Susana R. Miguélez - Secretos a golpes

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Hubo un tiempo en que no existían estadísticas acerca de cuántas mujeres morían cada año en España a manos de sus maridos o novios. Hubo una época en que pegar a la esposa era aceptado socialmente, en que anular a la mujer era lo normal, en que matar a la legítima era un «crimen pasional» casi entendible y hasta disculpable porque, seguramente, ella se lo buscó. Hasta hace no muchos años las mujeres eran seres inferiores, dependientes, sin capacidad para decidir nada sin permiso de un hombre. Por no ser, no eran siquiera dueñas de sus destinos.Pero no es de eso de lo que trata esta novela. Los protagonistas de este libro no son los que murieron sino los que lograron sobrevivir. En estas páginas hay mucho más que violencia, más que dolor, más que palizas y lágrimas: hay esperanza. Hay una semilla de libertad que nació entre las manos de una peluquera, hay un grupo de héroes forjados a golpes que desafiaron a su tiempo para luchar contra el monstruo del maltrato. Hay muchas preguntas, pero una sola respuesta: Luchar contra la violencia de género es trabajo de todos cada día.

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—A la paz de Dios, Carmen —saludó, desganada, la vasca.

—Que con nosotras sea, hermana —le contestó la otra con su dulce acento gallego—. ¿Qué me traes? Espero que no sea otro parto, con el de esta tarde ya tuve suficiente, la neniña quedó desgarrada de abajo arriba, costóme horrores coserla —se lamentó.

Carmen, con su bata y su cofia blancas de matrona, era una de las monjas más expertas en aquellas lides pese a su juventud. Había perdido la cuenta de las mujeres a las que había atendido y de los niños a los que había ayudado a nacer; sin embargo, tantas vidas que pasaron por sus manos no fueron capaces de agotar su sentido de la piedad, que era enorme. Compadecía a cada madre sola, a cada chiquilla aterrorizada que se tendía en la camilla empujando a una nueva vida a la que no vería crecer, a cada bebé que se le moría, a cada criatura que se entregaba en adopción. Sentía compasión y ternura por todos ellos. Era la única de las monjas en aquella casa cuna a la que los niños podían ver como a una madre. Su trabajo consistía en asistir a las parturientas, atender a los recién nacidos allí y a los que les traían de fuera y no hacer preguntas. Los años habían enseñado a aquella lucense pequeñita y morena que, en asuntos como los que ellas atendían, cuanto más se sabe, peor. No le interesaba, por tanto, si la muchacha que gritaba en el potro era soltera o casada, si quien la tumbó en el colchón nueve meses atrás era su novio, su primo o un cliente. Para ella no era más que una mujer que se había equivocado y que en el pecado iba a llevar la penitencia: dar a luz un bebé que quedaría en la inclusa hasta que alguien lo quisiera adoptar y del que nunca más sabría nada. No imaginaba sufrimiento mayor para nadie que toda una vida de dudas.

—Es una criatura, pero no he mirado. Me da miedo. Hace un frío del demonio, no entiendo cómo se atreven a dejar los niños así, en plena noche. Tanta prisa en deshacerse de ellos, pues. Lástima que la gente no rezara más y fornicara menos.

La hermana Carmen, con gesto experto, le cogió el bulto de las manos para valorar el estado de la criatura, sin perder por ello la ocasión de reconvenir a la hermana portera, con la que no se llevaba demasiado bien.

—Déjeme con el rapaz y vuélvase a la cama, Javiera. Y rece usted por ellos, que para eso se hizo religiosa. Non es nuestro traballo juzgar, sino ayudar. Esta pobriña criatura non tene culpa de lo que sus padres hicieran o dejaran de facer . Ande, yo me ocupo.

Una vez la hermana Javiera hubo desaparecido por el oscuro pasillo con su paso torpe y vacilante y su murmullo de eterna protesta, Carmen comenzó a desatar la manta que protegía al pequeño. La carita amoratada hizo a la monja temer lo peor; encendió la estufa, despojó al bebé de los trapos en que estaba envuelto y comenzó a masajear su pecho mientras le hablaba con dulzura. Tenía el cordón todavía colgando, atado con un cordel basto. No debía hacer ni dos horas que la parieron. Era una hembra.

«¡Asístame Nuestra Señora de los Ojos Grandes! Vamos, rapaciña , venga, reacciona —la animaba mientras frotaba con sus manos, menudas y hábiles, los miembros de la niña—. Venga, pequeña, venga, que yo te cuido, pero tenes que xorar , meniña ». La criatura permanecía yerta, aterida, apenas respiraba. Continuó dándole calor mientras voceaba para despertar a su ayudante, una novicia de inteligencia algo limitada a la que, veinte años antes, ella misma ayudó a nacer en el paritorio contiguo.

