Harold P. Simonson - Jonathan Edwards

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Esta obra es un instrumento tremendamente útil que beneficiará tanto su intelecto como su espíritu. Habla de
Jonathan Edwards, un teólogo norteamericano del siglo XVIII, un personaje que ha conformado en gran medida la vida intelectual y religiosa de muchas personas hasta nuestros tiempos, y que ha influido en ella. En este estudio, el profesor Simonson se centra en diversas maneras esenciales
para comprender y describir el camino a la salvación tal como lo expuso Edwards, incluyendo la narrativa, la experiencia y, un rasgo aún más distintivo de Edwards,
"los afectos".

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El 12 de enero de 1723 se produjo una confluencia notable de estos tres documentos, hasta tal punto que podemos precisar la ocasión de la conversión religiosa de Edwards. En esta época Edwards tenía 19 años; había estudiado seis años en Yale y estaba ya mediado su breve ministerio en Nueva York. Unos veinte años después, en su Narración personal , escribió acerca de este día: “Hice votos solemnes de consagrarme a Dios, y los anoté; entregué a Dios mi persona y todo lo que tenía; en el futuro ya no me pertenecería; actuaría como alguien que no tenía ningún derecho sobre su vida” (I, lvi). En sus Resoluciones para el mismo día escribió: “ Resuelto a no tener otro fin que la religión influya sobre todos mis actos; y que ningún acto será, en la más mínima de las circunstancias, nada que no vaya destinado al propósito religioso” (I, lxii). Y en su Diario de ese mismo sábado aparece una entrada de más de 900 palabras, que es con mucho la más larga de todo el documento. Escrita en diversos momentos a lo largo del día, registra la experiencia de la mañana: “He estado delante de Dios y me he entregado, todo lo que soy y lo que tengo, en sus manos” (I, lxvii). Por la tarde se planteó la pregunta de si después de su compromiso se permitiría “el deleite o la satisfacción” de los amigos, los alimentos y “los espíritus animales [naturales]”. Su respuesta afirmativa destacaba que esas alegrías deberían “contribuir a la religión”.

Otro tema que le interesaba mucho era hasta qué punto le parecía que debía dedicarse a sus actividades religiosas, aun al precio de su salud. Tenía motivos sobrados para preocuparse, porque nunca gozó de una salud física equiparable a la espiritual. Según Dwight, era “tierno y débil” incluso a una edad típicamente saludable como son los 23 años, y conservó su salud tolerable solo gracias a “cuidados incesantes” (I, lxxviii). Cabe destacar que su enfermedad prolongada interrumpió su trabajo como tutor en Yale, y otra enfermedad hizo que postergase durante varios meses su trabajo pleno en Northampton después de que la muerte de Stoddard en febrero de 1729 hubiera dejado vacante el púlpito para su joven sucesor. Por consiguiente, es comprensible la inquietud que manifestó Edwards ese día importante de 1723. Sin embargo, con una severidad implacable cuestionó si su deseo de disfrutar de algún reposo ocasional nacía de cierto tipo de cansancio engañoso que ocultaba su pereza y no de un agotamiento genuino. Independientemente de su origen, él decidió que el cansancio físico no le impediría dedicarse a su trabajo, a sus oraciones, estudio, redacción y memorización de sermones. La nota que escribió esa tarde lo deja claro: “Me da lo mismo lo cansado y cargado que me siento” (I, lxvii). Es evidente que Edwards concebía su compromiso religioso como una actividad que abarcaba todo su ser, cuerpo, mente y espíritu.

