Alfredo Sanfeliz Mezquita - Por fin me comprendo

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Pocas cosas hay como enriquecer el conocimiento de nosotros mismos para caminar hacia la sabiduría, mejorar nuestra propia gestión y comprender aquellas áreas grises o miedos que nos gustaría superar. Con esta premisa, Por fin me comprendo nos muestra todo un escaparate de ideas y perspectivas de gran ayuda para los lectores que quieran aumentar la capacidad de comprenderse mejor a sí mismos y a los demás.Este libro de Alfredo Sanfeliz, escrito en su habitual estilo directo y ameno, salpicado de ejemplos y anécdotas con los que el lector podrá identificarse, constituye una magnífica guía de funcionamiento del ser humano. Sin pretender ser una obra de divulgación científica, es un manual riguroso que recoge la vasta experiencia de su autor de décadas dedicado al campo de la investigación del comportamiento humano.El objetivo final de esta obra es contribuir a que los lectores logren una mayor consciencia sobre las fuerzas y mecanismos que nos mueven, de manera que puedan ser dueños de su propio destino y protagonistas de una vida bien vivida.Marcos Ríos-Lago, profesor de la UNED de Psicología Básica y Neuro-psicología, redondea esta obra con un buen prólogo.

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No tengo respuesta ni capacidad de predicción, pues la evolución y las formas de adaptación social son poco anticipables. Y por más que a algunos nos guste elucubrar haciendo previsiones sobre el futuro social, en temas sociales «el camino se hace al andar». Pero sí me atrevo a decir que serán las sociedades, cuyos miembros sepan gestionar adecuadamente estos dilemas evolutivos en convivencia con unos adecuados valores, las que sobrevivirán y se harán más fuertes en el campo de juego global.

El gen religioso

Llamo trascendente o espiritual a esa dimensión no aprehensible de nuestra existencia y de nuestra vida, a aquel territorio de ignorancia que llevó a Sócrates a decir que solo sabía que no sabía nada. Es aquel océano, o más bien universo de ideas, razones, conocimientos, porqués, valores, lógicas relativos a nuestra existencia que hoy no podemos conocer, aunque nos gustaría hacerlo.

A pesar de la ingente cantidad de conocimiento que existe en el mundo, dicho conocimiento está delimitado por los confines y las reglas del método científico y deja fuera todo ese universo maravilloso que sitúo bajo el nombre de trascendencia o espiritualidad. Ese mundo que hay más allá de la ciencia es un territorio al que no podemos acceder con las limitaciones derivadas de nuestra concepción de las cosas y de nuestro lenguaje. Pero es el territorio que tiene la respuesta para explicar «el porqué». Si la ciencia se mueve en el ámbito del «qué», el universo del misterio se mueve en el ámbito del ¿«por qué» estamos aquí?, ¿«por qué» se produjo el Big Bang? y todos los porqués que queramos plantearnos. Son «porqués» cuya respuesta exige ir más allá de las explicaciones puramente físicas, químicas o lógicas que describen los fenómenos como relaciones de causa-efecto. Son respuestas, seguramente personalísimas, que exigen «sentido» y mucho más que meras palabras en la explicación de cada «porqué».

El hombre es un ser con inquietudes religiosas. Quiere y busca explicaciones que den sentido a su vida y a la muerte y por ello es de suponer que es algo solo propio del hombre. Se habla incluso de un gen religioso, con las lógicas polémicas sobre ello. Unos tienen creencia o fe en un Dios y practican más o menos una religión. Otros creen activamente en la no existencia de Dios. Y otra tercera categoría se mantiene en la duda sin atreverse a pensar ni una cosa ni otra. Pero en todos ellos se da esa reflexión o inquietud interna sobre la existencia o no de Dios y sobre el sentido de la vida o el más allá. La mera discusión de si Dios existe o no es de alguna manera admitir el concepto de Dios y ello condiciona de alguna forma nuestra existencia.

En cualquier caso, no puede ser la ciencia la que nos lleve a creer o no creer en Dios. Incluso para quienes se sientan o declaren activamente ateos, una mínima humildad existencial debería llevarlos a aceptar y convivir con ese universo del misterio en el que pueden depositar la incógnita sobre si es o no necesaria la existencia de «un principio antes de todas las cosas» o si existe un «porqué» que explique el sentido de nuestra existencia y de las cosas.

