Sixto Paz Wells - El Santuario de la Tierra

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Sixto Paz recoge en este libro, su vigésimo, en forma novelada su legado más importante como expedicionario a los lugares de «poder» más importantes del mundo, desde la Isla de Pascua al Paititi en el Amazonas, desvelando el origen oculto de la Humanidad y las claves secretas para progresar como especie y elevar nuestro nivel de conciencia.

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Después de consultar a sus consejeros y temeroso de un alzamiento de grandes dimensiones y funestas consecuencias que sumiría al imperio en una guerra civil, Huáscar solicitó la presencia de su hermano, pero este se negó a acudir a su presencia, aduciendo que le podría ocurrir algo infortunado por la cantidad de enemigos que tenía.

La reiterada negativa de Atahualpa de no comparecer delante del Inca fue la gota que rebasó la paciencia del emperador, quien vio en todo ello una verdadera ofensa a su autoridad. Fue entonces cuando dispuso la organización inmediata de una expedición punitiva.

Atahualpa gozaba de gran prestigio entre el grueso del Ejército y sus oficiales, que se hallaban acantonados en el Norte, y de los que recibió apoyo multitudinario, aclamándole por sus dotes de caudillo.

Huáscar, por su parte, dio órdenes para que un poderoso Ejército sometiera al rebelde, encomendando la jefatura del mismo al general Atoc, al que se le unieron las fuerzas de Ullco Colla con sus cañaris y tomebambas.

Atahualpa, conociendo la amenaza que se cernía sobre él, llamó a sus generales Calcuchimac y Quisquis, pero primero envió mensajeros al encuentro de Atoc para interrogarlo sobre sus intenciones. Al confirmarle que iba a ser apresado, se iniciaron cruentas luchas que produjeron una inesperada derrota en el bando quiteño cerca de Tomebamba, cayendo prisionero el propio Atahualpa, que fue conducido a prisión.

Una noche, cuando todo era algarabía por la rápida y sorpresiva victoria y la gente de guerra se encontraba de celebración, se produjo la fuga del hermano del Inca gracias a que una de sus mujeres le facilitó la barreta de cobre con la que él logró abrir una abertura en la pared. Esta mujer se había valido del soborno y de algunos bebedizos con los que adormeció a los guardias. Atahualpa afirmaría después que «gracias a la magia de su padre Sol se había convertido en serpiente escapándose así de su encierro».

En Quito volvió a agrupar a su gente para enfrentarse a una nueva batalla en la localidad de Riobamba, donde se produjeron muchísimas bajas por ambos lados. Esta vez Atahualpa fue el vencedor. Tomó prisionero al general Atoc, a quien ordenó torturar, y ordenó que se atravesara con flechas el cuerpo del jefe de los cañaris.

La guerra fue cruenta, con victorias y derrotas en ambos bandos. En un momento en que parecía que las fuerzas de Huáscar se imponían y salían en persecución de las diezmadas tropas rebeldes, el Inca, que se hallaba al frente de una parte de su Ejército, cayó en una trampa. Quisquis, el veterano general que servía a Atahualpa, en un acto suicida se lanzó con algunos de sus hombres contra la litera del monarca, haciéndole caer violentamente de las andas y tomándolo como rehén. Ya en prisión, Huáscar fue torturado horadándole salvajemente los hombros para introducir una soga de la cual se lo arrastraría.

Una vez se hizo nombrar Inca, Atahualpa ordenó terribles represalias contra la familia de Huáscar, que fue exterminada casi en su totalidad, degollándolos delante suyo para incrementar aún más su sufrimiento. En Qosqo se extendió la matanza empezando por los nobles leales al rey vencido, seguidos por otros de sus hermanos, algunos de los cuales tuvieron que huir o esconderse, y solo unos pocos fueron perdonados por ser muy jóvenes y encontrarse al cuidado de los restos de Huayna Cápac y de su wauke, el doble representado en un ídolo de piedra y oro que guardaba en su interior el corazón momificado del soberano fallecido para perpetuar su memoria y su energía.

