Javier Naranjo Moreno - Lo que mi voz leía

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Por casi doce años me he empeñado en hacer en muchos lugares un ejercicio simple: recordar las experiencias en lectura y escritura que han tenido personas de diversas condiciones y culturas. La gran mayoría -casi todos realmente- de los que participaron, están o van a estar vinculados al ejercicio docente. En ese propósito me ha acompañado desde hace algunos años, mi esposa.Los resultados de ese ejercicio son las noventa y cinco cartas (escogidas entre casi mil quinientas) que ahora tiene en sus manos. Aunque es justo decir que en pocos casos no son precisamente cartas (pero así las llamaremos), son testimonios sin un destinatario particular, y en ellos cuentan su relación con las letras, o algunas circunstancias de su vida en la escuela. Transcribimos fielmente sus palabras desde su manejo de la lengua escrita, en la precariedad o riqueza de su dominio, y en los trazos de la fusión entre oralidad y escritura. Estos textos son como dibujos del ánima de cada uno, aún no constreñidos (ni construidos) por las reglas del bien escribir. Feracidad y erial que, admitimos, puede dificultar la lectura de quien se acerca a este libro. Y esa también es una manera de poner a prueba su propia condición lectora. Javier Naranjo Moreno

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Nombre Ana Rocío Lenis [HOLA MIS A YO ME A ENSEYADOA LOS GRITOS]

Notas al pie

Nota editorial

Este es el tercer título de nuestra colección LETRA X LETRA – EPISTOLAR. Y aunque hace parte de esa escritura (epistolográfica) que nace de un decir que se le envía a otro (cercano o lejano, vivo o muerto, real o imaginario), es un volumen que brilla por su contraste y autonomía. Como lo aclara uno de sus compiladores y editores literarios, Javier Naranjo, no siempre los textos suelen ser cartas en el sentido tradicional que las conocemos o las hemos nombrado; a veces son quejas directas, confesiones tristes, secretos revelados, declaraciones rabiosas, fragmentos de memorias, mínimas autobiografías… O sea, aunque el formato es el epistolar, su escritura transita por muchos lugares, y el alma que las envuelve es algo que, como editores, preferimos llamar poesía, pero una poesía de la vida, cotidiana, de las emociones, de las alegrías y los dolores, las amarguras y los recuerdos hondos. Lo bello de estas cartas, raras y únicas, radica en el hecho, como dice Naranjo, de que fueron escritas por aquellos que no están en nuestro radar de famosos y reconocidos, sino que son, como la mayoría de nosotros, ciudadanos y habitantes de las calles y los caminos; cartas que, a su manera, le pueden pertenecer a cualquiera cuando, a decir verdad, nos expresamos con nuestras palabras más sinceras y propias (las que nacen de nuestros sentimientos), y que no han pasado por ninguna norma ni regla de lenguaje: nuestro decir no -domesticado. Lo bello y conmovedor de estas cartas-textos-escritos es que los talleristas que las incitaron (Javier Naranjo y Orlanda Agudelo) lograron que los participantes (pertenecientes la mayoría al diverso mundo de la palabra, la docencia y la escritura) “sacaran” algo de la poesía personal que los acompaña, que los ha hecho ser lo que son, a su pesar o contento: en esto, Javier y Orlanda hacen magia; hoy en día, en este mundo nuestro, en el que es una necesidad aprender a convivir con la realidad y sus máscaras, mientras logramos conquistar un lugar, es harto difícil llegar a una escritura como esta: tan desnuda de corazón. Como editorial celebramos, desde que llegó a nuestras manos, este manuscrito: es un privilegio presentarlo a los lectores. Y, por último, algo sobre la unificación y el registro de la escritura: como editores y correctores estamos obsesionados con la correcta sintaxis y gramática, con la diafanidad y univocidad que ofrece la norma lingüística; este manuscrito, por decirlo así, exige su propia manera de ser leído: aquí, los errores no son errores, son huellas y alma de quien escribe. Por eso, cada carta es un pequeño mundo que pide paciencia para ser conocido y explorado. Dicho de otra manera: cada carta es la que edita nuestra manera de leer y comprender; incomoda, si hay resistencia; ilumina, si hay apertura. Es este un libro, sí, pero también es un coro y un hermoso viaje por cada caminito que son estas vidas. Y, lo mejor, un coro de otredades sobre nuestra realidad colombiana y latinoamericana, que tanto necesitamos seguir conociendo.

