Lilian Olivares de la Barra - Todos fueron culpables

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Una niña boliviana llega con su familia a la ciudad de Copiapó en busca del sueño de la abundancia por el auge minero. Los ojos de la pequeña recorren esa zona nortina asomados desde la manta en la espalda su madre aymara. Su mirada no alcanza a observar la región pujante, de oportunidades y de cambios. Por el contrario, la niña comienza a experimentar todas las formas de abuso que puede sufrir una pequeña inmigrante. Hay señales del peligro que corre y, aún así­, el mundo adulto y las instituciones parecen ignorarlo. Hasta que ocurre la tragedia.Esta es una historia real, reporteada en el lugar donde ocurrieron los hechos y con sus testigos. Es también un viaje hacia el alma de Paola, enfrentada a un sistema que intentó protegerla y que terminó robándole la vida. Este libro destapa el drama de hoy: la escasa capacidad de las instituciones para proteger y defender a los niños, niñas y adolescentes víctimas de abusos y maltrato.

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Simón Pacajes, como Mery, también tuvo una pareja anterior, de la que nació su hija Karen. Con ellas llegó a vivir a Arica cuando la niña tenía un año y medio. Simón conocía bien la ciudad. Desde chiquillo iba y venía. A los 15 años partía a pastar corderos al interior de Arica y al mes ganaba 30 mil pesos, salario que jamás conseguiría en su tierra.

Cuando terminó cuarto medio, hizo el servicio militar. Por esa época conoció a una joven con quien se fue a vivir a La Paz. Allá no había mucho trabajo, así fue como llegaron a establecerse en Arica.

Las cosas no se le dieron bien a la pareja. Ella lo empezó a engañar y, después de varias peleas y el orgullo herido de Simón, se separaron. Dos meses después de que su mujer y su hija lo dejaran, Simón partió al terminal de buses a comprar un pasaje para Bolivia y se encontró con Mery.

Su niña tenía la misma edad de Paola cuando él la conoció junto a su madre. Por eso Simón la quiso apenas la vio. Se apegó a ella y pronto le dio su apellido.

Mery ni se había dado cuenta cuando quedó esperando a Paola. Recuerda que un 20 de junio fue a buscar una pollera larga que había mandado a hacer para la celebración del ritual de inicio del invierno, cuando sintió que se le daba vuelta el estómago. Ella creyó que era por el mal rato que pasó cuando la costurera le dijo que no le tenía listo el traje. Le salió hasta espuma por la boca y todos pensaron que le había revivido la epilepsia. Pero había algo más en su estado: una nueva vida que llegaba a la historia de Mery. Paola nació el 15 de enero de 2001. La amamantó como a sus otros dos hijos, hasta pasado el año. Y cargó con ella a sus espaldas hasta que la niña pudo caminar sin que la atropellaran los adultos.

Su historia con Simón marcaba el inicio de una nueva vida.

—En Bolivia yo no era feliz. No me gustaba. Había frío, y no había plata. Yo quería vestirme bien. Como era joven…

Empezaron a vivir en la casa de un primo de Simón. Cuando Mery le dijo que quería ir a buscar a sus otros dos hijos, él le contestó que primero trabajaran un tiempo, para juntar plata. Él se empleaba como jornalero, sacando brócolis, tomates y choclos en el Valle de Azapa. Ella siguió viajando a Tambo Quemado y cuando lo hacía, él se ponía celoso; la regañaba.

Fueron tiempos duros, porque el dinero no les alcanzaba. Además, los dos tenían documentos temporales y no lograban conseguir contrato para sacar la residencia definitiva en Chile.

EN BUSCA DE SUS OTROS HIJOS

Llevaban dos años juntos con Simón cuando nació Mirza. Un nombre poco común, del cual sólo se sabe que lo llevó una princesa rusa. La llamaron así en recuerdo de una detective nortina que ayudó a Simón cuando lo perseguía la policía porque él quería quedarse con su hija Karen, pero la madre de la niña, la misma que lo había engañado, lo denunció. La señorita Mirza, como le dice hasta hoy Simón, lo ayudó a hacer los trámites necesarios para que él pudiera ver a la chica cuando la madre se la llevó. Y a ella recurrió Simón cuando los carabineros quisieron detener a Mery un día que estaba vendiendo fruta en la calle, en un carretón. La señorita Mirza pidió que la dejaran libre, aduciendo que Mery tenía una hija reconocida en Chile —la Paola— y que, además, esperaba otra que sería chilena, por tanto, tenía que trabajar para alimentarlas.

Hacía calor en Arica ese 5 de marzo de 2005, cuando Mirza Pacajes Canqui llegó al mundo. Dos años después partió Mery a recuperar a sus hijos Mariela y Carlos, que vivían con la abuela en la localidad de El Turco, a 15 kilómetros de Tambo.

