Susana R. Miguélez - Secretos a golpes

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Hubo un tiempo en que no existían estadísticas acerca de cuántas mujeres morían cada año en España a manos de sus maridos o novios. Hubo una época en que pegar a la esposa era aceptado socialmente, en que anular a la mujer era lo normal, en que matar a la legítima era un «crimen pasional» casi entendible y hasta disculpable porque, seguramente, ella se lo buscó. Hasta hace no muchos años las mujeres eran seres inferiores, dependientes, sin capacidad para decidir nada sin permiso de un hombre. Por no ser, no eran siquiera dueñas de sus destinos.Pero no es de eso de lo que trata esta novela. Los protagonistas de este libro no son los que murieron sino los que lograron sobrevivir. En estas páginas hay mucho más que violencia, más que dolor, más que palizas y lágrimas: hay esperanza. Hay una semilla de libertad que nació entre las manos de una peluquera, hay un grupo de héroes forjados a golpes que desafiaron a su tiempo para luchar contra el monstruo del maltrato. Hay muchas preguntas, pero una sola respuesta: Luchar contra la violencia de género es trabajo de todos cada día.

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Lauro tomó un sorbo de agua del vaso que habían dispuesto para él junto al sillón.

—Mi madre pensaba que la vida es un bien que se puede perder en cualquier momento. Llevaba años preparada para morir. Obviamente, desde que el neurólogo le diagnosticó el aneurisma en su cerebro hace dos años, este convencimiento que ella tenía se hizo mucho más tangible, como si se materializase por fin. Sabía que era inoperable, que cuando reventase el vaso sanguíneo afectado se le apagaría la luz en pocos instantes, pero no tenía miedo. Sintió un dolor de cabeza, un pequeño mareo, se tumbó en su cama y cerró los ojos. Sin más.

A Lauro se le empañó la mirada por un instante al recordar su sonrisa. Acostada sobre sus sábanas favoritas, con Cory abrazada a ella y él mismo acariciándole el pelo color miel. Suerte que estaban en casa, suerte que tuvo el privilegio de no morir sola y de hacerlo recibiendo caricias. Suerte que murió dulcemente, sin gritos, sin violencias. Suerte que lo hizo habiendo cumplido las promesas que aquella noche, cogidos los tres de las manos formando un círculo, pronunciaron mientras trataban de sobrevivir venciendo al miedo, al frío, a la lluvia. Venciendo al monstruo del terror, que en aquel momento les atenazaba la garganta, pero que en el instante de morir ni estaba ni se le esperaba.

Augusto Ríos, que en otra vida debió ser una hiena, volvió a la carga sin respetar la emoción de Lauro, tratando de sacarle partido, mientras pensaba que, si conseguía hacer llorar a «ese maricón» en directo, la audiencia subiría como la espuma.

—Cuesta imaginar a una mujer que lo calculaba y lo controlaba todo de esa manera en el papel de madre. ¿Cómo era Marisol Promesas en esa faceta? ¿Era igual de exigente y controladora contigo y con Corazón, tu hermana menor?

A Lauro le sentó mal que aquel hombre le tutease de una manera tan familiar, como si se conociesen de antes. Y no era así, ni mucho menos. Jamás habría compartido círculos ni amistad ni nada de nada con alguien como él, con tantos dobleces y tan mala idea, capaz de rentabilizar las desgracias ajenas en beneficio propio. Las confianzas excesivas siempre le habían producido cierta prevención; desde bien pequeño sabía que la confianza es un bien caro que hay que ganarse, y quien se la toma así, sin permiso, es como mínimo una persona poco prudente. Y poco educada también. A pesar de ello decidió no interrumpir la entrevista porque tenía mucho que contar y quizá poco tiempo para revelarlo todo. Hacer justicia a toda una vida como la de ella era un asunto que costaría mucho resumir. Carraspeó un poco antes de responder.

—¿Como madre? No sé lo que hubiera sido de mi vida si ella no hubiese sido nuestra madre. Yo tengo con Marisol una deuda que jamás alcanzaré a pagar. Y no porque me pariera, que no lo hizo, sino por un millón de razones quizá más importantes que esa.

Un murmullo se extendió entre el público. El saltimbanqui ajedrezado en azul esquivaba las cámaras para pulular por el plató haciendo callar a los asistentes. Augusto se sintió descolocado: aquello no estaba en el guion. Levantó una ceja mirando sus tarjetas. ¿No era su hijo?

—¿Marisol no era tu madre? Entonces… ¿te adoptó? Explícanos eso, por favor.