Pero, tal como sabía el peregrino de John Bunyan, incluso frente a las mismas puertas de la gloria hay un camino que lleva al abismo. Para Edwards el abismo se abrió casi de inmediato. Solo tres días más tarde se lamentaba: “Ayer, antes de ayer y el sábado me pareció que siempre retendría las mismas resoluciones y con la misma intensidad. Pero, ¡ay!, ¡cuán rápidamente fracaso! ¡Qué débil, qué impotente, qué incapaz de hacer nada por mí mismo! ¡Qué pobre ser incoherente! ¡Qué desdichado miserable sin la asistencia del Espíritu de Dios!” (I, lxviii). Dos días más tarde, el 17 de enero, escribió que estaba “sofocado por la melancolía” (I, lxviii). Esta batalla de fe no implica necesariamente que el tormento de Edwards fuese fruto de la incredulidad. Dicho claramente, sus dudas nacían de lo que él consideraba su relación incierta con Dios. Ahora, por primera vez, en su interior surgió el sentimiento de una verdadera dependencia, que le informó dolorosamente que, a pesar de todas sus resoluciones, seguía siendo una criatura dependiente de la asistencia divina. Lo que admitió, además, fue su propia incoherencia: la verdad impactante de que no era capaz de hacer lo que se había comprometido a hacer. Eso fue lo que detectó también Pablo y expresó en su lamento de Romanos 7: “¡Miserable de mí!” Tal como sabía el apóstol, el problema no radicaba en la voluntad. Escribió: “Y yo sé que… el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo” (7:18). A pesar de los muchos esfuerzos internos que le costó a Pablo escribir Romanos 8, afirmó que el cómo hacerlo dependía de la gracia divina enmarcada en la relación de la dependencia de Dios que tiene el ser humano. Esta verdad estaba tan profundamente grabada en el corazón de Edwards que, ocho años más tarde, en 1731, cuando tuvo el honor de predicar ante la élite eclesiástica de Boston, eligió el mismo tema, “Dios glorificado en la dependencia humana”, un sermón que dejó inequívocamente clara su postura frente a los agitados arminianos que estaban sentados entre el público.

Fue durante esos últimos meses en Nueva York cuando Edwards experimentó no solo las primicias del Espíritu, sino también el coste que estas suponen. En términos paulinos: todo su ser gemía en su sufrimiento, a pesar de que, como esperanzador contrapunto, siguió redactando más resoluciones. Su diario, sobre todo mientras fue tutor en Yale, revela una mente muy reflexiva y melancólica. Una explicación parcial surge de los problemas que seguían conmocionando al colegio universitario desde la insurrección de 1722, cuando el rector Timothy Cutler —que era tutor— y dos ministros vecinos renunciaron al congregacionalismo y, como lealtad al gobierno legal, se declararon episcopales. Cuando Edwards asumió sus deberes en mayo de 1724 el colegio seguía sin contar con un director. Aparte de los fideicomisarios que, alternadamente, ocuparon el cargo de vicerrector, solo tres tutores, incluyendo a Edwards, componían el personal docente. Por consiguiente, sobre ellos recaían todas las tareas administrativas y educativas cotidianas. Después de estar atrapado en estas circunstancias durante un mes, Edwards ya hablaba de “desaliento, temor, perplejidad, multitud de cuitas y distracciones de la mente” (I, lxxvii). Y tres meses más tarde: “Las cruces de la naturaleza que he encontrado esta semana me hicieron caer bastante por debajo de los consuelos de la religión” (I, lxvii). El siguiente junio escribió que estaba tan “apático” que lo único que le proporcionaba algún consuelo eran las conversaciones o el ejercicio físico. Su única entrada para el año 1726 resumió todo ese periodo complicado: “Ha sido un lapso de tres años en el que me he visto preso, en su mayor parte, en un estado y una condición de abatimiento, miserablemente insensible, frente a lo que yo solía ser en lo tocante a las cosas espirituales” (I, lxxviii).

Estos años evidencian que la conversión de Edwards no fue un suceso instantáneo, sino más bien una sucesión de perturbaciones cada vez más profundas que, implacablemente, produjeron en su ser una consciencia de su debilidad natural, incluso su impotencia, junto con el sentido de la gracia divina. Raras veces conoció la tranquilidad o lo que él más tarde llamó “dulce complacencia en Dios”, sin ser consciente también de temblores inquietantes en su alma. Su Narración personal se vuelve de lo más dramática cuando describe no solo su deseo de verse tan absorbido en Cristo, sino también su sensación omnipresente de indignidad. Ni siquiera su llegada a Northampton en 1727 para ocupar el púlpito junto a su ilustre abuelo ni su matrimonio con Sara Pierrepont, ese mismo año, disolvieron esos sentimientos antitéticos. En lugar de eso, su consciencia creciente de las “dulces y gloriosas” doctrinas del evangelio evidenciaba, en contraste, la sensación de su “maldad infinita”. La importancia de esta sensación doble se derivaba de la naturaleza de la madurez religiosa. Por supuesto, no es que Edwards se hubiera vuelto más malvado, sino que su conciencia profundizada le permitía verse con mayor transparencia. Como en el caso de Pablo, que aun regenerado se consideraba “el mayor de los pecadores”, Edwards, que se consideraba bendecido por “la dulce gracia y el amor” de Dios, se veía también como alguien que merecía “el lugar más profundo del infierno”. En ambos casos la conversión supuso una nueva forma de entenderse a sí mismo en relación con Dios.

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