Me encanta la palabra «entretenerse». Es muy común en los pueblos oír que alguien se va a la viña o a la huerta para cuidarla y entretenerse, o que alguien echa muchas horas y se entretiene montando aviones o barcos o haciendo puzles por ser su afición o hobby. También a través de esas actividades uno consigue detener el deambuleo mental, tan destructivo muchas veces en tiempos de ocio, para dedicar su mente a la actividad que le entretiene y absorbe. Entramos por esta vía en un estado «flow» o de fluir en el que se da una gran concentración en lo que se tiene entre manos apartando todo lo demás de la mente. El tiempo en esas situaciones parece que se detiene cuando, paradójicamente y sin darnos cuenta, se nos pasan horas y horas, que parecen minutos. Decimos también frases como «se distrae mucho cuidando las plantas o pintando la casa» pues realmente lo que con ello se consigue es distraer al deambuleo y evitar así que este arranque.
Al menos en Occidente, a los seres humanos nos cuesta demasiado poner en off nuestra función de pensamiento para pasar simplemente a estar, observar, aceptar el entorno y vivir plenamente como hacen el resto de los animales. El dilema ya planteado sobre si estamos aquí en el mundo para «vivir» la vida (con el deambuleo mental desconectado) o para asegurar nuestra «supervivencia» (con el deambuleo en on) cobra especial relevancia en este tema y nos debería llevar a todos a buscar y encontrar un satisfactorio equilibrio.
1Rousseau no usa bitcoins. Editorial Kolima, 2018.
CAPÍTULO 2. ¿QUÉ NOS MUEVE?
Aquel que tiene un porqué para vivir
se puede enfrentar a todos los cómos.
Friedrich Nietzche
Las motivaciones, el porqué de nuestras acciones
Tras haber hablado de lo que es la vida y en concreto de la del ser humano, me gustaría dedicar este apartado a explicar qué es lo que marca la dirección de nuestras acciones o actuaciones. Somos seres que estamos en constante movimiento, acción y pensamiento, y siempre me ha gustado entender el porqué de nuestras acciones, ya sean conscientes e inconscientes.
Existe indudablemente mucha acción interna en nuestros cuerpos que se desarrolla de forma inconsciente, automática y espontánea, como puede ser la respiración y en general el funcionamiento de nuestros órganos. No dedicaré mucho a explicar cuál es la finalidad u orientación de esa actividad, pues parece claro que toda ella está precisamente al servicio de mantener nuestro cuerpo biológicamente vivo como una mera maquinaria.
Por ello, cuando hablo de lo que nos mueve me quiero centrar más en aquello, más allá de nuestras funciones vitales, que de alguna forma tiene que ver con actos no reflejos y reiterados. Me refiero a los actos que son propios de lo que llamamos «nuestra conducta» o, lo que es lo mismo, de aquello que desarrollamos de forma decidida ya sea de forma consciente o incluso inconsciente. Tales conductas son resultado del funcionamiento de nuestros mecanismos internos reguladores del comportamiento, que son específicos de cada uno y que nos hacen diferentes en cuanto a personalidad y estilo de comportamiento.
Al referirme a acciones voluntarias me gustaría aclarar que incluyo en ellas aquellas que efectivamente decidimos y las que «creemos que decidimos» con cierta voluntariedad. Y hago esta precisión pues hoy la neurociencia avanzada cuestiona en gran medida la existencia de una verdadera voluntad. Los científicos explican cómo nuestros comportamientos están en todo momento condicionados por nuestra forma de «ser y estar» en cada instante y por los condicionantes del entorno o ambiente que hemos vivido en el pasado y los que vivimos en el momento de cada acción de nuestra vida, con la influencia de todo lo experimentado desde que estábamos en el útero de nuestra madre y hasta el momento presente. Biológica y neurológicamente hablando, la existencia de una verdadera y pura voluntariedad es muy cuestionable. Y si no existe verdadera capacidad de adoptar decisiones voluntariamente, nadie tiene ninguna responsabilidad como tampoco ningún mérito en relación con lo que hace o deja de hacer. La facultad de hacer o decidir algo el día de nuestro nacimiento viene preconcebida en nuestro cuerpo y evoluciona con la interacción de los estímulos de un tipo u otro del entorno.