—Mi madre biológica murió a los pocos meses de tenerme. Ella llegó a mi vida cuando yo contaba solamente tres años, y hasta que cumplí los cinco no supe siquiera su nombre verdadero. Sí, no pongas esa cara —Augusto Ríos no había podido disimular su estupefacción, y la cámara se lo comía en un primer plano escrutador e indiscreto—. Durante esos dos años, cada vez que la necesité la llamé Puta.

CAPÍTULO DOS

INÉS, INÉS, INESITA, INÉS

El timbre de la casa cuna rugió de madrugada. La hermana Javiera, veterana ya en la atención de la portería, sabía de sobra que el sonido de la campanilla a tan intempestiva hora solamente podía anunciar dos cosas: dolores de parto o una criatura muerta de frío abandonada en el suelo. Se levantó, malhumorada, buscando sus gafas de miope sin las que le era imposible desenvolverse; una vez las tuvo ajustadas sobre la ancha nariz picada de viruelas tanteó hasta encontrar el interruptor de la luz y cubrió su viejo camisón de franela con una gruesa toquilla de lana para ir a abrir. Ni siquiera se molestó en quitarse la redecilla con que protegía durante la noche los caracoles rebeldes de su cabello casi blanco. Los huesos añosos ya no estaban para tanto trote. No, al menos, en los duros inviernos palentinos. Otra cosa sería si la hubiesen destinado a su tierra, San Sebastián, donde la cercanía del mar siempre suavizaba un poco las temperaturas. Pero habían tenido que enviarla a trabajar allí, donde el viento helado de la meseta ponía dolores en todos los rincones de su anatomía y pitidos, resuellos y fatigas entre sus gastadas costillas.

Se calzó y caminó hasta la puerta desde su celda, la única aneja a la portería. Era una habitación muy similar a las del resto de las hermanas: un espacio cuadrado con las paredes desnudas y pintadas de blanco, con una sencilla cama de madera, una mesilla, un flexo de aluminio para las últimas lecturas antes de dormir y las primeras del alba, un armario pequeño, una cruz de madera colgando de una alcayata sobre la cabecera del lecho y una solitaria y desnuda bombilla en el techo para ahuyentar un poco la oscuridad de la noche. Una monja no debía, en teoría, necesitar mucho más. El pasillo, oscuro, desangelado y lúgubre, estaba helado en comparación con la blanda tibieza del lecho que acababa de abandonar. La escasa distancia hasta la entrada constituía casi una travesía por terreno polar. Todo estaba en silencio, no se oía más ruido que el silbido del viento colándose por las rendijas; el ala de la casa donde tenían lugar los partos, el nido y las habitaciones de los críos estaban separadas del área en que residían las hermanas, y varias puertas cerradas aislaban ambas zonas. Además, a aquellas horas casi todos los habitantes de la casa cuna, excepto la religiosa de turno de la enfermería, estaban durmiendo.

Refunfuñando algo sobre los renglones torcidos y derechos del Señor, la hermana Javiera supuso que traían un recién nacido: el timbre solamente había sonado una vez. Una parturienta llama con desesperación, sin prudencia alguna, dejando el dedo pegado al pulsador, hasta que alguien la socorre y la recoge en un momento tan vulnerable. Sin embargo, quien deja un niño inconveniente suele dar un timbrazo y salir corriendo para no ser visto cometiendo un acto tan vergonzoso.

Con la torpeza inevitable de su larga edad, la religiosa descorrió los cerrojos de la gruesa puerta de madera oscura. Un cierzo mortal le acuchilló la cara al abrir; calculó que habría, al menos, cuatro o cinco grados bajo cero en la calle desierta. En el suelo, sobre el felpudo, lo esperado: un fardo con algún crío ilegítimo, un hijo del pecado llorón y latoso al que criar y al que buscar una familia. La hermana Javiera deseó, una vez más, haberse hecho clarisa, como dos de sus ocho hermanas. Así habría podido vivir en clausura, haciendo pasteles y yemas de ángel, y no quitando mocos y cambiando pañales, y mucho menos atendiendo parturientas solteras, prostitutas, amantes ilícitas y demás. No era lo suyo, desde luego, pero era lo que Dios le había encomendado como trabajo y no le quedaba más remedio que aceptarlo.

Se agachó, venciendo la resistencia del lumbago y la obesidad, y recogió del suelo el bulto inmóvil. Quizá la criatura estuviese ya muerta, el frío no conocía la clemencia y no sería la primera vez que, en lugar de una pequeña vida, encontrase en el umbral un diminuto carámbano helado. Sin querer mirar el contenido de aquel fardo caminó hasta la enfermería, donde la hermana Carmen estaba de guardia.

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