Lilian Olivares de la Barra - Todos fueron culpables

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Una niña boliviana llega con su familia a la ciudad de Copiapó en busca del sueño de la abundancia por el auge minero. Los ojos de la pequeña recorren esa zona nortina asomados desde la manta en la espalda su madre aymara. Su mirada no alcanza a observar la región pujante, de oportunidades y de cambios. Por el contrario, la niña comienza a experimentar todas las formas de abuso que puede sufrir una pequeña inmigrante. Hay señales del peligro que corre y, aún así­, el mundo adulto y las instituciones parecen ignorarlo. Hasta que ocurre la tragedia.Esta es una historia real, reporteada en el lugar donde ocurrieron los hechos y con sus testigos. Es también un viaje hacia el alma de Paola, enfrentada a un sistema que intentó protegerla y que terminó robándole la vida. Este libro destapa el drama de hoy: la escasa capacidad de las instituciones para proteger y defender a los niños, niñas y adolescentes víctimas de abusos y maltrato.

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Su padre se llamaba Gerónimo, como el legendario jefe apache de Norteamérica. Y por apellido llevaba Canqui, que, en su lengua materna, significa “el que supera a todos, el vencedor”.

A Gerónimo, el apache que nació en la frontera entre Estados Unidos y México, le asesinaron a su mujer, a sus tres hijos y a su madre en 1859.

A Mery, la aimara hija del boliviano Gerónimo Canqui, que nació en la frontera de Bolivia con Chile, le violaron, quemaron y asesinaron a su hija Paola en 2011.

Mery Canqui creció corriendo detrás de las ovejas. Aprendió que con sólo decir ¡shhhhh! los animales daban vuelta y regresaban. Pero eso no lo lograba cualquiera. Había que tener experiencia. Ella la tuvo desde los cuatro años. Es que a esa edad le comenzaron a dar unos ataques de epilepsia y los padres decidieron no mandarla al colegio y dejarla pastoreando. La cuarta de los ocho hermanos Canqui Atahuichi tenía otro destino que cumplir.

Fue la única a quien su madre dio a luz en Tambo Quemado, porque se embarazó en Arica y cuando pensó que llegaba la hora partió en bus a El Turco, la localidad donde vivía la familia boliviana, pero no alcanzó a llegar.

En el altiplano, Mery creció imbuida en la cultura de sus ancestros, los aimaras, habitando un mundo mágico en que se mezcla lo humano con la naturaleza, donde actúan espíritus que hacen que las cosas sean como son. Cada 20 de junio se ponía pollera nueva larga, la tradicional manta que caía apenas sobre los hombros, atada al centro del cuello, y celebraba el comienzo de un nuevo ciclo en el año, con bailes folklóricos y un ritual que apenas entendía. Eran los agradecimientos a la pachamama, la madre tierra, y los ruegos para que la etapa que comenzaba, el invierno, les trajera prosperidad.

La familia tuvo casa en el pueblo, donde a diario pasaban los camiones de Bolivia a Chile y de Chile a Bolivia. Temprano en la mañana, la mamá la levantaba y la mandaba al ganado. Mery sacaba las ovejas al cerro, las hacía comer pasto, después les decía su mágico ¡shhhhh! y las regresaba.

Vivir en un paso fronterizo, a 4.680 metros sobre el nivel del mar, no es trivial. En los años 90, cuando Mery se empinaba en la juventud, no había más de 20 casas en Tambo Quemado. En 2007, la población era de 338 habitantes; 179 hombres y 159 mujeres.

Mery veía a diario pasar camiones cargados de mercadería entre Arica y La Paz, y también sabía que mucha gente de ahí del pueblo se dedicaba a cruzar la frontera en buses, para comercializar productos, como lo hacían sus propios padres.

Pero Mery rara vez salía. Cuando no estaba en tareas de pastoreo, se quedaba en ese pueblo donde el frío le golpeaba las mejillas. Por eso andaba como las otras bolivianas de la zona, aimaras como ella, vestida con gruesas y anchas polleras largas, y peinada con trenza.

A los 20 años se puso a trabajar como ayudante de cocina. Aprendió a hacer asado a la olla, para los tantos viajeros que cruzaban desde Chile rumbo a La Paz.

En 1996, recién cumplidos los 23 años, llegó a Arica. Venía con ganado, y traía ropa de Bolivia. También, maíz pululo (ese que se consume inflado, como golosina), quínoa y fideos para vender en el lado chileno. Entregaba estos productos a distintos almacenes.

Tiempo después se topó con un niño.

—Tengo celulares —le dijo el chico.

Ella los miró, le pareció que ante sus ojos tenía un buen negocio, que le permitiría juntar plata para comprar más mercadería y, en una de esas, su destino podía cambiar.

