Susana R. Miguélez - Secretos a golpes

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Hubo un tiempo en que no existían estadísticas acerca de cuántas mujeres morían cada año en España a manos de sus maridos o novios. Hubo una época en que pegar a la esposa era aceptado socialmente, en que anular a la mujer era lo normal, en que matar a la legítima era un «crimen pasional» casi entendible y hasta disculpable porque, seguramente, ella se lo buscó. Hasta hace no muchos años las mujeres eran seres inferiores, dependientes, sin capacidad para decidir nada sin permiso de un hombre. Por no ser, no eran siquiera dueñas de sus destinos.Pero no es de eso de lo que trata esta novela. Los protagonistas de este libro no son los que murieron sino los que lograron sobrevivir. En estas páginas hay mucho más que violencia, más que dolor, más que palizas y lágrimas: hay esperanza. Hay una semilla de libertad que nació entre las manos de una peluquera, hay un grupo de héroes forjados a golpes que desafiaron a su tiempo para luchar contra el monstruo del maltrato. Hay muchas preguntas, pero una sola respuesta: Luchar contra la violencia de género es trabajo de todos cada día.

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—Tráelo, niña. Y que Dios te bendiga.

Así vivió la criatura sin nombre durante casi ocho semanas: pegada al cuerpo de la novicia, dormida con el vaivén de su ajetreo diario, escuchando sus rezos y sus canciones, calmada con su latido y con su hablar suave, porque buen cuidado tenía la muchacha de no vocear para no asustar al comino que llevaba sobre sus pechos vírgenes. Ángela solamente la separaba de su piel para cambiarla, asearla y dársela a alguna de las mujeres recién paridas para que la alimentase. Después, cuando ya sus fuerzas fueron aumentando, la criatura comenzó a tolerar los biberones, y al fin, una mañana, consiguió abrir los ojos y emitir una especie de gruñido. No era llanto, pero sí un signo más de recuperación. Ganaba peso, el lanugo que cubría sus mejillas había ido desapareciendo y tenía mejor color. Ángela seguía llamándola «mi albaricoque» porque la cara redondita y la nariz minúscula del bebé le seguían recordando a esa fruta, pero la hermana Carmen, que no era de las que cantan victoria a las primeras de cambio, seguía sin dar orden de inscribirla en el registro. Aún temía que cogiera alguna infección o que se descompusiera y muriera. Con los prematuros nunca se sabía.

Al fin una tarde, cuando la separaron de su «ángel de cría» para bañarla, hizo un mohín, abrió los brazos y se echó a llorar con fuerza. Lloraba, y las dos monjas, en cambio, reían. Ahora sí estaban seguras: la niña viviría. Ángela la lavó, la secó deprisa y se la ató al pecho para su última noche juntas mientras le cantaba una canción infantil, la que a ella más le gustaba, con su voz de campo palentino y cuna prestada:

Tres hojitas, madre, tiene el arbolé, la una en la rama, las dos en el pie, las dos en el pie, las dos en el pie. Inés, Inés, Inesita, Inés, Inés, Inés, Inesita, Inés…

Al día siguiente, concretamente el 19 de marzo de 1940, le adjudicaron un lecho y fue inscrita en el registro con el nombre de Inés. Parecía natural llamarla así, dado que ya toda la casa asociaba la presencia de la novicia con la niña a cuestas a esa canción que Ángela repetía una y otra vez mientras fregaba los interminables pasillos, hacía las camas de los pequeños o abastecía los armarios de la enfermería y el paritorio. Sobre el apellido que ponerle no había dudas: Expósito. No tenía linaje, era un ser de desecho, una vida que alguien no quiso, y por ello había que marcarla con ese Sambenito. Los Expósitos lo eran hasta que alguien tenía piedad de ellos, los adoptaba y les dotaba de apellidos de verdad. O, en el caso de las mujeres, hasta que se casaban y tomaban el patronímico del marido. Expósito era una especie de señal de que esa persona no estaba completa, como si hubiera sido culpa suya el terminar en una inclusa, como si tuviera que llevar la vergüenza de un origen poco honroso escrita en su partida de nacimiento y en su cédula de identidad para siempre. No era, desde luego, la mejor manera de comenzar a vivir y a labrarse un futuro, pero era la ley y las monjas la respetaban escrupulosamente. Inés sería Expósito hasta que un hombre, como padre o marido, se hiciera cargo de ella.

