Muchos científicos y personas niegan la existencia de ese universo del misterio por el hecho de conocer determinados fenómenos físico-químicos que nos afectan y dan una explicación desde ese ámbito a muchas cosas que nos ocurren. Es evidente que nuestro cuerpo es un laboratorio químico y que son las secreciones de un tipo u otro las que contribuyen de forma determinante a nuestro bienestar y sufrimiento. Y es también evidente que las secreciones están siempre asociadas a nuestras actividades y conductas, como se segregan endorfinas haciendo deporte, se cambia la regulación del ácido gamma-aminobutírico (GABA), la serotonina o la norepinefrina durante la meditación o se activa el núcleo accumbens al sentir placer. Y negar esto hoy desde argumentos de fe religiosa me parece algo tan equivocado como lo fue hace siglos la negación por la Iglesia Católica de que la Tierra giraba alrededor del Sol. Pero todas esas verdades científicas no destruyen las convicciones y vivencias espirituales, que no pueden, en ningún caso, ser tratadas con el método científico.
Me cuesta mucho aceptar el fundamentalismo de algunos científicos cuando declaran categóricamente determinadas cuestiones, como por ejemplo que se puede probar la no existencia de Dios. Me permito recomendarles una mínima humildad que los lleve a aceptar que hay un territorio más allá de la ciencia en el que pueden existir otras explicaciones, aunque no seamos capaces de acceder a ellas. Y como ejemplo de esa humildad científica que yo creo que deberían tener todos los científicos me permito trascribir un extracto de un libro de David Eagleman titulado Incógnito. En este pequeño relato, David Eagleman, siendo uno de los grandes expertos hoy en neurociencia, tiene la suficiente humildad para admitir que la ciencia tiene sus límites y para ello nos relata una situación teórica creada a modo de mero ejemplo. En esa pequeña historia hace un paralelismo que deberían tener más presente los científicos que con cierta arrogancia desprecian o afirman la inexistencia del misterio más allá de los límites del propio método científico que se basa en la observación con límites en lo conocido. Merece la pena dedicar un par de minutos a esta transcripción literal que el propio Eagleman denomina «la Teoría de la radio»:
«Imagine que es usted un bosquimano del Kalahari y que se topa con una radio de transistores en la arena. Puede que la coja, haga girar los botones y de repente, para su sorpresa, oiga voces brotando de esa extraña cajita. Si es usted curioso y tiene una mente científica, puede que intente averiguar qué ocurre. Puede que levante la tapa trasera y descubra un nido de alambres. Pongamos que ahora comienza un estudio concienzudo y científico de qué provoca las voces. Observa que cada vez que desconecta el cable verde, las voces callan; cuando vuelve a conectar el cable se vuelven a oír las voces. Lo mismo ocurre con el alambre rojo. Si tira del alambre negro las voces se vuelven embrolladas y si elimina el alambre amarillo el volumen se reduce a un susurro. Lentamente lleva a cabo todo tipo de combinaciones y llega a una conclusión clara: las voces se basan por completo en la integridad del circuito. Al cambiar el circuito, se deterioran las voces.
Orgulloso de sus nuevos descubrimientos, dedica su vida a desarrollar una ciencia de cómo ciertas configuraciones de cables crean la existencia de voces mágicas. En cierto momento, un joven le pregunta cómo es posible que algunos circuitos de señales eléctricas puedan engendrar música y conversaciones, y usted admite que no lo sabe, pero insiste en que su ciencia está a punto de desentrañar el problema en cualquier momento.
