Euclides Eslava - Milagros

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Los milagros de Jesucristo son, ante todo, signos, señales que muestran su divinidad, que con rman la verdad de sus enseñanzas, que ayudan a creer en Él. Esa era la intención de Jesús al ejecutar esos portentos: revelar a Dios, mostrar que había llegado el Reino, que no era una promesa política, sino un regalo del Padre. Esta obra no pretende ser un estudio pormenorizado ni una exégesis abstrusa, sino más bien una meditación que aЬne el rigor científico y la piedad cristiana, a la luz de la liturgia de la Palabra dominical. Accedemos en este libro al estudio y a la meditación de varios milagros de Jesús, que pueden servir para aumentar la fe en el Hijo de Dios y para obrar en consecuencia.

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El paralítico es imagen de todo ser humano al que el pecado le impide moverse con libertad, caminar por la senda del bien, dar lo mejor de sí. En efecto, el mal, anidando en el alma, ata al hombre con los lazos de la mentira, la ira, la envidia y los demás pecados, y poco a poco lo paraliza. Por eso Jesús, suscitando el escándalo de los escribas presentes, dice primero: Tus pecados quedan perdonados.

Podemos considerar en nuestra oración que tú y yo no solo somos esos amigos que llevan a Jesús, sino que también somos el paralítico aherrojado por las culpas y necesitado de perdón.

Al ver Jesús la fe de ellos, dijo: —Hijo, tus pecados te son perdonados. Para algunos, pudo suponer un fracaso: ¿tanto esfuerzo, para una simple fórmula penitencial? Para los escribas, fue la ocasión del escándalo: Unos escribas, que estaban allí sentados, pensaban para sus adentros: “¿Por qué habla este así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, sino solo uno, Dios?”. Las autoridades, sin embargo, no concluyeron bien el silogismo que, con un poco de fe, podría haber sido: si este hombre perdona los pecados, es porque estamos frente a Dios. Hace falta mucha humildad para reconocer que necesitamos ese perdón del Señor.

Seguramente, la sensación del minusválido fue muy distinta: experimentaría en su corazón la alegría del perdón divino, la tranquilidad, la inocencia que todos advertimos después de la confesión. Quizá este puede ser el primer propósito: tener la misma fe de aquellas personas, para acercar nuestros amigos al sacramento de la penitencia. El beato Álvaro del Portillo explicaba la importancia del apostolado de la confesión en el camino interior de un cristiano:

Para que las personas que tratamos escuchen las mociones del Señor, que a todos llama a la santidad, se requiere que vivan habitualmente en estado de gracia. Por eso, el apostolado de la Confesión cobra una importancia particular. Solo cuando media una amistad habitual con el Señor —amistad que se funda sobre el don de la gracia santificante—, las almas están en condiciones de percibir la invitación que Jesucristo nos dirige: si alguno quiere venir en pos de mí… (Carta pastoral, 1-12-1993, 2014, p. 26)

Uno esperaría que, delante de un grupo de escribas, Jesús guardara las formas, que se comportara de modo diplomático para evitar malentendidos. Pero Él no obra con la timidez que nos caracteriza a nosotros, sino que vino para cumplir la voluntad de su Padre y decidió reforzar su predicación con milagros —como otras muchas veces— y llenar de alegría el corazón de los cinco amigos que tenían tanta fe: Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, respondió y les dijo: “¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: ‘Tus pecados te son perdonados’, o decir: ‘Levántate y echa a andar’? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados —dijo al paralítico—: ‘A ti te lo digo, ponte en pie, toma tu camilla, vete a tu casa’”. ¡Cómo habrá sido esa mirada de Jesús! Nos la imaginamos sonriente, cariñosa, y al mismo tiempo llena del imperio divino.

El Señor premia la fe de aquellos amigos curando al paralítico. Pero el milagro más importante es la purificación de ese hombre: —Hijo, tus pecados te son perdonados. Jesús demuestra su mesianismo perdonando los pecados. Es lo más importante que puede hacer, para eso se encarnó, para redimirnos. En la mente de los más sencillos resonarían las palabras del profeta: Se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán, saltará el cojo como un venado, la lengua del mudo cantará (Is 35, 1-10). Señor: ¡qué bueno eres cuando curas, cuando haces milagros, cuando predicas el reino! Pero, sobre todo, ¡qué grande Dios muestras ser, cuando perdonas nuestros pecados! San Ambrosio alaba a Dios por esta misericordia: “¡Qué grande es el Señor que, por los méritos de algunos, perdona a los otros y que, mientras alaba a aquéllos, perdona a éstos!” (Tratado sobre el Evangelio de san Lucas, in loc.).

