El idioma religioso es el idioma de la fe. Al adoptar este paradigma, Edwards se desvió mucho de Locke, quien concebía las palabras como señales arbitrarias impuestas a las ideas, que no tenían ninguna conexión inseparable con ellas. Para Locke, las palabras vienen después de las ideas y solo tienen una relación arbitraria con ellas. Por otro lado, Edwards vinculó las palabras con las ideas reales (una idea real , bajo el punto de vista de Edwards, fue siempre una experiencia que participase de la emoción además del conocimiento), de modo que las palabras sirven para salvar el vacío entre el conocimiento y el ser, la cognición y la aprehensión. Fue un paso más lejos, intentando relacionar las palabras con la experiencia religiosa. Por supuesto que no lo consiguió, y él era consciente de que así sería. Conocía las limitaciones del lenguaje religioso, aunque no eran tan restrictivas como las de la estética. Edwards dijo que el lenguaje religioso nunca puede expresar plenamente el sentido del corazón. Tampoco puede ser el medio definitivo de la gracia. Las palabras son la causa “ocasional”, nunca la “suficiente”; preparan el corazón induciendo una disposición emocional para la aprehensión de la verdad religiosa, pero nunca son los medios suficientes para transmitirla.
En su calidad de predicador y escritor, Edwards utilizó las palabras como medios para preparar el corazón del oyente y del lector. En los dos últimos capítulos (5 y 6) analizo las maneras en que Edwards hizo esto, sobre todo cuando dio expresión a las grandes doctrinas cristianas del pecado y la salvación. Por lo que respecta a su tratamiento del pecado, presto una atención especial a “Pecadores en manos de un Dios airado”, el sermón más famoso que haya nadie predicado en Estados Unidos. Debato las ideas de Edwards relativas tanto a la salvación personal como a la historia de la salvación, incluyendo sus ideas sobre la creación y la escatología, aunque el comentario sobre ellas exige necesariamente un examen de la teología subyacente que estableció Edwards en determinadas obras no homiléticas. En este sentido, tienen una importancia especial obras como El pecado original (1758), La naturaleza de la verdadera virtud (1765) y Sobre el fin que tuvo Dios al crear el mundo (1765).
El énfasis de este libro recae sobre lo que Edwards definió como el sentido del corazón, la capacidad que trasciende el sensacionalismo de Locke, la racionalización, la especulación y la “comprensión”, la visión estética; es decir, la capacidad de experimentar por fin, por medio de la fe, la gloria de Dios y concebirla como el fin último y el propósito de su creación.
CAPÍTULO UNO
La historia de la conversión de Edwards
1. El corazón que despierta
Lo que sabemos de la primera época en la vida de Edwards, concretamente de sus emociones religiosas, antes de que fuera ordenado en Northampton en 1727, a los 23 años de edad, procede sobre todo de tres breves escritos que él nunca destinó a la lectura pública. Uno es su Narración personal , escrita en algún momento después de 1739, seguramente cuando Edwards contaba 40 años más o menos. Esta obra suele admitirse, justificadamente, como una de las mejores autobiografías de la literatura estadounidense. Dos terceras partes de la misma se centran en esos primeros años de la vida de Edwards, vistos desde una perspectiva que mejora gracias a muchos más años de reflexión madura. El segundo documento es un Diario que Edwards empezó el 18 de diciembre de 1722, cuando tenía 19 años, y que concluyó unos cuatro años más tarde, aunque, para ser exactos, hemos de decir que Edwards añadió una única entrada breve en 1728, otra en 1734 y tres en 1735. La tercera obra es lo que Edwards bautizó como Resoluciones , que son setenta, todas escritas antes de cumplir los veinte años. Tomadas en conjunto, estas tres obras abarcan los seis años en que Edwards fue estudiante universitario y posteriormente graduado de teología en Yale (hasta 1722); los ocho meses que dedicó al cargo ministerial en una iglesia presbiteriana escocesa en Nueva York (desde agosto de 1722 hasta abril de 1723); y el periodo anterior a su elección como tutor en Yale, los dos años que pasó en ese cargo y los pocos meses antes de su ordenación en Northampton el 15 de febrero de 1727. Esta fue la ocasión, según dijo su nieto y biógrafo Sereno Dwight, la ocasión en que Edwards “entró en la empresa de la vida”. 1
