Alfredo Sanfeliz Mezquita - Por fin me comprendo

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Pocas cosas hay como enriquecer el conocimiento de nosotros mismos para caminar hacia la sabiduría, mejorar nuestra propia gestión y comprender aquellas áreas grises o miedos que nos gustaría superar. Con esta premisa, Por fin me comprendo nos muestra todo un escaparate de ideas y perspectivas de gran ayuda para los lectores que quieran aumentar la capacidad de comprenderse mejor a sí mismos y a los demás.Este libro de Alfredo Sanfeliz, escrito en su habitual estilo directo y ameno, salpicado de ejemplos y anécdotas con los que el lector podrá identificarse, constituye una magnífica guía de funcionamiento del ser humano. Sin pretender ser una obra de divulgación científica, es un manual riguroso que recoge la vasta experiencia de su autor de décadas dedicado al campo de la investigación del comportamiento humano.El objetivo final de esta obra es contribuir a que los lectores logren una mayor consciencia sobre las fuerzas y mecanismos que nos mueven, de manera que puedan ser dueños de su propio destino y protagonistas de una vida bien vivida.Marcos Ríos-Lago, profesor de la UNED de Psicología Básica y Neuro-psicología, redondea esta obra con un buen prólogo.

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Uno de los rasgos o características más claros y singulares del cerebro humano es que cuando no está dedicado a otra tarea tiende a arrancarse para pensar, buscar o cuestionarse si estamos amenazados por algún peligro, anticipando escenarios futuros, cuestionando si podríamos hacer las cosas de manera mejor para nuestra vida o si debiéramos estar haciendo algo que no estamos haciendo. En definitiva, se trata de una actividad cerebral por defecto de otras que nos diferencia de forma radical de otros animales. Aunque puede tener otros nombres, en algún artículo científico he visto referirse a ello como «mind wandering» («deambuleo mental») y me gusta por su paralelismo con ese dar vueltas y vueltas a las cosas sin rumbo fijo como cuando deambulamos. Quizá otros animales puedan compartir algo de ese deambuleo, pero indudablemente en el hombre dicho fenómeno es de muy intenso uso y un alto grado de sofisticación, lo que marca una gran diferencia.

Me encanta observar a mi perro cuando tiene el estómago lleno y está tranquilo. No me puedo meter en su cabeza, pero no tiene ninguna pinta de estar preocupándose por su futuro. Sencillamente está tranquilo y con pinta de estar disfrutando de su existencia, o al menos parece estar libre de factores mentales perturbadores de su paz interna.

Lo mismo puede decirse de un ciervo pastando en el campo cuando no le acechan peligros y se echa una vez se encuentra bien alimentado. No parece querer nada más, ni pensar en el día de mañana o preocuparse por si en algún momento hay un incendio en el bosque o llega una sequía.

Los animales no sufren el desasosiego que sí sufre el humano vislumbrando peligros por todos los lados, pensando todo lo que podría hacer y no está haciendo, preparándose para la vida en el futuro, comparándose con los demás para medir su posición en la sociedad. Y como eso, y cada loco con su tema, muchas cosas más relacionadas con una inquietud por nuestra seguridad, protección, calidad de vida futura, posicionamiento social, etc. En gran medida ese pensamiento por defecto nos priva de agarrar y vivir de verdad el presente. Pues nosotros siempre estamos físicamente en el «aquí y ahora» pero nuestra mente o nuestra cabeza tiende a estar proyectada en otros momentos o en ideas o reflexiones ajenas al presente.

Se dice que este rasgo es probablemente el mejor mecanismo de supervivencia y el que ha llevado al ser humano a un estadio de desarrollo muy superior al resto de los animales en muchas facultades. De tanto dedicar la cabeza a prevenir, a compararse con los demás, a anticipar peligros, a pensar en cómo prepararnos para las contingencias, desarrollamos unas fortalezas que nos hacen mejores supervivientes en una naturaleza siempre llena de peligros. Además, el desarrollo así alcanzado nos coloca en mejor posición para someter al resto de especies.

Por ello, desde esa perspectiva debemos estar agradecidos a este mecanismo, pues a él le debemos haber llegado hasta donde hemos llegado en cuanto a desarrollo y evolución. Podemos apreciarlo tanto en aspectos puramente científicos y organizativos, que nos han procurado progresos materiales y de eficacia, como en aspectos artísticos, lúdicos y espirituales, que nos procuran otras satisfacciones probablemente exclusivas del ser humano.