Se los trajo escondidos.

—Como yo vivía en la frontera, conocía a los choferes de bus. Saludé a uno, que me dijo: “Hola Mery, ¿cómo estai?” Le contesté: Oye, ¿sabís?, quiero llevar a mis hijos conmigo. “¿Un chileno te pescó?”, me dijo.

Sí, era cierto. Simón la había pescado para siempre. Ya era hora de juntar a todos e iniciar, al fin, una vida unidos.

“Estai cambiada”, le comentó el boliviano. También era cierto. Mery ya no se peinaba con trenzas ni vestía polleras ni chamantos; andaba de pantalón y polera.

Había pasado mucho tiempo. Mery tenía 34 años. Su hija Mariela ya había cumplido los 12 y no quería venirse de Bolivia. Estaba feliz con su abuela y con sus primas: “Todos me dicen que era mala mi abuelita, pero no con los niños. Nos regaloneaba harto. Lavábamos ropa ajena y cuando nos pagaban, nos comprábamos pan y bebidas”, recuerda ahora la joven, y alega que su madre la trajo “con engaño”.

Dulce engaño el de Mery, que debió persuadir a Mariela que su vida sería mejor junto a ella. La niña ya estaba acostumbrada a su cotidianidad. Los fines de semana se iba a quedar con sus primas a la casa de su tío Boris, que les llevaba películas nuevas de la ciudad.

—Mi mamá me dijo: “Tengo tele, tengo DVD”. Como yo vivía en el campo, tenía ropa viejita y mi mamá me compró todo nuevo y zapatillas; yo usaba unas chalas de goma. Me vine feliz.

Mery convenció a su amigo del bus que la llevara con la niña sin la autorización escrita del padre, porque no lo pudo ubicar. Y así fue como se cambió de un bus manejado por un boliviano a otro conducido por un chileno y se trajo a Mariela.

Ya en Arica, tomaron un auto para llegar a la casa de una tía donde las aguardaban las otras hijas de Mery. Mariela recuerda aquel momento:

—Me bajé del colectivo a abrazar a mi hermana. Le dije: “¡Paola!” No, me contestó, yo no soy la Paola, soy la Mirza. Mi mamá le dijo: “Ella es tu hermana mayor”. Después apareció la Paola. La vi y estaba tan grande…

Fue el primer impacto de Mariela, al descubrir que su hermanita Paola ya no era la pequeña que ella había conocido. Luego la llevaron al Valle de Azapa, donde vivían con Simón. No le gustó el lugar. Lo encontró muy alejado de la ciudad. De a poco se fue acostumbrando.

Faltaba Carlos, que ya tenía 15 años. El adolescente se había arrancado de la casa de la abuela cuando llegó Mery. Se había ido a trabajar de albañil en una localidad cercana. Dos meses después, su madre repitió la misma operación que hizo para traer a Mariela, y cruzó la frontera con Carlos pasando de un bus boliviano a otro chileno sin que las autoridades aduaneras lo supieran.

Carlos tenía un cierto retraso intelectual. No se llevaba mal con nadie, salvo cuando le venían los arrebatos y se ponía contestador. Mariela y Paola, en cambio, comenzaron a tener conflictos. No era fácil para la hermana mayor tratar a Paola, a quien había tenido en los brazos y ahora veía como adulta, cuidando Mirza, la más chica. “La Paola era como una niña grande, ¡pero tenía apenas seis años! Me quería mandar a mí. Nos empezamos a llevar mal. Éramos peleadoras. Nunca parábamos de discutir. Yo, además, tenía miedo de que Simón me tratara mal, porque hay padrastros que te odian. Pero mi tío Simón nos compraba cosas por igual a las tres”.

Mantener a ese crecido familión puso más difícil la situación económica de los Pacajes Canqui. Entonces Simón decidió dejar el Valle de Azapa e ir a buscar nuevos rumbos a Copiapó, atraído por el auge de las mineras.

EN LA TIERRA DE LAS RICAS MINAS

En Arica hay trabajo, pero no es tan bien pagado como en Copiapó, donde las calles se ven copadas por vehículos del año. Simón no pretendía tener auto; ni se lo soñaba. Sólo buscaba una cierta tranquilidad con su familia.

Dejó a Mery con los cuatro hijos en Arica y viajó 1.270 kilómetros a la ciudad minera de la III Región. “Teníamos que hacernos de nuevo”, cuenta, recordando esos 15 primeros días que pasó solo en la tierra donde muchos buscan hacerse ricos.

Lo primero que tuvo a la vista fue encontrar un lugar donde pudiera llegar su familia.

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