Al examinar la teología del corazón de Edwards y su fundamento en la experiencia redentora de la religión, es necesario contemplar esos primeros años debido a lo que nos revelan sobre su propia vida religiosa. Partiendo de estos tres documentos hay algo seguro: desde edad muy temprana a Edwards le interesó persistentemente el mundo misterioso de la religión. En primer lugar, su familia y su entorno alimentaron ese interés. Su padre, Timothy Edwards, fue ministro durante 64 años en East Windsor, el pueblo natal de Jonathan, y permaneció en el púlpito hasta su muerte en 1758, a la edad de 89 años, justo dos meses antes de la muerte de su hijo. Además, el abuelo materno de Jonathan era el venerable Solomon Stoddard, que fue durante décadas el ministro más influyente en todo el valle del Connecticut. La abuela materna de Jonathan, Esther Warham Mather, era la hija de John Warham, primer ministro de la colonia de Connecticut, y nieta de Thomas Hooker, el más poderoso de toda la primera generación de predicadores puritanos en Estados Unidos. Sin embargo, el linaje nunca explica satisfactoriamente el genio, ni tampoco explica del todo las predilecciones infantiles, como la práctica de Edwards: cuando contaba solo siete u ocho años se retiraba a una “cabaña” secreta que había levantado en los bosques pantanosos a las afueras de East Windsor, donde, junto con varios compañeros de colegio, oraba y “dedicaba mucho tiempo a conversaciones religiosas”. En su Narración personal escribió que, incluso a aquella edad temprana, antes de formar parte de la “Escuela colegiada” de Connecticut (el nombre originario de Yale) a los trece años, sus afectos parecían “ser vivaces y muy sensibles”, y que cuando se dedicaba a alguna “tarea religiosa” parecía encontrarse en su ambiente (I, liv).
Quien quiera seguir estos años, anteriores al momento en que Edwards comenzó su obra monumental en Northampton, deberá iniciar, por así decirlo, un peregrinaje de gracia que, como muchas características de la vida de Edwards, tuvo su inicio en un momento notablemente temprano. Escribió esos documentos sumido en la agonía y en el júbilo de la presencia sentida de Dios. Esas páginas manifiestan una intensidad como si, desde muy temprano en su vida, Edwards supiera que el propósito realmente fundamental de la vida tiene que ver con la religión. A pesar de la solidez de sus convicciones, también era consciente de que ese peregrinaje incluye profundas experiencias de temor e incluso terror. Así, descubrimos una y otra vez que las resoluciones de Edwards para encontrar la salvación y para hacer lo que es propio de la gloria divina se vieron acosadas por la melancolía, la rebelión y la desesperanza. Incluso cuando parecía “plenamente satisfecho” en lo tocante a las doctrinas de la soberanía, el juicio y la elección de Dios, se inquietaba cuando su mente “descansaba” en ellas. El hecho de que las palabras de 1 Timoteo 1:17 (“Por tanto, al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios, sea honor y gloria por los siglos de los siglos”) le manifestaran una nueva sensación de la gloria divina, una sensación radicalmente distinta a todo lo que hubiera experimentado antes, también le inducía a intentar con afán comprender la naturaleza salvífica de la experiencia y, en ocasiones, le paralizaba por su temible poder. La Narración personal nos presenta a un joven Edwards totalmente integrado en la dinámica de la fe, lo cual incluye necesariamente la paz y el desespero. Pero no sospechemos que Edwards, escribiendo este documento a una edad madura, creó conscientemente un mero personaje que representase en unos términos dramáticos la universalidad de su experiencia; una mera comparación con el Diario y las Resoluciones nos revela que, de hecho, recordaba sinceramente su adolescencia como una época de titánicas luchas internas, terriblemente privadas y subjetivas.
Читать дальше