Harold P. Simonson - Jonathan Edwards
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Jonathan Edwards, un teólogo norteamericano del siglo XVIII, un personaje que ha conformado en gran medida la vida intelectual y religiosa de muchas personas hasta nuestros tiempos, y que ha influido en ella. En este estudio, el profesor Simonson se centra en diversas maneras esenciales
para comprender y describir el camino a la salvación tal como lo expuso Edwards, incluyendo la narrativa, la experiencia y, un rasgo aún más distintivo de Edwards,
"los afectos".
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Aunque es importante admitir que la juventud de Edwards fue un momento de ferviente despertar religioso, es incluso más crucial recordar que las experiencias religiosas de Edwards, tanto si conllevaban una carga de pecado como de santidad, constituyeron el fundamento de su vida. No entender esto supone ignorar el significado esencial de todo lo que escribió más adelante en su vida. En la historia intelectual de Estados Unidos ha habido pocas personas que enraizasen más profundamente que Edwards sus escritos en la experiencia privada. Para él, se trataba de una experiencia cristiana. Como ingredientes de esa realidad tenía las doctrinas del pecado y la salvación, el juicio, la gracia y la elección. Las defendía porque experimentaba esa realidad, no porque quisiera defender el calvinismo per se . Lo que Edwards definió repetidamente como “un sentido del corazón” nacía de ese sentido personal, empírico.
Por supuesto, podemos argumentar que la fuerza subyacente en los tratados principales de Edwards fue también polémica, y que esas obras iban destinadas a hombres y cuestiones teológicas concretas de su época. Así, por ejemplo, su Tratado sobre los afectos religiosos fue una respuesta a los racionalistas; su Humilde estudio sobre las cualificaciones de la comunión respondía a aquellas personas, incluso dentro de su propia congregación, que respaldaban la postura de Stoddard y el Pacto del Camino Intermedio *; su Libre albedrío buscaba el blanco claro de los arminianos; y su Doctrina sobre el pecado original fue una respuesta directa al reverendo John Taylor.
Sin embargo, debemos reiterar la idea de que Edwards quiso que sus grandes tratados intelectuales quedasen corroborados por el corazón humano. Sus propios afectos religiosos fueron el motor de esa redacción. Un rasgo distintivo implícito en su teología general, incluso cuando se mostraba fríamente polémica, es la centralidad que otorga al ser humano y a la condición de su corazón… siempre en relación con Dios. Si, tal como sugiere John MacQuarrie, una teología existencial presupone al hombre como un “yo” único distinto a la naturaleza y personalmente responsable ante Dios, entonces a Edwards se le puede llamar existencialista. 2Edwards se veía a sí mismo bajo esta luz existencial, y creía que solamente al separar al ser humano de la naturaleza puede este conocer su verdadero ser y su unicidad. Así, alcanza su destino no al perderse en la naturaleza, ni al conservar su condición caída dentro de ella, sino solo cuando recibe gracia para vivir aparte de ella y en relación con un Dios personal de la historia; un Dios iracundo, lleno de gracia, viviente. Este Dios no es nunca un mero Emprendedor Inmóvil, una Primera Causa, un Absoluto Intemporal. Tampoco es el Dios de la especulación y el entendimiento filosóficos. Haciéndose eco de Pascal, Edwards declaró que Dios es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; de hecho, el Dios soberano del ministro y teólogo más destacado de Northampton.
2. Locke y el empirismo
Los dos factores básicos en la psicología de Edwards eran (1) lo especulativo o conceptual y (2) lo intuitivo. Al primero también lo llamaba “entendimiento”, y al segundo “voluntad”, “inclinación”, “afecto” o “sentido del corazón”. En este estudio nos ocuparemos sobre todo de este último, y ya hemos destacado que los primeros escritos de Edwards, su Diario y sus Resoluciones , así como su obra maestra autobiográfica, Narración personal , derivan todo su tono de esta faceta afectiva de su experiencia. Si tenemos en cuenta que esos escritos expresan tan íntimamente sus experiencias durante su época en Yale, no nos sorprenderá descubrir que en estas tres obras no alude a ningún otro libro que no sea la Escritura. Este hecho sugiere la primacía, así como la privacidad, con la que consideraba sus convicciones religiosas cada vez más profundas.