Le compró 40 celulares. Por un momento alcanzó a imaginarse en una tienda probándose un lindo vestido. Hacía mucho calor en Arica, y ese atuendo que traía de Tambo Quemado, que todas las mujeres de su tierra vestían, le hacía sentir que esta ciudad chilena era un horno.

Empezó por lo más práctico. Llamaría a su casa en Tambo Quemado y aprovecharía de probar la mercancía recién adquirida.

Desempaquetó uno de los aparatos y justo en ese momento la Paola, la pequeña de dos años que llevaba a sus espaldas, protegida en su manto, se puso a llorar… como si hubiera presentido algo, reflexionó Mery con el tiempo. Es que Paola siempre fue una niña diferente. Fruto de una relación efímera, nació, igual que Mery, en Tambo Quemado. No fue en una maternidad, sino en la misma casa, en un parto natural, donde la asistieron una prima y una enfermera.

Lloraba Paola, mientras Mery acababa de advertir: la habían estafado.

El niño-estafador nunca regresó.

Mery se fue a sentar en uno de los bancos de la Plaza de Armas de Arica. Ahí estuvo como tres horas, pensando qué iba a hacer mientras, acurrucada en su espalda, su hija dormía con el estómago vacío.

EL DÍA EN QUE MERY CONOCIÓ A SIMÓN

Mery no iba a esperar que llegara la noche en la plaza. De eso sí estaba segura. Partió a alojar donde una prima. Al día siguiente compró fruta para ir a vender a Bolivia: manzanas y uva. También llevó unos yogures a Tambo Quemado. No le alcanzaba para más.

Siguió yendo y viniendo, hasta que en una ocasión, como tantas otras, fue al terminal de buses de Arica y se le cruzó en la vida un hombre llamado Simón.

Esa tarde en el terminal ella andaba con una amiga que había sido compañera de escuela de Simón. Hizo las presentaciones y Mery lo observó de reojo. Era flaco el Simón. Miraba distinto, como con dulzura, y cuando sonreía tenía una sonrisa de pena, pensó Mery. Era de Curahuara de Caranga, donde la iglesia tiene techo de totora, una localidad que está a no más de 15 kilómetros de Tambo y allá nunca se vieron.

Se pusieron casi juntos en la fila. En eso estaban cuando alguien advirtió que ya no había pasajes. Quiso el destino que ninguno pudiera viajar. Se quedaron conversando. Él le contó de un desengaño amoroso; ella le habló de la vez que la estafaron.

Simón la vio grande y segura. Se fijó en que no tenía la tez oscura de sus coterráneas, sino un poco más clara, quizás dorada, en su tono moreno por el frío contra el sol. Tampoco su pelo largo era negro como la noche. Había alguna luz especial en ella. Si le preguntan qué le llamó la atención, dirá que la encontró franca. Decía las cosas como son. “Tengo mis hijos”, le advirtió el primer día con su voz algo ronca y su maciza presencia. Y luego, a la semana siguiente era el “18 chico” y él la invitó a bailar y ella le aceptó y al tiro le planteó: “Si quiere que vivamos juntos, será con mis hijos”.

A los pocos días ya estaban viviendo juntos, con Paola. Sus otros dos hijos mayores, Carlos y Mariela, permanecían en Bolivia.

Ambos fueron fruto de otra relación de Mery; su primer amor. Tenía 17 años cuando conoció a Julián. Pololearon casi 12 meses. Vivieron juntos durante tres años. Primero nació Carlos. Luego se quedó esperando a Mariela.

—Cuando cumplí 22, él se fue con otra. Me dejó cuando la Mariela estaba en la guata.

Mariela nació en 1995, cuando su hermano Carlos tenía tres años. Mery cargó con su destino. Se quedó cuidando a los hijos, mientras su madre le decía: “¿Cómo vas a trabajar, si tienes que criar?”.

En 1996 empezó a viajar a Arica para dedicarse al comercio. Cuando Mery conoció a Simón, Mariela tenía ocho y Carlos, 11. Paola había cumplido dos años y seguía protegida en su manta.

Paola…

¿Quién fue el padre biológico de Paola? Durante mucho tiempo, los hijos de Mery pensaron que era Simón Santos Pacajes Quispe, el boliviano que Mery conoció en el terminal de buses en Arica, como si estuviera predestinado. Pero no. Al enamorarse de Mery, Simón se hizo cargo de Paola. Simón, el del pueblo de la iglesia con techo de totora, el que lleva Santos por segundo nombre. El que tiene apellido de linaje.

Los “Pacajes” tenían el reino aimara que dominó el territorio situado al sureste del lago Titicaca posterior a la caída de la cultura de Tiahuanaco.

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