Me resulta especialmente elocuente la respuesta de Einstein cuando alguien le preguntó que qué le preguntaría a Dios si pudiera hacerle una pregunta. Él, una de las mentes más brillantes de la Historia de la humanidad, respondió que preguntaría «¿Cómo empezó el Universo? Porque todo lo que vino después es matemática». Sin embargo, tras pensárselo un poco cambio de opinión y dijo «en lugar de eso preguntaría, ¿por qué fue creado el Universo? Porque entonces conocería el sentido de mi propia vida».

Dentro de esa dimensión y universo de la trascendencia y la espiritualidad, el ser humano sitúa todas sus creencias o dudas respecto a la existencia del alma, la supervivencia más allá de la muerte corporal, la vida eterna, la posible resurrección o reencarnación, y desde luego a eso inaprensible que llamamos Dios. La naturaleza de Dios, divina por definición, impide comprender bien lo que es y en qué consiste esa naturaleza sobrenatural propia de Él. Es por tanto muy atrevido no tener ninguna duda respecto de algo que no somos muy capaces de concebir. Pero a pesar de ello el motivo religioso ha sido y es uno de los grandes provocadores de muertes violentas.

Pero también sitúo en ese universo del misterio y de la espiritualidad todo el maravilloso mundo del amor, cuya descripción casi solo puede acometerse a través de la poesía. Junto con el miedo, el amor es la mayor fuerza movilizadora de la actividad humana. Y muy relacionado con el amor se sitúa el universo de la belleza en todas sus manifestaciones, que tienen en el arte su canal de expresión pero que se encuentra también en ese territorio de lo indescriptible, de lo no sujeto a regla alguna definida, sino que adquiere carta de naturaleza gracias a la conexión y el compartir entre humanos los conceptos de arte o belleza a través de algo mágico, misterioso.

Es también en el espíritu donde alguien tan escéptico como yo encuentra sin explicación el verdadero amor como única fuente de verdad. Se trata para mí de una verdad que no es cuestionable por no ser comprensible. El amor es una verdad experimentable, y como experiencia se hace incuestionable. Es una verdad que no necesita explicación pero que nos inunda de plena confianza para descansar en ella y ser solución a todos los conflictos y dilemas que nos afectan internamente, irradiando la paz y la justicia que son propias de ese bien supremo que es el amor. El espíritu de amor es una verdad que se vive y se siente pero que difícilmente resulta explicable ni comprensible para quien no comparte las vivencias espirituales.

Es quizá la dimensión trascendente o espiritual del ser humano la que me atrevo a decir que hace más diferencial al ser humano del resto de seres vivos. Pero lo digo sin ningún conocimiento de causa y sin capacidad de conocer fenómenos de similar naturaleza que pudieran darse, vivirse o sentirse de forma similar, aunque quizá primitiva, en otros seres vivos. En cualquier caso, de forma muy arraigada, parece que los humanos nos creemos que somos los únicos con estas inquietudes.

Como he mencionado, soy conocedor de las teorías o incluso de ciertas afirmaciones científicas que nos hablan del «gen religioso» en los humanos como una creación evolutiva del hombre que constituye un mecanismo para aplacar las inquietudes propias de su existencia. Compartir y aceptar la existencia de dicho gen no es para mí incompatible con mis creencias religiosas ni con mi descanso y confianza en ese universo del misterio ante cualquier desasosiego existencial. Más bien al contrario: estimo que quienes vivimos con relevancia una dimensión trascendente, espiritual o religiosa no debemos negar las verdades científicas que explican el funcionamiento de nuestro mundo y de nuestro propio cuerpo. Son conocimientos que dan explicación a los fenómenos físico-químicos que dieron lugar a nuestro mundo y que dan también explicación al funcionamiento de nuestro cuerpo, nuestras creencias, sensaciones… Son explicaciones en el ámbito y con perspectiva científica que, aun pudiendo ser ciertas, son compatibles con otras explicaciones de más complejo calado, de mayor perspectiva y con la incorporación de las dimensiones acerca del origen y el sentido.

En este sentido, la Iglesia ya cometió hace unos cientos de años el gráfico error de negar que la Tierra giraba alrededor del Sol cuando la ciencia acreditaba lo contrario. Parece hoy evidente, con la perspectiva del siglo XXI, que el hecho de que sea la Tierra la que gire alrededor del Sol o lo contrario es algo absolutamente irrelevante para gozar o no de fe o creencia en un Dios o en cualquier forma de ser o fuerza «superior».

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