Pronto se dieron cuenta de que no era una niña como las demás. No fue la hermana Javiera, desde luego, quien advirtió las cualidades de la chiquilla; ella se ocupaba de la portería, no le gustaban los críos, y como ya tenía una edad estaba dispensada de atender los trabajos pesados de la casa cuna. Pero sí lo percibió la Hermana Mercedes, la superiora, y por supuesto, la Hermana Carmen y Ángela, que eran quienes más trato tenían con ella. La pequeña Inés, tras aquel primer llanto que fue su grito de victoria sobre el desafío de comenzar a vivir, ya no lloró más. Se arrullaba a sí misma en la cuna cuando se sentía sola, cuando le dolía la tripa o tenía hambre; allí llorar no le servía de mucho ya que solamente se alimentaba a los bebés a la hora correcta, se les daba la medida justa, a veces menos por falta de recursos. Se les cambiaba una vez tras cada toma sin importar si se ensuciaban en otro momento, no había brazos para acunar llantos gratuitos ni para consolar encías inflamadas ni cólicos de gases. No era una cuestión de escasa empatía ni de ausencia de piedad. Ni siquiera de falta de instinto maternal porque, tanto la hermana Carmen como Ángela, y de parecida manera la hermana Amalia, o la hermana Joaquina, las otras parteras de la casa, o cualquiera de las religiosas destinadas allí no dejaban de ser mujeres: aunque se hubieran negado a sí mismas la maternidad, el instinto de auxiliar y proteger a un bebé estaba tan impreso en sus genes como en los de cualquier otra hembra de nuestra especie. El problema era la falta de tiempo, el exceso de trabajo y también, en gran medida, el miedo a amar a esos niños para tenerlos que entregar después sin saber cómo y en calidad de qué iban a ser tratados el resto de sus vidas. Por eso, muchas veces, mientras los otros pequeños lloraban hasta herniarse el ombligo reclamando una atención que tardaba en llegar, Inés dormía o se tocaba las mejillas con sus diminutas manos mientras emitía una especie de quedo ronroneo, como de gatito tranquilo, que subía y bajaba de intensidad de un modo que recordaba a los mantras hindúes o los rezos de los indígenas americanos.

Las hermanas atendían a muchas parejas que iban allí a buscar niños ante la imposibilidad de concebir hijos propios; en la mayoría de esas adopciones los pequeños crecerían ignorantes de su verdadero origen, queridos y bien cuidados. Algunos, incluso, si los padres tenían buena posición social y económica, llegarían a tener estudios superiores y serían personas importantes. En esos casos las parejas solían pagar bien para que sus requisitos fueran observados: varón, sano y «no de burdel». Las niñas solamente podían ser futuras esposas y madres, y los nacidos de las prostitutas podían venir con alguna tara oculta por culpa de las enfermedades propias del oficio: gonorreas, sífilis y otras infecciones de transmisión sexual podían mermar la inteligencia de los niños, de modo que eran etiquetados y rechazados por muchos adoptantes. Los críos que ya nacían tullidos o deformes eran derivados a los orfanatos locales en cuanto alcanzaban la edad escolar. Y las niñas, las que tenían suerte, eran adoptadas como hijas por familias con varios varones o por parejas que querían asegurarse alguien que les cuidase en la vejez. Las más desafortunadas eran recogidas para hacer de sirvientas de familias ricas. Pero, en cualquiera de todos estos supuestos, las monjas temían encariñarse con aquellas criaturas para perderlas después. Inés, sin embargo, no tuvo ninguno de esos destinos.

Esa facultad que tenía la diminuta bebé de arrullarse a sí misma, de calmarse sola, era contagiosa. Lo descubrió la hermana Amalia de manera accidental gracias a otro timbrazo de madrugada. El niño venía en una vieja caja de madera que había contenido carretes de hilo, envuelto en una toquilla raída y sucia. Después de lavarlo y alimentarlo buscó una cuna para acomodarlo, pero no encontró ninguna libre. El niño no dejaba de llorar y ella no estaba dispuesta a tenerlo en brazos toda la noche, de modo que lo acostó en la cunita de Inés, que de tan menudita que era aún no ocupaba ni la mitad del espacio. La niña oyó a su compañero y abrió los ojos para mirarlo; el otro, desorientado y aún con el trauma del abandono atravesado en su garganta, lloraba con un desconsuelo conmovedor, pero la monja, impaciente y deseosa de acostarse a descansar, ya tenía callo en los oídos para ese tipo de llantos. No albergaba ninguna intención de malcriarlo acunándolo. Inés tampoco quería ser molestada, de modo que pasó su bracito por encima del pecho de su accidental mellizo, le acercó su cara y comenzó a arrullarle con aquel sonido que solo ella sabía emitir. El niño, poco a poco, fue disminuyendo la intensidad de sus bramidos y su hipo hasta quedar los dos dormidos, tranquilos y abrazados.

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