Elena López - Dulce tortura

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La vida de Kairi Baker se basaba en la misma monotonía de cualquier adolescente de diecisiete años. Jamás imaginó que el partir de la ciudad donde creció iba a ser el primer cambio de muchos en su vida. Cuando puso un pie en aquel pueblo escondido entre bosques oscuros y cielos grises, dio inicio a una venganza que arrasaría con todo lo que creyó conocer. Secretos saldrían a la luz; enemigos emergerían del pasado; el mundo que conoció no existiría más. Lazos invisibles, una fuerza sobrenatural y mágica, así como —¿también?– un poder inimaginable vendrían con él: Donovan Black. Él la obligó a entender que se pertenecían. Él los condenó a una dulce tortura.

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—¿A qué hombre no le gustaría tenerme sobre él todo el tiempo? —repuse, molestándolo, pero en su lugar soltó una risa y comenzó a conducir.

—¿Desde cuándo eres tan arrogante? —inquirió burlón.

—Creo que es algo contagioso.

Negó y suspiró con total tranquilidad. Me dio la impresión que aquello que lo había tenido molesto había quedado olvidado, aunque en sus ojos podía notar un atisbo de preocupación.

El trayecto a mi casa era rápido, lo que no me agradaba en lo absoluto. Quería permanecer más tiempo dentro del auto, en aquel pequeño espacio que se encontraba impregnado con su olor, que tanto me encantaba y atraía de una forma que no parecía normal. Porque no se trataba de su perfume: era la esencia que él emanaba la que me volvía loca, como si no quisiera estar separada de él nunca. Demasiado extraño, dado que antes no lo había sentido. Pero, conforme pasaba tiempo cerca de él, ese deseo aumentaba.

Donovan detuvo el auto minutos más tarde y puso fin a mis pensamientos.

—¿Tu hermana sigue trabajando de noche? —cuestionó con la mirada hacia el espeso bosque, del cual me daba la impresión de que cada día crecía un poco más.

—Sí. —Me pregunté cómo demonios sabía eso, pero por el momento lo obvié.

—Bien. —Él me miró—. Y quédate tranquila. Nadie va a dañarte; me aseguraré de ello.

La verdad era que no tenía miedo, pero había algo… No podía decir de qué se trataba. Era como una sensación de pesadez y peligro que me abrazaba desde la noche anterior. El recuerdo de Derek llegó instantáneamente a mi mente. Me estremecí.

—Kairi.

Parpadeé y miré a Donovan, quien me observaba con su ceño fruncido.

—Lo lamento. ¿Qué decías?

—Nada —respondió y salió del auto.

Solté un bufido y bajé antes de que él abriera mi puerta.

—Gracias por traerme —dije sinceramente, a pesar de que no se lo había pedido.

Él me ignoró.

—Ven. —Extendió su mano hacia mí y, sin dudar, la tomé.

—¿A dónde? —pregunté.

Él no respondió y comenzó a caminar hacia el bosque. Con cada paso que daba, podía jurar que yo veía ese sitio más y más enorme. Los árboles eran largos, densos, y había un sinfín de ellos. El bosque era extenso y peligroso, pero no temía demasiado al tener la compañía de Donovan, lo cual resultaba un tanto ilógico. Desde que él había aparecido en mi vida, nada había sido normal. La monotonía no formaba parte de mi día a día y esos cambios, más que aterrarme, me provocaban una infinita curiosidad.

Nos adentramos cada vez más y más, perdiéndonos a aquel espacio que, como era de esperarse, no muchas personas recorrían o frecuentaban. Él me llevó por un camino que quizá yo nunca podría recordar.

—Tal parece que conoces el bosque muy bien —comenté, como no queriendo. Dio un apretón a mi mano; me encantaba la calidez que emanaba.

—Te sorprenderías si te dijera el porqué.

Mi ceño se frunció, pero no dije nada y seguimos nuestro recorrido por un buen tiempo y en completo silencio. Estaba comenzando a cansarme.

—¿A dónde me llevas? Si vas a matarme, creo que aquí hay suficiente distancia para que no encuentren mi cadáver.

—Tengo otros métodos más útiles y eficaces para deshacerme de un cadáver —me siguió el juego.

—Bien, estás comenzando a ponerme nerviosa, Donovan, por no decir que me asustas.

—Pensé que yo no provocaba nada en ti.

—Culpa a tu maldito comportamiento —repuse malhumorada.