—Ángela, despierta y prepara un biberón para recién nacido. Tenemos una inquilina nueva, pero no sé si saldrá adelante. Muertiña de frío nos la han dejado a la puerta, con la helada que está cayendo —la monja hablaba sin parar de frotar la piel del bebé; dio la vuelta a la niña para calentarle la espalda—. ¡Vamos, muévete, muller !

La joven novicia se incorporó hasta quedar sentada en la camilla en la que se había acostado a descansar. Era un poco lenta de entendederas, seguramente como consecuencia de la consanguinidad: la muchacha que la había dado a luz, dejándola luego al cuidado de las monjas, dijo que el autor de la preñez era su propio padre, de modo que no era de extrañar que a Ángela le faltase un hervor. Ingresar en la orden como novicia había sido su única salida al crecer, nunca había conocido otro ambiente que el de la casa cuna ni más madres que las monjas. Con su discapacidad mental nadie quiso adoptarla, ningún colegio la admitió interna, casarla habría sido imposible y tampoco habrían conseguido colocarla como criada en casa alguna, de modo que la empujaron a la vida religiosa para protegerla del mundo exterior. La propia hermana Carmen terminó de convencerla un par de años atrás. «Mira, Ángela, yo sé que ahí fuera no hay sitio para ti. La gente se burla y abusa de las niñas como tú, e non quero verte en mi mesa de partos como veo a las otras, sola y engañada, o peor, procedente de un burdel. Toma os hábitos, te enseñaré a atender os nenos y me ayudarás aquí. No te faltará techo ni comida; sirviendo a Dios serás mucho más feliz que de ninguna otra manera». Ángela, con sus ojos pequeños y su inocencia inmensa, había aceptado. Ya sabía lo que era el desprecio, el resto de niños a los que había conocido no habían perdido ocasión de mofarse de su retraso. Conocía el abandono y la crueldad, de modo que Dios y las monjas eran su camino más fiable.

Sacudiéndose el sueño, Ángela cogió una de aquellas botellas de vidrio que tenía hervidas bajo unas gasas limpias, calentó el agua y le añadió la medida de polvos que correspondía. Después ajustó una tetina pequeña de goma, vertió unas gotas sobre la cara interior de su muñeca y le entregó el biberón a la Hermana Carmen. Mientras esta trataba sin éxito de alimentar a la niña, la novicia se quedó mirando el cuerpecillo de la recién nacida. Debía ser, como mucho, sietemesina.

—Madre, qué pequeñina es. Mire, mire qué cara más redondina y cuánta pelusilla tiene en las mejillas. Parece un albaricoque —comentó con su habitual sonrisa boba—. ¿Cómo se llama?

—¿Cómo diantres quieres que sepa yo cómo se llama? —rezongó la monja—. Anda, llégate a la ropería y trae gasas y una toquilla gruesa para vestirla. Non sé si sobrevivirá, ha pasado mucho frío y non está acabada de hacer del todo. Tal vez la muller que parió aquí esta tarde acceda a darle pecho un par de veces antes de marchar, mejor calostro que leche de bote. Mientras tanto, y por si acaso, calentaré un poco de agua para darle un bautizo rápido en o fregadero. Si se va, que sea cristianiña , no quede en el limbo por mi culpa.

—Hermana Carmen, ¿traigo el mantón? —preguntó la aspirante a religiosa—. Déjeme que lo intente, ya funcionó la otra vez con aquel chiquillo que no tenía hechas ni las cejas. Sabe que no me importa, no sirvo para otra cosa.

Carmen miró a Ángela con cariño. Siempre le maravillaba el comportamiento de aquella muchacha: tenía la mentalidad de una niña de ocho años y el cuerpo de una campesina, pero también un corazón enorme que hacía que estuviera siempre dispuesta para cualquier trabajo por penoso que fuese. Lo que le estaba proponiendo era cargar con aquella niña prematura y aterida día y noche, atándola desnuda con el mantón a su pecho. Así, dándole su calor todo el tiempo, la piel de una contra la de la otra como una sola, quizá el bebé consiguiera completar su desarrollo y sobrevivir. Eso implicaría dormir mal, trabajar con cuidado, condicionar su vida durante semanas, tal vez más de un mes. Un sacrificio del que solamente es capaz una madre. Una madre y Ángela.

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