Elena López - Dulce tortura

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La vida de Kairi Baker se basaba en la misma monotonía de cualquier adolescente de diecisiete años. Jamás imaginó que el partir de la ciudad donde creció iba a ser el primer cambio de muchos en su vida. Cuando puso un pie en aquel pueblo escondido entre bosques oscuros y cielos grises, dio inicio a una venganza que arrasaría con todo lo que creyó conocer. Secretos saldrían a la luz; enemigos emergerían del pasado; el mundo que conoció no existiría más. Lazos invisibles, una fuerza sobrenatural y mágica, así como —¿también?– un poder inimaginable vendrían con él: Donovan Black. Él la obligó a entender que se pertenecían. Él los condenó a una dulce tortura.

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La ayudé a recoger la mesa en silencio y dejé los platos en el lavavajillas; luego fui a la planta alta de nuevo, entré al baño directamente y me apresuré a cepillar mis dientes. Al terminar me miré una última vez en el espejo, acomodé la maraña revuelta que era mi cabello castaño y decidí en el último instante tomarlo en un moño alto. Observé el brillo labial a un costado de mi pequeño estante, que me tentaba para que lo usara, pero opté por ir al natural. Salí de ahí con prisa; se me estaba haciendo tarde.

Nuevamente bajé corriendo, cogí la mochila y justo Maddy me esperaba en el umbral de la puerta. Creía que ella estaba más emocionada que yo por llevarme al colegio, como si fuese una niña pequeña que apenas comenzaba el preescolar.

Afuera estaba fresco. Me agradaba el clima de aquel lugar. No era ni muy caluroso ni muy frío; era perfecto. La mayor parte del día se hallaba nublado. Debía confesar que me había hecho sentir en Forks, y ciertamente me identificaba con Bella Swan. Aunque, claro, allí los depredadores no eran vampiros, sino humanos, y estaba segura de que no estaría fuera de problemas.

Antes de subir al auto, me quedé mirando hacia al frente. Lo que más me gustaba de ese sitio era el bosque que rodeaba todo el pueblo: el verde destacaba entre todo lo demás, lo que le daba un aspecto tan natural y calmado que me serviría de inspiración para ponerme a dibujar. Pero eso lo haría más tarde.

Abrí la puerta y subí al auto para acomodarme en el asiento de piel mientras Maddy arrancaba y, momentos después, se puso en marcha.

En lo que realizábamos el recorrido a mi nuevo colegio, me dedicaba a mirar por la ventanilla del auto, observando a las personas que recién abrían las puertas de sus comercios para comenzar el día. También vi a varios chicos que caminaban en grupos por las calles, dirigiéndose quizá al mismo lugar a donde yo iba. A pesar de todo, me hallaba emocionada; era divertido conocer gente nueva y hacerse amigos. No era muy sociable, pero tampoco me la pasaba en un rincón leyendo un libro.

Apreté la mochila contra mi cuerpo y la ansiedad creció de forma súbita mientras veía más y más jóvenes, lo que me hacía saber que pronto llegaríamos al colegio. El recorrido no era muy largo, ya que, al ser un sitio pequeño, llegabas a tu destino en cuestión de minutos. Nada que ver con Chicago, donde el tráfico era la muerte para las personas que necesitaban llegar a sus trabajos. Aunque, a decir verdad, era la muerte para todos. Una jodida desesperación.

Minutos después Maddy se detuvo en la acera frente a un edificio grande y un tanto antiguo. No tenía mala pinta; se notaba que buscaban la forma de conservarlo. Me sorprendió lo extenso que era y la multitud de jóvenes que asistían a este. Para ser un pueblo tan pequeño, había una buena cantidad de estudiantes, o quizá venían de otros sitios. Ya lo averiguaría luego.

Antes de bajar recorrí el estacionamiento con la mirada. A mi alrededor, chicos que sonreían, apoyados sobre sus autos; otros que caminaban apresuradamente hacia la entrada; risas aquí y allá; grupitos de amigos; chicos solitarios. Había una gran variedad.

Sonreí. Me gustaba.

—Haré un espacio para venir a recogerte —me dijo mirando su móvil. Abrí la puerta y negué con la cabeza.

—No te preocupes; puedo caminar a casa —le hice saber despreocupada, con un pie fuera del auto.

—Kairi, eres nueva en la ciudad —comenzó a sermonearme.