Se detuvo abruptamente y se giró a verme. Sus ojos eran de un color tan claro que podía jurar que eran verdes.

—Llegamos —susurró distante.

Fijé la vista al frente, pero ahí solamente había árboles y arbustos. Entonces, él me hizo atravesarlos. Me quedé un tanto confundida mirando todas aquellas paredes de piedra… o, bueno, lo que quedaba de ellas. Eran como un pequeño santuario de aquellos donde se sacrificaban personas, como un área arqueológica. Demasiado extraño. Más que no hubiese personas que merodearan ya por allí, cuando pocos eran los lugares antiguos que se conservaban lejos de la avaricia y la curiosidad humana.

—¿Qué es este lugar?

Donovan no me contestó. Podía vislumbrar en sus ojos que él sabía la respuesta, pero, por alguna extraña razón, no quiso responderme.

—Me gusta venir aquí. Es un lugar tranquilo y no es fácil de encontrar para los humanos—expresó.

—¿Humanos? Hablas como si tú no lo fueras. ¿Qué se supone que eres, entonces? ¿Un lobo? —bromeé. Efectuó una mueca, y luego mantuvo su semblante serio e impasible. Indagué en sus ojos, en busca de alguna respuesta, pero no hallé más que un mar de emociones que nada tenían que ver con mi pregunta—. Veo que no te gustan las bromas, a menos que seas tú quien las haga.

Permanecía callado, así que comencé a recorrer el lugar. Todo el contorno estaba cubierto por árboles, manteniéndolo oculto, como un gran círculo en medio del bosque. Me acerqué a las rocas, las cuales tenían talladas palabras que no entendía y que parecían antiguas, así como figuras de lunas y de… lobos. Estaban descuidadas; unas, con fisuras. Las rocas caían en algunas partes, pero la de casi dos metros que tenía las figuras de los lobos se mantenía completamente intacta, y ni siquiera tenía el menor indicio de que fuese a derrumbarse algún día.

—Kairi.

Di la vuelta y enfrenté a Donovan. Estaba a escasos centímetros de mí.

—¿Ahora quieres hablar? —espeté despectiva.

—Es solo que has causado un caos en mi cabeza, además de una gran irritación —comentó con una leve sonrisa ladeada.

—Tú no te quedas atrás. Llevo tres días aquí y no has hecho más que joderme.

Se precipitó lentamente a mí. No lo miraba; mi vista seguía fija en las figuras de los lobos y mis dedos recorrían el contorno de una de ellas. Instintivamente, pensaba en el lobo que me había atacado.

Entonces, Donovan cerró su mano sobre la mía. Tragué en seco.

—Es una leyenda —susurró. Lo observé de reojo; él miraba las figuras—. Se decía que la luna lanzó una maldición sobre un hombre al que condenó a ser un licántropo toda su vida, a vagar solo, sin compañía. Pero la naturaleza sabia lo guio —continuó, dirigiendo mi mano a la figura de una joven mujer—, lo llevó hasta quien sería su paz, su hogar. Le brindó sentido a su atormentada eternidad.

—Y luego, ¿qué sucedió? —cuestioné curiosa y abstraída en su rostro, que desprendía melancolía.

—Ella fue su verdadera fuerza. Fue la calma para la bestia que habitaba dentro de él. Y generación tras generación siguió sus pasos, vagando en la soledad, hasta que al fin podían encontrar a su alma gemela, su otra mitad.

—Un romance de lobos —murmuré—. Resulta una linda leyenda. Por lo regular, en ellas siempre hay una maldición inquebrantable y los finales no son tan felices —agregué.

Donovan sonrió un poco.

—No todos logran romper la maldición, pero esa es otra historia —me corrigió. Se volvió a verme—. Me gustas —confesó, y me dejó pasmada por unos segundos—. Por eso, decidí dejarte en paz. Bueno, hablo sobre, ya sabes, molestarte y… —se calló. Comenzaba a balbucear, tremendamente nervioso.

—Te gusto —repetí.

—Era obvio, ¿no?

—Ahora sí que lo es —bromeé.

—Te traje aquí para hacer las paces y comenzar de cero. ¿Te parece?

Permanecí sería; sus ojos resultaban insondables. No podía saber con certeza si aquello era uno más de sus juegos, aunque no lo parecía.

—Está bien, acepto —dije después de unos interminables segundos.

Esbozó una sonrisa y me ofreció su mano.

—¿Amigos?

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