En esos días también se persiguió y se dio muerte a muchos de los amautas o sabios maestros del conocimiento, así como a algunos de los quipucamayocs, que eran los lectores e intérpretes de los quipus, sistema nemotécnico consistente en cuerdas y nudos de colores donde se guardaba el registro de información del imperio. Se prendió fuego a los quipus, con la finalidad de hacer desaparecer los archivos de la Historia y así legitimar al usurpador Atahualpa. Durante la barbarie se destruyeron igualmente las tablas de madera que contenían grabados los tocapus o jeroglíficos incas, donde se relataban los orígenes y la Historia de los incas, así como de los antepasados wari, cuya confección había ordenado el Inca Pachacutec, y con ellos desaparecieron las claves de interpretación de los tocapus.

Aun tiempo después de haber sido hecho prisionero por las tropas españolas, Atahualpa pudo consumar su venganza. Una noche en Cajamarca, encontrándose muy alegre en compañía de algunos soldados europeos que lo retenían, miró al cielo y vio en el firmamento, en dirección a Qosqo, un cometa de fuego; se levantó y elevando su vaso como para celebrarlo dijo:

–Pronto habrá de morir en esta tierra un gran señor.

Tales palabras no eran sino la anticipación de sus deseos. Debía deshacerse rápidamente de Huáscar, pues temía que los viracocha pudiesen devolver el poder a su hermano. Ordenó asesinar de inmediato a su rival y, como símbolo de poder, bebió chicha, el licor de maíz, en su cráneo, al que había mandado previamente incrustar un kero o vaso de madera y un caño entre los dientes.

Igual suerte sufrieron más tarde otros dos de sus hermanos: Huaman Tito y Mayta Yupanqui. Encontrándose estos en Cajamarca pidieron licencia a Pizarro para ir a Qosqo, pero en el camino fueron asesinados por la gente de Atahualpa.

Con el primer viaje de exploración de Francisco Pizarro, en 1524, llegaron noticias de la costa norte, que pusieron sobre aviso al Inca Huayna Cápac acerca de la llegada de hombres blancos barbados. En estos primeros desembarcos esporádicos se contagió a los locales con la viruela, que de inmediato se extendió por todo el imperio causando terrible mortandad hasta la muerte del Inca en el año 1525. Pero fue en 1532, durante la guerra civil de los hijos del Inca, cuando Pizarro y su gente desembarcaron definitivamente en la zona de Tumbes y Piura. Al preguntar cómo se llamaba aquel lugar le contestaron que Virú (que era solo el nombre de un valle), que derivaría posteriormente en la palabra Perú y en la denominación de todo el territorio del imperio, cuyo nombre original era Tahuantinsuyo.

De Piura partieron las huestes castellanas con sesenta y siete hombres a caballo y 110 de infantería con dirección a Cajamarca, donde, tras instalarse en la ciudad, se fortificaron y planearon la trampa con la cual capturarían al Inca Atahualpa, que se encontraba en las inmediaciones. Atahualpa no mandó a sus huestes a cortarles el paso por el camino, pues era temeroso y supersticioso y pensaba que podrían ser dioses que iban a cuestionar sus acciones. Por ello solo envió espías a su paso para irlos midiendo y evaluando.

Los conquistadores invitaron al Inca como gesto de buena voluntad a parlamentar sin armas en la plaza de la ciudad, a donde llegó Atahualpa el día 16 de noviembre acompañado de 8.000 hombres desarmados. Fueron recibidos de extraña manera en la plaza principal de Cajamarca por el cura Valverde, quien después de tratar de catequizarlo, exasperó al monarca. Aprovecharon la ocasión para tener la excusa de atacarlo traicioneramente y capturarlo en medio de una masacre con disparos de arcabuces y carga de caballería, que costó la vida a 4.000 hombres.

Durante el cautiverio, que duró ocho meses, Atahualpa, retenido en el Amaruhuasi (casa de las serpientes del linaje de los Amaru), tuvo la oportunidad de conocer muy de cerca a sus captores, sobre todo sus marcadas debilidades, entre las que se encontraba una ambición desmedida. Por ello, en un plazo relativamente corto ofreció pagar por su libertad tres habitaciones llenas de tesoros, una de oro y dos de plata hasta la altura que alcanzara su mano en el muro parado sobre las puntas de sus pies. Los españoles aceptaron el canje y dieron su palabra de liberarlo una vez cumpliera con el ofrecimiento.

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