—Es más un pueblo, Maddy —la corregí—. Además, la casa no está lejos. No me perderé. Tranquila —añadí.

Ella torció la boca mientras me miraba y yo esperaba para escuchar la respuesta, que ya sabía que sería que sí.

—Está bien. Solo con cuidado, por favor —me pidió preocupada, como toda una hermana mayor.

—Tranquila —repetí y besé su mejilla—. Nos vemos más tarde.

Bajé y me despedí de ella, cerré la puerta y mi hermana arrancó. Di la vuelta y observé una vez más el edificio para luego caminar hacia la entrada, sintiendo las miradas de los estudiantes sobre mí.

Por ese momento, los ignoré y busqué entre aquellos pasillos —que me parecían muy largos— la puerta que dijera «Dirección» o algo parecido. Mientras caminaba, me percaté de que los pasillos comenzaban a quedar vacíos, así que apresuré mis pasos, sintiendo que nunca iba a encontrar aquella puerta. Sin embargo, pude respirar tranquila al hallarla unos metros más adelante. Entré y me encontré con una especie de recepción. Me dirigí hacia un hombre de mediana edad que se encontraba detrás de un gran escritorio con la mirada fija en el ordenador; mordisqueaba un lapicero que se oscilaba de un lado a otro entre sus regordetes dedos.

—Buenos días. Soy Kairi Baker, estudiante nueva —saludé llamando su atención.

El hombre, que por la placa que tenía en un costado de su pecho— justo encima de su bolsillo— supe que se llamaba Jarod, acomodó sus gafas y frunció el ceño para después buscar unos papeles por menos de diez segundos. Al encontrarlos, me los entregó.

—Su horario está ahí, con el número de piso y de aula —dijo señalando con su lapicero la hoja que tenía en mis manos.

—Bien, gracias —murmuré. Mi primera interacción no había sido tan mala.

Él no respondió. Abrí la puerta con la vista fija en la hoja y, sin darme cuenta, choqué contra alguien que entraba de manera rápida.

—Deberías levantar la vista cuando caminas —espetó en tono grosero.

Fruncí el ceño, molesta por sus palabras.

Levanté la vista para decirle unas cuantas palabras, pero estas quedaron atoradas en mi garganta al ver al chico que tenía frente a mí.

Era uno de esos chicos que pensabas que jamás en la vida te encontrarías en algun colegio como ese. Me quedé anonadada observándolo, ni siquiera me importó que él siguiera mirándome. Era imposible no admirarlo.

Era alto, lleno de músculos, poseía un rostro de chico duro. Era apuesto —y muchísimo—: cada facción de su perfecto rostro te incitaba a admirarlo. Su cabello era castaño y corto, y sus ojos… Sus ojos eran color miel, pero casi podían pasar por verdes. Se veían muy claros, con un brillo tan hermoso que me fue fácil perderme en ellos. Era como si, de alguna manera, hubieran hipnotizado cada parte de mi ser, y yo no había puesto mucho empeño en no permitirlo.

Experimenté una sensación extraña. Era como si, al verlo, una fuerza desconocida y fuerte dentro de él me atrajera entera. Mas no de forma física, sino diferente, como si estuviese tomando parte de mi alma o como si esta se hallara completa cuando nos mirábamos a los ojos. A su vez, sentía un miedo súbito, el cual me había tomado desprevenida. Él desprendía un aura rara. Jamás había percibido nada similar en nadie, pero en ese chico me era fácil sentir una especie de maldad y oscuridad.

—Ya que has hecho un recorrido exhaustivo de mi atractivo, puedes hacerte a un lado. Necesito entrar —largó en tono despectivo.

Parpadeé desconcertada y apreté las cejas. Sus ojos seguían fijos en mí y me dio la impresión de que me conocían.

—¿Sabes? Existe una palabra mágica que puede ayudarte cuando necesites algo de las personas —increpé de manera displicente.

—Ah, ¿sí? —inquirió burlón, cruzándose de brazos, y me resultó complicado no mirar cómo sus músculos se contraían y parecían luchar contra su camiseta para liberarse.

Tragué saliva e ignoré mis fantasías de adolescente.

—Sí, pero tal parece que tu madre no te enseñó a decir «por favor» —repliqué.

—Pues no, no lo hizo —repuso acercándose a mí—. No necesito usar «por favor» ni «gracias». Quienes saben lo que les conviene jamás me dicen que no.

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