Tal vez haya sido el fotógrafo o la pose “de escritora” sentada en el escritorio, pero en la tapa de la revista Nuestro Teatro Salvadora parece una nena de doce. “Tres-cuarto, perfil derecho” con los ojos muy abiertos, grandes y compasivos, la boca entreabierta, con cejas arqueadas. En la foto no se ve el pelirrojo de amazona de cómic, pero sí el casquete con jopo peinado al costado. Elvira es su doble de juventud y es a través de ella que se despacha contra todo lo que odia: el trabajo alienante, el matrimonio, la burguesía. Es una novela de aprendizaje.
En el teatro anarquista el maniqueísmo es rey para que la identificación sea rápida. Según el historiador Juan Suriano, el teatro era el eje de las veladas libertarias, ya que “reunía las condiciones de la propaganda escrita y oral; muchos anarquistas pensaban que el teatro superaba la conferencia y el libro”.49 En Almafuerte están todos los grandes temas de la propaganda anárquica de la época, pero también había otra dramaturgia anarquista en la que aparecía “la mujer como enemiga”, la que mientras su compañero “va a la lucha” reza el rosario encerrada en su casa.
Salvadora, al igual que otros escritores, rechazó el exceso de lirismo. Se trata de una literatura de intención primera, de urgencia y disidente50 que buscaba eficacia en la transmisión de la ideología. Si en el principio fue el verbo, la literatura de izquierda argentina comenzó con la obra de los anarquistas Alberto Ghiraldo, Federico A. Gutiérrez –que de policía pasó a ácrata y lo echaron de “la fuerza” por sus odas a la delincuencia– y José de Maturana. Y la emergencia de esa palabra predicó sobre un sujeto que se impuso en la nueva Argentina: el miserable. Buenos Aires, gran aldea, se convirtió en un escenario ruin e indigno: conventillos, hacinamiento, tuberculosos, desempleados, milonguita, pungas y mala vida. Como contracultura, el anarquismo buscó encender la potencia sediciosa de las y los plebeyos. Para todo ofreció respuestas y propuestas, ¿para qué esperar?, ¿cuál sería la ventaja de aguardar por mejores momentos, si la dominación es nuestra contemporánea?
El santo del anarquismo
José Ferrari conducía el “milord” tirado por dos caballos. Acababa de arrancar dos cuadras atrás por Quintana. Esperaba a sus pasajeros que venían del cementerio de la Recoleta. Eran las 12.15 del 14 de noviembre de 1909 y el coronel Ramón Lorenzo Falcón conversaba acomodado en el carruaje con su secretario Juan Lartigau. Estaban llegando a Callao cuando un muchacho vestido de negro empezó a correrlos por atrás. No iban rápido. El muchacho tenía algo apretado al cuerpo y logró llegar al lado del estribo, despeinado, desencajado. La mano derecha hizo un movimiento rápido pero preciso y logró tirar el paquete en el asiento de los pasajeros. Cuando entendieron lo que estaba pasando ya era tarde. Un pestañeo y el ruido los ensordeció, la explosión los sacó del auto como invertebrados, la sangre no tapó el agujero que la bomba dejó en el empedrado. Sobrevivieron algunas horas. Simón Radowitzky corrió hacia Libertador, pero lo alcanzaron. Gritó “¡Viva la anarquía!” y se dio un tiro en el pecho. No murió.
Detenido, las autoridades buscaron por todos los medios acelerar el proceso judicial para aplicarle de inmediato la ley marcial. Pero llegó el acta de una sinagoga rusa que probó que Simón tenía veinte años, era menor de edad y no podía recibir esa pena. Le esperaba en cambio la condena a pasar veintiún años en el presidio de Ushuaia, la mitad en confinamiento solitario.
La historia de ese atentado comenzó meses antes, el 1° de mayo de ese año en plaza Lorea, anexa a la plaza del Congreso, y no solo es el “sangriento epílogo” de la Semana Roja, sino también el comienzo de la vida del “santo del anarquismo”, Radowitzky, que había llegado a principios de 1908 a la Argentina en el mismo barco que Esther Porter, la madre de David Viñas.
