas vicisitudes: débil apoyo económico y político, y falta de incentivos.

El último esfuerzo de investigación naturalista del siglo XIX fue la Comisión Científica Permanente (1881-1883), cuyo objetivo era el estudio de la zoología, la geografía, la arqueología, la mineralogía, la geografía y la botánica. Debía recolectar especímenes para la exposición de Nueva York y para el museo y la universidad del Estado; el director fue José Carlos Manó. Sus informes recibieron críticas por parte de la Sociedad de Medicina y Ciencias Naturales, pues más que naturalista resultó un viajero; la contratación de extranjeros parecía atrayente, pero esa experiencia ratificó que debía realizarse con mayor cuidado.

En 1859 se creó la Sociedad de Naturalistas Neogranadinos, la cual ha sido considerada la primera sociedad científica fundada en el territorio nacional porque, según Obregón (1991), a diferencia de las anteriores, su interés exclusivo fue el impulso de las ciencias naturales sin ocuparse de las consecuencias del conocimiento para moralizar a la población y mantener el orden social; pero sus realizaciones fueron escasas. Se vincularon como socios destacados científicos europeos que habían visitado el país. Desde Colombia se enviaron muestras a diversas sociedades internacionales como la Sociedad Geológica de Londres. El boletín que se publicaba tenía más interés para la comunidad científica internacional que para los habitantes de la Nueva Granada, y el apoyo interno siempre fue escaso: “todo parece quimérico en nuestro país, todo encalla, todo amedrenta, ni la más débil voz nos alienta” (Obregón, 1990, p. 103).

La ciencia no tenía valor social, las plazas seguras eran las de la cátedra universitaria, pues daban prestigio y estabilidad sin exigir investigación; no era necesario generar conocimiento, pues bastaba con informar sobre los hallazgos de otros. Hablar de ciencia y científicos a mediados del siglo XIX implicaba actividades episódicas o personajes aislados o marginales. “La aventura de investigación exigía como siempre una alta cuota de sacrificio que pocos quisieron afrontar. La actividad científica era un lujo, hacer carrera en la ciencia implicaba encontrar otra forma de sustento” (Becerra y Restrepo, 1993, p. 10); la universidad que aprende porque investiga no estaba en el ideario de ese entonces.

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