Juan Felipe Restrepo David

Presentación

Lo que mi voz leía es, si se quiere, un libro singular. Noventa y cinco testimonios acerca de cómo comenzó en la infancia la práctica de la lectura. Y quiénes tenían la responsabilidad en ese, casi siempre, tortuoso camino. Cuesta escribir la palabra “tortuoso”, cuando debería ser “festivo” la palabra empleada. Pero aquí mandan los recuerdos y ellos, correspondientes a noventa y cinco personas que les cuentan por escrito a Javier Naranjo y a Orlanda Agudelo sus primeras experiencias en dicho aprendizaje, son casi siempre inexorables. Sufrieron el duro carácter de sus profesores y guías, además de las adversas condiciones que en algunos casos tuvieron que padecer quienes querían, por encima de todo, aprender a leer. Y quienes hoy son o se aprestan a ser, en la mayoría de los casos, a su vez, profesores y guías de lectura.

Es un bello título el de este libro, que dice a las claras que cada uno de nosotros tiene una voz particular para juntar letras y pronunciar palabras, balbuceantes, que van conformando los pequeños universos que se abren ante nuestros ojos, ya para siempre. Y que, cualquiera sea ese camino, es la voz que conservaremos toda la vida. La voz que, sin duda, nos hace felices. Y trasmisores de felicidad, por lo tanto.

El lector se encontrará con testimonios (“cartas”, les dicen los autores) asombrosos y tal vez repudiables, porque la experiencia lectora va acompañada de castigos y de condiciones que, de nuevo, no se compadecen con lo que tendría que ser el reino de la alegría, de la holgura y de la libertad. Y también se encontrará con páginas de muy dudosa ortografía y con faltas de lenguaje que, como bien dice la introducción, ponen a prueba la persistencia de buenos lectores de quienes abracen estos testimonios. Páginas que, en todo caso, no desdicen en absoluto la validez de las experiencias. Deben ser, eso sí, un llamado de atención para ellos mismos, formadores o futuros formadores de lectores.

Luis Germán Sierra J.

Prólogo

Escribir fue leerme en el afuera

Profesora de Medellín

Por casi doce años me he empeñado en hacer en muchos lugares 1un ejercicio simple: recordar las experiencias en lectura y escritura que han tenido personas de diversas condiciones y culturas. La gran mayoría –casi todos realmente– de los que participaron, están o van a estar vinculados al ejercicio docente. 2En ese propósito me ha acompañado desde hace algunos años, Orlanda, mi esposa.

Los resultados de ese ejercicio son las noventa y cinco cartas (escogidas entre casi mil quinientas) que ahora tiene en sus manos. Aunque es justo decir que en pocos casos no son precisamente cartas (pero así las llamaremos), son testimonios sin un destinatario particular, y en ellos cuentan su relación con las letras, o algunas circunstancias de su vida en la escuela. Transcribimos fielmente sus palabras desde su manejo de la lengua escrita, en la precariedad o riqueza de su dominio, y en los trazos de la fusión entre oralidad y escritura. Estos textos son como dibujos del ánima de cada uno, aún no constreñidos (ni construidos) por las reglas del bien escribir. Feracidad y erial que, admitimos, pueden dificultar la lectura de quien se acerca a este libro. Y esa también es una manera de poner a prueba su propia condición lectora.

En los talleres nos reuníamos para recordar nuestros primeros tratos con las palabras, los libros que las nutrieron (o la ausencia de ellos), los olores, las atmósferas, las expresiones en los rostros, los gestos o las voces de quienes nos invitaron a leer y a escribir, o de quienes lo negaron, que, por cierto, también es otra historia, la de un no , la de no pude, la de no quise, o la de nadie me acompañó.

Las sesiones eran de tres horas en promedio. Al comenzar leíamos el testimonio del escritor boliviano Víctor Montoya en una escuelita del pueblo de Llallagua, Potosí, una región de reconocida tradición minera. Su texto se llama La letra con sangre entra , 3y en él evoca con gran poder su infancia lastimada por esa tortura cotidiana que fue su aprendizaje en la escuela Jaime Mendoza. El estremecimiento que causaba su relato nos tocaba, para llevarnos a la soledad de niño de cada uno, que se pregunta por la alegría o el sufrimiento con los que aprendió sus primeras letras. Compartíamos el extravío, el dolor y el miedo del niño Víctor, golpeado por su profesora y acostumbrado a la “pedagogía del silencio”, para luego buscar adentro, en nuestra risa de infancia, en los largos silencios o en la amorosa conversación con quienes nos mostraron la fuerza de las palabras.

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