El tema no es ni pacífico ni fácil de digerir. Y pensaremos muchos, como primera reacción, que menuda tontería, pues un bebé de un día es claro que no tiene ninguna capacidad de influir «voluntariamente» en su vida y entorno, y por tanto no puede tomar decisiones. Pero la misma reflexión puede hacerse en el segundo, tercero y décimo día. Pues un bebé de diez días se comportará necesariamente conforme lo determinen sus automatismos de comportamiento. Y ello dependerá de los mecanismos con los que ese bebé vino al mundo, complementados con su evolución, resultante de sumar a lo preexistente el impacto de la interacción con el mundo, consecuencia del azar en su vida y entorno.
Y quien vuelva a decir otra vez que menuda tontería, pues un bebé de diez días es claro que no tiene tampoco ninguna capacidad verdaderamente propia y voluntaria para condicionar sus actos, de nuevo habrá que darle la razón. Pero de nuevo el mismo fenómeno se producirá después del vigésimo día, del trigésimo, del día 100 o del día 1000 o 10.000 en el transcurso de nuestras vidas. En cada uno de tales días no podemos negar que todo acto ha sido consecuencia de nuestra forma de ser prexistente, de estar programados, de estar desarrollados hasta el instante anterior, a lo que se suma la interacción, influencia y condiciones del entorno en el momento presente. Como corrección a esa afirmación tan dura y determinista algunos devuelven a la voluntad el mando sobre nuestra conducta (o el libre albedrío) atribuyendo a las personas la facultad de interrumpir y evitar en un último instante las acciones que nuestros procesamientos menos conscientes y sujetos a predeterminación han adoptado. Es en realidad una facultad de frenar o impedir voluntariamente lo que de manera predeterminada alguien o algo dentro de nosotros ha decidido.
No obstante las disquisiciones anteriores, quiero aclarar que a efectos de este libro me referiré a «lo voluntario» como aquello que vulgarmente entendemos por voluntario, e incluiré por tanto en ello aquello que «creemos que es voluntario», por más que la ciencia discuta si verdaderamente lo es o no. De alguna forma personalmente necesito creer en la existencia de lo voluntario. Y necesito creer en ello por más que la ciencia diga que «lo voluntario» es una mera ilusión. Aunque suene contradictorio, combino y compatibilizo mi confianza y adhesión a la teoría científica sobre la no existencia de una verdadera y libre voluntad individual que no se encuentre predeterminada con mi creencia en la existencia de la voluntad y el mérito con soporte en una dimensión espiritual. Necesito y tengo tendencia siempre a dejar espacio para la duda ante lo desconocido sabiendo que a menudo ignoramos lo que ignoramos como ignoraban los bosquimanos del Kalhari que la radio funciona porque existen potentes repetidores en lejanas ciudades. Sin este espacio de misterio para dar sentido a las cosas y depositar en él mis incógnitas sin resolver no podría vivir.
No es una sola cosa lo que nos mueve en nuestro día a día. Sin duda estamos sujetos a fuerzas y motivaciones variadas que confluyen y que muchas veces son contradictorias. Existen distintas variables en nuestro juicio de lo que es bueno para nosotros y, aunque no existe, buscamos una fórmula que lo determine con rigor o claridad. Desde luego, tenemos que sobrevivir cada día, y ello está claramente entre nuestros objetivos, pero ¿debemos de preocuparnos hoy de cómo viviremos dentro de treinta años y moldear nuestras actuaciones para tener entonces una vida mejor? ¿Debo renunciar a ciertas actividades o placeres que me atraen porque revisten cierto peligro para mi supervivencia ahora o en el largo plazo? ¿Y todo ello en qué medida?
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