La de Falcón51 es una historia de represión obrera demasiado larga. Comandó los desalojos de 1907, cuando las inquilinas se declararon en huelga, y mandó en pleno invierno a que los bomberos arrojaran a las familias agua helada con sus mangueras de alta presión. Con el balazo de un arma reglamentaria cayó el niño de catorce años Miguelito Pepe. El 1° de mayo de 1909, cuando el acto anarquista en plaza Lorea había terminado y las mil quinientas personas se estaban dispersando, la policía comandada por Falcón comenzó a dispararles por la espalda. Quería desalojar la plaza y la llenó con catorce muertos y más de ochenta heridos.
Caras y Caretas salió rápido a justificar a Falcón que, después de seis meses de la masacre, no había sido citado a declarar ni recibido alguna condena pública. La revista lo destacó como “una de las figuras más familiares de la ciudad”, que intervino en episodios “bien simpáticos”, “entre los cuales es justo recordar el de la huelga de conventillos, a cuya solución contribuyera él eficazmente, poniendo su influencia de parte de los inquilinos, a quienes favorecía la razón en el conflicto”. Para el cronista, nunca confundió a los anarquistas –con quienes sostuvo un duelo a muerte– con los obreros, “de ahí que no exista siquiera la única atenuante que se podría alegar en descargo del crimen absurdo cometido en su persona”. 52
Pero si Falcón estaba muerto, la propaganda iniciada por él contra los anarquistas había sido eficaz. Civilización y Estado se ubicaron en la misma vereda y lo que no se plegara al nuevo orden sería un común adversario. Ante Falcón difunto, “vinieron a la memoria todas las constantes advertencias relativas al progreso del terrorismo en Buenos Aires y a la necesidad de combatirlo enérgicamente”.53
Los festejos del Centenario fueron nacionalistas y bajo el estado de sitio. Las publicaciones oficialistas destacaban las victorias económicas alcanzadas por la industria agropecuaria, el arraigo de los bancos y el triunfo del comercio. Este “progreso envidiable y sólido” fue el espíritu común al que se encomendaban las capas medias y altas de la sociedad y gran parte de los intelectuales europeos que miraban la Argentina y fueron encuestados por Soiza Reilly. Solo algunas voces incomodaron. Para Máximo Gorki “el aumento del imperialismo de los Estados Unidos traerá para la América del Sur una grave invasión política y económica”. Paul Adam, un novelista francés de moda en ese momento, pero sin datos sobre el país, imaginó “la gloria de inaugurar sobre su suelo virgen la ciudad futura de Karl Marx o la de Kropotkine”. Paul Reclus fue el único que estaba en tema y recordó las expulsiones masivas de extranjeros “que no piensan como los hombres que gobiernan vuestra nación”.54
De este mundo salió Simón Radowitzky para recalar en Tierra del Fuego. Una vez vengados sus compañeros, nunca más habló de Falcón. Los anarquistas se referían a él como “Simón, un niño grande”. “Era un alma sencilla y sincera –escribió Luce Fabbri–, sin complicaciones ni ‘complejos’, que salía del infierno con la misma profunda honestidad y con el mismo amor confiado por sus semejantes con que había entrado en él: un alma milagrosamente invulnerable”. 55
Golpeé las puertas del Tugurio, la casa de Osvaldo Bayer, muchas veces. La primera fui con una lista de nombres que se me escapaban, que nadie conocía, y que solo él podía recordar porque fue un obsesivo de la nota al pie. Nos sentamos alrededor de la bomba Orsini de percusión que adornaba una mesita y comenzó a hablar de personas como si lo hubieran visitado en la semana. Dejé para el final a Simón Radowitzky porque quería leerle el escrito inédito de Salvadora. En voz alta, yo en la voz de ella, invocando el fantasma de Simón y con las intervenciones de Bayer, parecía un delirante diálogo con médium.
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