San Juan concluye que Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria. Comenzó la vida pública del Mesías. Llegaron los tiempos mesiánicos. La conclusión tiene un añadido importante: Y sus discípulos creyeron en él. El pasaje de Caná es una escuela de fe: seguir a Cristo, obedecerle, confiar en Él, y acudir a la Omnipotencia suplicante de la Madre de Dios. Como observa san Alfonso María de Ligorio (1954):
El corazón de María, que no puede menos que compadecer a los desgraciados [...], la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera [...]. Si esta buena Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si le rogaran? (p. 48)
Por esa razón, san Juan Pablo II (2002b) quiso que este pasaje fuera uno de los nuevos misterios del Rosario: “Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná, cuando Cristo, transformando el agua en vino, abre el corazón de los discípulos a la fe gracias a la intervención de María, la primera creyente” (n. 21). Podemos dirigirnos al Señor para que también nos aumente la fe, contando con la intercesión de su Madre:
Quiero, Señor, abandonar el cuidado de todo lo mío en tus manos generosas. Nuestra Madre —¡tu Madre!— a estas horas, como en Caná, ha hecho sonar en tus oídos: ¡no tienen!... Si nuestra fe es débil, acudamos a María […]. Nuestra Madre intercede siempre ante su Hijo para que nos atienda y se nos muestre, de tal modo que podamos confesar: Tú eres el Hijo de Dios. —¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea! (SR, II misterio de luz)
Y sus discípulos creyeron en él. Además, descubrieron el carácter familiar de la Encarnación, de la Iglesia: Después bajó a Cafarnaún con su madre y sus hermanos y sus discípulos. Acudamos a la Virgen para que presente al Señor nuestras necesidades, nuestra falta de vino, de fe, de gracia, de santidad, y para que nos recuerde en cada momento de nuestra vida su mejor consejo maternal: Haced lo que Él os diga.
2. El paralítico de Betesda
Después de la conversión del agua en vino en las bodas de Caná, san Juan continúa su Evangelio con otros milagros, signos que demuestran con hechos la divinidad que más tarde el Señor enseñará con palabras. Se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. De acuerdo con su costumbre, san Juan ubica la escena temporalmente, en el marco de las fiestas judías. Para Benedicto XVI es muy probable que se trate de Pentecostés, aunque algunos dicen que podría ser la Pascua.
Luego viene el contexto espacial: Hay en Jerusalén, junto a la Puerta de las Ovejas, una piscina que llaman en hebreo Betesda [o Betzata]. Esta tiene cinco soportales, y allí estaban echados muchos enfermos, ciegos, cojos, paralíticos. En el siglo XIX se encontraron los vestigios de esta piscina, al nororiente de la ciudad, junto a la puerta llamada también probática, el sitio por donde ingresaban los animales —entre ellos las ovejas (próbata, en griego)— que se sacrificarían en el Templo.
Los alrededores de la piscina estaban ocupados por muchos enfermos, que esperaban la curación con aquellas aguas, pues tenían fama de milagrosas. Jesús entró a Jerusalén por esa puerta —quizá para no llamar la atención, pero también para estar cerca de las personas que más sufrían— y de inmediato su afán de almas le llevó a obrar el bien: Estaba también allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo.
Podemos imaginar la gravedad de la situación, el peso que aquel pobre paralítico llevaba en su vida por esa incapacidad que le había acompañado desde pequeño. Pero su mayor dolor era la soledad en la que los demás lo habían dejado. De repente, desde el suelo, vio a aquel hombre majestuoso, que se dirigía hacia él y escuchaba el recuento acerca de su prolongada situación. Jesús, al verlo echado y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo, le dice: “¿Quieres quedar sano?”.
Quizá en un primer momento el paralítico sintió deseos de responder mal, pero ya sabía que parte de su estado exigía tratar bien a los transeúntes, para no perder la posible limosna. Así que le hizo un breve resumen de su historia, que cada jornada relataba al que pasaba cerca, entre tanto indigente. Esa respuesta servirá para nuestro diálogo con Dios. El enfermo le contestó: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”.
“No tengo a nadie”. Estas palabras nos deben golpear con frecuencia. Pensemos cuántos paralíticos del alma tenemos a nuestro alrededor, esperando la ocasión propicia para acercarse a Dios, y cuántos de ellos no encuentran quién les señale el camino, una persona que les dé ejemplo, que los acompañe en el proceso de aproximación a esa fuente de aguas vivas que es el corazón de Jesús:
Piensan con frecuencia los hombres que nada les impide prescindir de Dios. Se engañan. Aunque no lo sepan, yacen como el paralítico de la piscina probática: incapaces de moverse hacia las aguas que salvan, hacia la doctrina que pone alegría en el alma. La culpa es, tantas veces, de los cristianos; esas personas podrían repetir “No tengo a nadie”, no tengo ni siquiera uno que me ayude. (AIG, p. 37)
Comprometámonos con el Señor en este momento. Sin creernos mejores que nadie, pensemos que la amistad con Jesucristo, la doctrina clara sobre su misericordia, es un tesoro que debemos compartir con los demás: “Todo cristiano debe ser apóstol, porque Dios, que no necesita a nadie, sin embargo, nos necesita. Cuenta con nosotros para que nos dediquemos a propagar su doctrina salvadora” (AIG, p. 37). Miremos en este momento a cuál amigo en concreto podríamos acercarnos, como hizo Jesús con el paralítico, para llevarle a la salud espiritual que proviene de Dios.
El Maestro, aun sabiendo las consecuencias difíciles que conllevaría su acción, procedió de acuerdo con las esperanzas que el paralítico había albergado toda su vida, y le indicó: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. El mendigo sintió deseos de responder mal, una vez más, ante lo inaudito de semejante orden. Pero, al mismo tiempo, comenzó a experimentar una extraña sensación: sintió fuerza en sus miembros y se levantó con decisión: y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar.
Aquel personaje, después de una vida entera postrado, obedeció con prontitud. Tras un instante de desconcierto, empezó a sentir la fuerza en sus extremidades y se levantó inmediatamente. Contemplar su respuesta pronta nos puede servir para que comparemos nuestra débil respuesta a las indicaciones divinas, muchas veces retrasada con excusas injustificadas. Quizá padecemos otro tipo de parálisis, la espiritual, que podemos considerar a la luz de las acciones del pordiosero que estamos contemplando.
También san Josemaría hace esa exégesis novedosa, en un texto escrito originalmente como instrucción para sus hijos espirituales y que al final quedó recogido y ampliado en el n. 168 de Forja:
Hay una sola enfermedad mortal, un solo error funesto: conformarse con la derrota, no saber luchar con espíritu de hijos de Dios. Si falta ese esfuerzo personal, el alma se paraliza y yace sola, incapaz de dar frutos...
—Con esa cobardía, obliga la criatura al Señor a pronunciar las palabras que Él oyó del paralítico, en la piscina probática: “hominem non habeo! —¡no tengo hombre!
—¡Qué vergüenza si Jesús no encontrara en ti el hombre, la mujer, que espera!
Señor: no queremos fallarte con nuestra cobardía, con nuestra dejadez, con la falta de lucha que paraliza el alma. Ayúdanos, como al paralítico de Betesda, para levantarnos con presteza, con el espíritu de hijos tuyos. Que te busquemos con nuestro esfuerzo en esos puntos concretos que nos has señalado por medio de la dirección espiritual o de la confesión, ¡que puedas contar con nosotros, a pesar de que seamos tan poca cosa!
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