Sus conclusiones se ven limitadas por el hecho de que no sabe absolutamente nada de las ondas de radio ni, en general, de la radio electromagnética. El hecho de que en ciudades lejanas existan estructuras llamadas repetidores de radio (cuyas señales producen las ondas invisibles que viajan a la velocidad de la luz) le resulta algo tan ajeno que ni siquiera se le pasaría por la cabeza. No puede saborear las ondas de radio, no puede verlas, no puede olerlas y no tiene ninguna razón acuciante para ser lo bastante creativo como para ponerse a fantasear acerca de ellas. Y si soñara con ondas invisibles de radio que transportan voces ¿a quién podría convencer de su hipótesis? No posee ninguna tecnología para demostrar la existencia de las ondas y cualquiera le señalará, con razón, que tiene la responsabilidad de convencer a los demás. Así acabaría convirtiéndose en un materialista de la radio. Concluiría que, de alguna manera, la configuración correcta de cables engendra música clásica y conversación inteligente. No se daría cuenta de que le falta una pieza enorme del puzle».
También Antonio Damasio, uno de los neurocientíficos actuales más prestigiosos y gran estudioso del cerebro humano y de su entronque en el funcionamiento de la vida, en su libro El extraño orden de las cosas, desde su ejemplar humildad científica afirma que «es muy natural que el influjo de descubrimientos científicos tan deslumbrantes y poderosos nos haga creer en certezas e interpretaciones prematuras que el tiempo descartará sin piedad».
Todos los conceptos que existen a ojos del ser humano son creaciones a través de la capacidad creativa unida al lenguaje. La creación de representaciones mentales por alguien, seguida de la trasmisión a otras personas de esas ideas creadas a través del lenguaje, crea conceptos que acaban arraigando en la sociedad. Algunos científicos practicantes de la mencionada arrogancia alegan por ello que Dios no es sino una creación puramente humana. Nadie debe dudar de que la delimitación del concepto de Dios y su propio nombre son, conceptualmente hablando, una creación del hombre, y por ello cada idioma utiliza un distinto término y seguramente una diferente descripción para el mismo en sus diccionarios oficiales. Pero también es una creación del hombre el concepto de montaña, pues esta no es sino una masa de tierra y minerales, y solo existe como montaña desde que el hombre le da sentido de montaña y le pone nombre. Por ello, esa línea irregularmente científica de negarlo la existencia de Dios porque conceptualmente es una creación humana nos llevaría a negarlo todo, incluso el amor y la existencia de montañas.
No he pretendido demostrar la existencia de Dios ni mucho menos. Pero sí quiero ser crítico y desvirtuar los argumentos de quienes desde la arrogancia científica pretenden exceder los límites de su legitimidad científica para tratar «estúpidamente» de demostrar la no existencia de Dios. Y si lo he hecho no es tanto por entrar en ese debate sino por considerar que, si hablamos del ser humano, resulta fundamental tener presente que, como parte de su naturaleza, está el desasosiego propio de las incertidumbres respecto de su existencia. Y ninguna ciencia humana ha podido, ni tampoco podrá, negar ese desasosiego sin caer en su propia incoherencia científica. Pues cualquier conocimiento científico tiene sus límites donde llega su experimentación y estará condicionado o limitado por el prisma y la perspectiva humana. Jamás el hombre estará libre de esos interrogantes, dudas e inquietudes. Y quien así fuera y así viviera, no sería un humano.
La importancia del deambuleo mental
Los humanos tendemos a ser inquietos, cada uno con sus propias inquietudes. Somos también persistentes en maquinar, en juzgar, en vislumbrar hipótesis, anticipar escenarios…
Me encanta estar, sentirme y vivir las vacaciones como de verdad deben ser. Me encanta que lleguen los fines de semana cuando de verdad me los puedo regalar sin estar sometido a obligación tras obligación. Me gustan porque aparco mentalmente mis obligaciones, o lo que es lo mismo, y en términos coloquiales, «desconecto». Pero soy a la vez consciente de que cuando tengo tiempo libre a menudo se despierta en mí y se conecta en on una función de reflexión y cuestionamiento internos para someter a examen si estoy haciendo lo que debo o si debiera estar haciendo o pensando en algo para mi propio bien o protección. Por ello, lo que más me gusta de las vacaciones es el permiso que me doy para posponer cualquier inquietud o reflexión perturbadora de mi sosiego. Tan pronto aparecen me digo «estás de vacaciones, olvídate y vive el momento, que eso ya lo tratarás a la vuelta».
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