El realismo fue el único fenómeno estético, teatral, contra el que Brecht se mantuvo en combate a lo largo de todas las etapas de su carrera. Y lo más interesante es que se trató de un verdadero combate estético antes que ideológico, porque no lo emprendió solamente contra la forma que podríamos llamar hoy realismo “burgués”, propio del teatro que ya se había consolidado en las principales ciudades europeas y americanas para las primeras décadas del siglo XX, sino también contra el llamado “realismo socialista”, que se empezó a predicar como credo estético a mediados de la década de los años veinte del siglo pasado en la Unión Soviética, y que si bien tenía un obvio signo ideológico de izquierda, en su práctica literaria y escénica no se distinguía para nada de los recursos empleados por el realismo “burgués”. Al fin y al cabo, los dos realismos invocaban la enseñanza e influencia de lo que habían divulgado en las décadas anteriores las producciones y las giras del Teatro de Arte de Moscú, bajo la dirección de Konstantin Stanislavski y Vladimir Nemiróvich-Danchenko. A una dramaturgia de crítica social mezclada con interiorización individual, representada por escritores como Henrik Ibsen, Gerhart Hauptmann, Antón P. Chéjov y Maxim Gorki, se le sumaba una técnica actoral basada en el uso de la memoria de las experiencias mentales de cada actor para aplicarlas a sus respectivos personajes, con la cual se esperaba que el espectador aceptara la ficción propuesta como realizándose en el momento mismo de la función y se identificara con los personajes por completo, sin distancia crítica respecto del trabajo del actor.
Así como los vanguardistas alemanes de los años veinte, que ya mencioné, rechazaban toda esta estética del realismo, lo mismo se daba en aquellos años en la Unión Soviética. Hasta poco después de la muerte de Lenin en 1924, y con el apoyo de funcionarios como Anatoly Lunacharski, muchos intelectuales y artistas soviéticos protagonizaron una época creativa de oro, también opuesta al realismo, aunque el Teatro de Arte de Moscú siguió siendo respetado como una institución por derecho propio, ya que no sólo hacía trabajos realistas convencionales. Pero los héroes de la escena soviética del momento eran gente como el poeta y dramaturgo Vladimir Mayakovski, el director Vsiévolod E. Meyerhold y el compositor Dmitri Shostakóvich, entre varios más. Brecht vio unas presentaciones en Berlín del grupo de Meyerhold, en una gira en 1930, y en 1935 estuvo en la Unión Soviética y conversó con varios intelectuales. Sin embargo, ya en los finales de los años veinte y durante todos los años treinta, el dinámico movimiento de arte moderno soviético fue brutalmente reprimido por el grupo de poder que acompañó a Iósif Stalin, cuya mentalidad limitada y mediocre sólo daba para promover y aplaudir obras artísticas de propaganda básica y lenguajes estéticos elementales –como todavía son muchas producciones teatrales que se dicen de izquierda, llenas de buenas intenciones pero de una calidad estética ínfima. Por ello, el realismo socialista sólo produjo un teatro mecánico y esquemático de buenos y malos, carente de imaginación y de reflexión crítica: es decir, sin estos elementos que eran precisamente los que defendía Brecht. Cuando éste comenzó a trabajar para la flamante Alemania Democrática, todavía vivía Stalin y todavía imperaban sus visiones sobre el arte, que se recrudecieron con el tristemente célebre Decreto Zhdánov, así llamado por el funcionario que lo impulsó; si bien éste acababa de fallecer justo cuando Brecht estaba escribiendo su Pequeño Órganon
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