Pero, a su vez, desde otra perspectiva debemos ser conscientes de que ese mecanismo es también responsable de muchas causas de insatisfacción, desasosiego y pérdida de la paz interior que tanto contribuye a nuestra felicidad. La inquietud y la agitación que proceden del constante cuestionamiento y la reflexión o la insatisfacción por pensar que algo podría ser mejor o más seguro nos expropia en gran medida la vivencia plena y contemplativa del presente que constituye el único vivir pleno y consciente. Por ello, como ocurre con otras funciones o mecanismos del ser humano, el deambuleo mental debe ser administrado adecuadamente si no queremos que una magnífica herramienta de crecimiento y protección se convierta en una esclavitud de la que no podemos liberarnos. Una esclavitud supuestamente al servicio de nuestra supervivencia y la de nuestros descendientes que seguramente no cumplirá su función si nos excedemos en su uso. El exceso puede sin duda provocarnos una pésima calidad de la experiencia «vivida» de la vida. Es claro que llevado al extremo el uso obsesivo de ese mecanismo de pensamiento por defecto será causante de desequilibrios o sufrimientos psicológicos, convirtiendo la vida en la carga de vivirla, lo que puede llevarnos a nuestro propio debilitamiento.

Empezaba este apartado refiriéndome a las vacaciones y a los descansos dominicales, pues durante los mismos se supone que deberíamos dar también vacaciones a nuestro deambuleo mental. Si no durante todo el tiempo sí al menos en su mayor parte. Pero, lamentablemente, en las sociedades modernas estamos más sometidos a la maquinaria de la sociedad que nos exige cuidar muchos frentes y dar la talla en todos ellos. Y esto provoca que ese descanso real nos lo permitamos demasiado poco. Me llama especialmente la atención observar (así por lo menos lo observo yo) que muchas veces, sin ser muy conscientes de ello, hacemos muchas cosas más para poder «contárselas» a los de nuestro entorno que realmente porque las disfrutemos. O dicho de otra forma, las disfrutamos porque podremos contarlas. En definitiva, nos permitimos poco descansar haciendo nada o lo que realmente nos apetezca, pues hasta en esos momentos de supuesto descanso estamos trabajando en crear una estética de vacaciones atractivas para poder contarlas. O lo que es lo mismo, trabajando nuestro estatus y atractivo para asegurar nuestra supervivencia social.

Pocas veces nos permitimos de verdad el paso del tiempo de forma plenamente «inútil» sin que sirva para nada, ni siquiera para contarlo, pues de alguna manera tenemos una cierta obsesión por no «perder» nuestro tiempo. Y de tanto intentar no perderlo a menudo perdemos la purificación y la renovación que produce un verdadero descanso mental. Desconectar ese deambuleo y centrar nuestra atención en la plena vivencia asociada al momento presente en el que estamos es la única forma de verdadera vida, pues solo en el presente se vive. Cuando vivimos con nuestra mente en el futuro o en algo distinto a lo que estamos haciendo llegamos a perder el verdadero y pleno disfrute del momento, perdemos la vivencia auténtica de la experiencia de vida. Siempre me he hecho esta reflexión cuando la gente en los viajes o ante animales, paisajes o situaciones, que solo tenemos durante un breve momento para ver y disfrutar, en lugar de contemplarlos y disfrutar se dedican nerviosos a hacer fotos para inmortalizarlos y poder enseñar después el vídeo o la fotografía en Instagram.

No resulta nada sencillo aquietar el deambuleo mental y nuestras inquietudes en general. Pero por salud y plenitud interior deberíamos practicar mucho más su aquietamiento. Se trata de conseguir estados de observación y contemplación en los que nada concreto pasa por nuestra mente, más allá de divagaciones inútiles asociadas a las visiones o a los estímulos sensoriales que vamos teniendo. Pero es sumamente complicado para una persona de nuestro tiempo permitirse el lujo de estar sentada una o dos horas sencillamente sin hacer nada, ni pensar en nada de utilidad relacionado con su futuro. Y ello se hace especialmente difícil en una sociedad tan exigente como la nuestra en la que, como ya he dicho, para nuestra supervivencia social nos preocupamos mucho de hacer cosas para contarlas. Ello nos dificulta dedicar el tiempo a cosas maravillosamente simples o sencillas, que cuando se cuentan no resultan socialmente atractivas ni glamurosas ni revierten utilidad para nosotros.

Por alguna razón pocas escenas nos permiten entrar en situación contemplativa. De forma natural se consigue con mucha facilidad cuando uno contempla el fuego, el discurrir de un río de montaña o el horizonte desde la orilla del mar. Se trata de escenas que provocan miradas que desactivan el mecanismo del deambuleo y nos dejan tranquilos durante un rato. Y creo que lo consiguen por una doble razón. La primera porque el movimiento mayor o menor de la escena «nos distrae» o distrae a nuestra mente al reclamar atención. Por otra parte, son situaciones atractivas de las que podemos alardear con los demás diciendo cosas como «pasé la tarde mirando la chimenea en el campo» o «qué maravilla de semana en la playa sin hacer nada en todo el día». De alguna forma el mindfulness, tan de moda hoy en Occidente, cumple de forma similar la doble función de parar nuestra mente, a la vez que otorga un atractivo social por el glamuroso halo que lo rodea.

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