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GILGAMESH. EL HOMBRE ANTE LA MUERTE
(Drama en siete escenas)
Antonio Bentué
© Inscripción Nº 210.377
Derechos reservados
noviembre 2011
ISBN Edición impresa Nº 978-956-14-1225-5
ISBN Edición digital Nº 978-956-14-2568-2
Primera edición
Diseño: Francisca Galilea R.
Ilustraciones: René Poblete U.
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com
CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile
Bentué, Antonio
Gilgamesh: el hombre ante la muerte (Drama en siete escenas) / Antonio Bentué;
René Poblete (ilustraciones).
102 p.: il.
Incluye bibliografía.
1. Dramas españoles.
2. Gilgamesh.
I. Poblete Urquieta, René, 1941- , il.
II. t.
2011 862+DDC22 RCAA2
ÍNDICE
Prólogo
Escena I: La torre de Babel
Escena II: El Diluvio
Escena III: Gilgamesh y Enkidu
Escena IV: Descenso al Hades
Escena V: Ursanabi
Escena VI: Serpiente mortal
Escena VII: El Misterio de la vida
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En homenaje, y como signo de afecto,
al amigo Alberto Vega , en quien he descubierto el valor de la esperanza, enfrentada al límite de las expectativas. Y a mi querida Vitalia, que me hizo más cercana la muerte.
PRÓLOGO
Aun cuando la muerte no forma parte de la vida de nadie, puesto que acontece cuando alguien ha terminado ya de vivir1, la conciencia es capaz de “amargarnos la existencia” hasta hacérnosla experimentar como absurda. E incluso puede provocar en nosotros una inútil rebelión. ¡Resulta efectivamente absurdo, y una “injustificable violación”2, el que todo viviente concreto, –puesto que sólo se vive en concreto–, acabe siempre reducido a nada, al dejar de existir!
Y es que la conciencia prevé la muerte como el espectro de la aniquilación del propio yo, cuando constata que un “tú” muy cercano dejó de ser “tú”. Así, el “yo” toma conciencia de lo que ineludiblemente le espera. Y experimenta la angustia, al prever la propia aniquilación final. Es debido a ello que intentamos alejar de la propia conciencia ese espectro, transformando la muerte en “noticia”: ¡Siempre mueren los demás! De esta manera tratamos de disimular el problema y camuflar la angustia, convirtiendo la muerte de los “otros” en recurso incluso para permitirnos un mayor entretenimiento en la vida. A costa, claro, de muertes ajenas morbosamente publicitadas en los “noticieros” y mientras estas ocurran a suficiente distancia del ámbito en que se mueve nuestra cotidianidad. Los miles de muertos en Afganistán, en Irak o en el Congo, aunque puedan conmovernos, no nos inquietan demasiado, mientras sean impactantes “informaciones” que podamos observar, cómodamente recostados en un diván, frente a la pantalla del televisor, o leer en el periódico. E incluso podemos reírnos de la muerte, contemplando las fantasmagorías mortíferas de Rambo I
y Rambo II.
Sin embargo, el buen ciudadano neoyorquino de Manhattan, que experimentó mucho más cerca de lo deseado el espantoso derrumbe de las torres gemelas del World Trade Center, no pudo camuflar aquel escenario tan horriblemente mortal bajo su apariencia “noticiosa”. De un solo golpe, la “noticia” se convirtió para él en una real y aberrante brutalidad, que ocurría frente a sí, cara a cara. Mientras, para los televidentes del resto del mundo, se convertía únicamente en la gran “noticia” del año, sin que a las pobres víctimas de aquel desastre, contemplado en vivo aunque muy lejos de la dramática escena, les impidieran seguir saboreando su taza de café matinal.
El juego macabro de la conciencia, aprisionada entre la angustia ante una “muerte anunciada” y el intento evasivo por evitarla convirtiéndola en noticia, ha sido patrimonio de la humanidad desde su misma emergencia a partir del mundo animal inconsciente previo3.
Todo mal, aunque muy particularmente ese “mal de la muerte”, radica en la conciencia. Donde no hay conciencia no existe mal alguno, ni, por tanto, el de la muerte. El “mal” es experimentado como tal en la medida que hay conciencia del carácter “carente” e “indebido” de una situación concreta. Lo que es, por el mero hecho de ser, es bueno. Pero la conciencia capta también lo que podría, o debería ser, y no es. Uno puede intentar defenderse de esa conciencia del mal, integrando la “carencia”, sin hacerse ilusiones de ninguna especie. Como lo proponía Buda en sus “nobles verdades”: “Si quieres dejar de sufrir, deja de desear”4. Es decir, “no pidas peras al olmo” y acepta la realidad sin intentar evadirte de ella con proyecciones ilusorias5. Sin embargo, el contenido inconsciente de esa misma aceptación de la realidad frustrante, sin ilusiones, puede constituir también una “neurosis” desesperada de autodefensa.
¿Estamos, así, condenados a un callejón sin salida, tanto si nos ilusionamos con que hay salida, como si nos conformamos estoicamente con la imposibilidad del “escape”?
En realidad, mientras vivamos en este mundo, nunca podremos “saber” si hay o no esa “salida” más allá de la muerte. En su apariencia inerte y misteriosa, ¿es la muerte el rostro tras el cual se oculta un seno acogedor en algún Más Allá? ¿O es quizá tan sólo la máscara macabra de la nada? Pero si la nada constituye la última palabra, y la existencia humana consiste únicamente en “ser-para-la-muerte”6, esa muerte no está sólo al final, sino que acompaña toda existencia consciente, haciéndose carne de la vida del ser mortal. Y, así, no sólo la muerte constituye la amenaza de absurdo, sino que también la misma vida. Todo puede haber sido por nada. Como una gran y solemne tomadura de pelo o, en la forma más elegante de Lévi-Strauss, como una majestuosa y multicolor puesta de sol, que acaba en noche oscura.
Ese es el dilema ineludible que intenta mostrar el texto dramático que aquí presento. Para ello, me sirvo de un personaje mítico, Gilgamesh. Protagonista de la más antigua y venerable epopeya sobre la búsqueda desesperada de superación de la muerte7. El poema mesopotámico contiene también uno de los más antiguos mitos, el del diluvio, como caos que amenaza todo lo que existe en el cosmos8, comenzando por la vida humana misma.
Y, así, mientras estaba en pleno goce de la vida, la muerte toca, bruscamente, de cerca al tirano Gilgamesh, arrebatándole el amigo del alma, Enkidu, su “alter ego”. Destrozadas las sensaciones juveniles de inmortalidad, Gilgamesh no puede ya seguir camuflando la muerte como mera “noticia” que afecta sólo a los demás. Sólo le queda aferrarse con todas sus fuerzas al deseo, único recurso posible para seguir alimentando la esperanza de inmortalidad. Y hubiese podido casi lograrlo, de no haber sido por la “antigua serpiente” que, con su astucia engañosa, se encargó de poner la verdad del hombre en su sitio. El pobre Gilgamesh se vio, entonces, obligado de nuevo a renunciar a inútiles ilusiones y a conformarse con la trágica realidad. Tal como se lo había recordado la cervecera Siduri: “Cuando los antiguos dioses crearon a los hombres, los hicieron mortales, reservándose tan sólo para ellos la inmortalidad”. El único consuelo que le quedaba era, pues, el conformismo realista del carpe diem, tal como más tarde lo propondría también el estoicismo epicúreo greco-romano9.
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