Dejarnos perdonar por el Señor. Aprovechar la intercesión de María para alcanzar la fuerza necesaria y dar el paso de fe, ponernos de rodillas delante del ministro sagrado —no importa su personal indignidad— y pedir perdón a Dios. Benedicto XVI (2006a) concluía:

El mensaje es claro: el hombre, paralizado por el pecado, necesita la misericordia de Dios, que Cristo vino a darle, para que, sanado en el corazón, toda su existencia pueda renovarse. Pero la palabra de Dios nos invita a tener una mirada de fe y a confiar, como las personas que llevaron al paralítico, a quien sólo Jesús puede curar verdaderamente.

El mensaje es claro, dice el papa alemán: necesitamos la misericordia divina. Y el Señor nos la ofrece, como al paralítico, en el sacramento de la Penitencia:

El amor de Dios es la verdadera fuerza que renueva al mundo. Invoquemos juntos la intercesión de la Virgen María para que todos los hombres se abran al amor misericordioso de Dios, y así la familia humana pueda sanar en profundidad de los males que la afligen. (2006a)

Si nos abrimos al amor misericordioso de Dios, sanaremos en profundidad nuestros males. Se podrá decir de nosotros y de los amigos que acerquemos a la confesión lo mismo que del paralítico: Se levantó, cogió inmediatamente la camilla y salió a la vista de todos. Se quedaron atónitos y daban gloria a Dios, diciendo: “Nunca hemos visto una cosa igual”.

4. El demonio mudo

El Evangelio de san Lucas se estructura como una larga peregrinación de Jesús, que parte desde Galilea y muere en Jerusalén. En medio de las diversas enseñanzas, aparece como de pasada un milagro que es, al mismo tiempo, de curación y de exorcismo: Estaba echando un demonio que era mudo. Sucedió que, apenas salió el demonio, empezó a hablar el mudo. La multitud se quedó admirada (Lc 11, 14). En Mateo se dice que este mudo era, además, sordo y ciego. Por eso comenta san Jerónimo lo siguiente:

[…] en un solo hombre hizo el Señor tres prodigios: darle la vista, darle la palabra, y librarlo del demonio. Y lo que hizo entonces exteriormente, lo hace todos los días en la conversión de los pecadores, que después de verse libres del demonio, reciben la luz de la fe y consagran su lengua, incapaz antes de hablar, a las alabanzas divinas. (Comentario a Mateo, 12, 22)

El pasaje continúa con una discusión del Maestro y los fariseos, que lo acusaban de actuar como enviado del demonio, a lo que el Señor les respondió que no podía haber división en ningún bando vencedor: Todo reino dividido contra sí mismo queda desolado y cae casa contra casa. Y aprovechó para concluir lanzando un desafío: El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama. Hay que elegir entre Dios o el demonio, no hay punto medio. Por eso estas palabras resuenan con frecuencia en Cuaresma, con el telón de fondo del salmo 94: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón.

Un medio muy importante para tomar partido por el Señor es la dirección espiritual. Se trata de una posibilidad que nos ofrece la Iglesia, con la que nos favorece la conversión frecuente. El papa Francisco la describe como “el acompañamiento personal de los procesos de crecimiento” (2013):

En una civilización paradójicamente herida de anonimato y, a la vez obsesionada por los detalles de la vida de los demás, impudorosamente enferma de curiosidad malsana, la Iglesia necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro, cuantas veces sea necesario. En este mundo los ministros ordenados y los demás agentes pastorales pueden hacer presente la fragancia de la presencia cercana de Jesús y su mirada personal. (n. 169)

La dirección espiritual —esa mirada conmovida que hace presente a Cristo— se remonta hasta el comienzo, cuando Él mismo charlaba con cada uno de sus apóstoles, como vemos con san Pedro después de la Resurrección, el día cuando le confirmó su encargo de apacentar las ovejas, a pesar de las traiciones del Jueves Santo. Agradezcamos al Señor esa posibilidad maravillosa de avanzar con seguridad en el camino de la identificación con Él:

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