Sin embargo, sabemos que el currículo de Yale incluía el latín, el griego, el hebreo, la teórica ramista y la lógica, y que entre sus materiales habituales figuraban las Medulla y las Tesis y casos teológicos , de William Ames. Basándonos en el tratado sobre los arcoíris que escribió Edwards antes de entrar en Yale podemos aventurar que había leído la Óptica de sir Isaac Newton, y cuando era estudiante universitario devoró la obra de John Locke Ensayo sobre el entendimiento humano . En su último año de carrera pidió a su padre que le enviase “la Geometría de Alstead y la Astronomía de Gassendus”, además de El arte de pensar , de Antoine Arnauld y Pierre Nicolet. 3Cuanto más examinamos estos años formativos, más evidente es que junto a la creciente consciencia religiosa de Edwards se iba forjando un impresionante recorrido intelectual. Es cierto que ambas facetas no se pueden separar arbitrariamente, pero Edwards insistía en una naturaleza doble del conocimiento, y durante sus años como estudiante formuló lo que se parecía superficialmente a esta división de categorías. La idea incluso más importante sugiere que en esta época Edwards intentaba comprender todo el fenómeno de la propia mente, un fenómeno que verificaba diariamente en su propia vida emocional e intelectual. Resulta instructivo observar el modo en que realizaba Edwards esta tarea.
Cuando tenía 16 años y cursaba el último año de Yale, escribió lo que se ha llamado “uno de los documentos más emocionantes de toda la historia intelectual estadounidense”. 4Con el título de Notas sobre la mente , la obra consiste en 72 entradas, algunas de ellas con solo unas frases, y otras con párrafos extensos. Dentro de las Notas figuran dos entradas que podríamos calificar de ensayos: “Sobre la existencia” y “Los prejuicios de la imaginación”, y al final de las Notas hallamos un esbozo que, aparentemente, él quería usar como un tratado sobre la mente, que ya había proyectado pero no había escrito. Este documento, admirablemente reconstruido por el profesor Leon Howard, revela el despertar intelectual del Edwards que se convertiría en la mente más destacada de los Estados Unidos del siglo XVIII. Podríamos remontarnos aún más en las obras “intelectuales” de Edwards llegando a aquellas composiciones breves pero notables que redactó antes de entrar en Yale: ensayos sobre el alma, las arañas voladoras y los arcoíris. Pero es dentro de las Notas donde hallamos la primera indicación sólida de que aquí tenemos a un joven con una agudeza intelectual impresionante.
El hecho de que John Locke fuese una fuerza poderosa para su crecimiento no minimiza ni por un instante la afirmación de que Edwards, incluso de joven, fue un pensador independiente. Para el estudiante universitario, el Ensayo de Locke fue un verdadero tesoro (como “puñados de plata y de oro”, dijo Samuel Hopkins, un amigo personal de Edwards y su primer biógrafo 5), donde encontró serenas especulaciones sobre la mente y sobre su percepción de la realidad. Aunque cautivado por las ideas de Locke, Edwards siguió estando inquieto, deseando en todo momento trascender a Locke y buscando más de lo que este podía darle. El joven Edwards consideraba atractivo el concepto de causa natural y efecto de Locke porque implicaba un diseño universal, pero también especuló más sobre la naturaleza de ese diseño. Le atribuía las cualidades teleológicas de igualdad, correspondencia, simetría y regularidad. Pensaba en él en términos de armonía y de proporción. Se aventuró incluso más hacia la postura idealista de considerar que toda la materia y las proporciones eran “sombras” del ser supremo en una proporción unitaria.
Dilucidar si a estas alturas leyó o no a George Berkeley es menos importante que el hecho de que la propia reflexión de Edwards, notablemente meticulosa, le llevó a un idealismo temprano. 6En él participaba un Creador o Mente divina en quien todas las cosas confluyen con una armonía perfecta. La esencia de esta armonía es el amor divino. La analogía de Edwards es concreta: “Cuando una cosa armoniza dulcemente con otra, como las notas en la música, las notas están conformadas de tal manera, y mantienen semejante proporción unas con otras, que parecen respetarse mutuamente, como si se amaran unas a otras. De modo que la belleza de las figuras y de los movimientos es… muy semejante a la imagen del amor”. La “dulce armonía” entre las numerosas partes del universo se convierte en la imagen del “amor mutuo”. Lo que Locke había concebido como la ley natural era para Edwards un universo en el que todas las cosas consienten al todo con amor. En este consentimiento se hallaba el Ser verdadero o, usando uno de los grandes términos de Edwards, la auténtica “excelencia”. Aquí Edwards luchaba contra un concepto mediante el cual intentaba reconciliar el ser finito y el infinito. Él pensaba que esta reconciliación se produce cuando el uno consiente al otro. En resumen: la excelencia es esa apoteosis en que el ser consiente al Ser. La naturaleza de este consentimiento es el amor: “La excelencia espiritual se resuelve en amor”. 7
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