Ricardo Latcham - El tesoro de los piratas de Guayacán

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El tesoro de los piratas de Guayacán: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1578, Francis Drake, corsario al servicio de Inglaterra, llegó a la bahía de Cicop, hoy conocida como La Herradura, en la región de Coquimbo. Ante las inclemencias climáticas recaló su navío Golden Hind en una bahía protegida de los vientos del sur, a la que nombraría como El Refugio. El mito popular sostiene que el mismo Drake enterró ahí un valioso tesoro, pero los expertos difieren y aseguran que Subatol Deul, pirata hebreo, habría realizado el entierro. Otros afirman que fue lord Anson, quien 200 años después escondió el botín.
Esta reedición del libro que en 1935 publicó el ingeniero y arqueólogo Ricardo Latcham, narra y recopila en detalle todas las aristas de esta historia que sigue vigente, encendiendo la imaginación, el deseo y la esperanza de encontrar la riqueza oculta. El interés de Latcham en el presunto tesoro lo llevó a realizar en 1930 una exhaustiva investigación financiada por el Estado chileno, empresa que le permitió conocer al único testigo de la llegada de un barco supuestamente holandés a comienzos del siglo pasado, un personaje que a su vez dedicó su vida a escarbar en la zona y a interpretar los vestigios encontrados.
El tesoro de los piratas de Guayacán no solo recopila antecedentes, documentos y otras pruebas que dan pie para creer en la existencia de este misterioso tesoro, sino que también invita al lector a sacar conclusiones propias, entregando nuevos antecedentes y puntos de vista sobre esta fascinante –y de algún modo inagotable– historia.

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Con estos datos, mi padre invitó a Coquimbo al abogado de la Contraloría, Jaime Galté, quien además era profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile. Galté, conocido por sus extraordinarias condiciones de médium, cuando entraba en trance establecía contacto con un médico suizo-alemán del siglo xix. Fueron asombrosas sus curaciones a enfermos terminales cuando desplegaba sus dotes curativas. Existen libros y artículos en revistas que narran su historia. Pues bien, este profesor llegó a Coquimbo y se alojó en la casa de su amigo Eduardo Moukarzel. Me acuerdo que ambos fueron a comer a la casa de mis padres y después de la comida se le pidió a don Jaime que entrara en trance para averiguar algún dato sobre el tesoro. Acordamos, por los antecedentes que poseíamos, que debía ser uno de los hermanos Cordes. El señor Galté entró en trance y mi padre llamó a Simón Cordes, luego de un rato Galté tomó una pluma y escribió una frase en lengua flamenca (holandesa). Hay que hacer notar que no hablaba cuando estaba en trance, sino que escribía. Cuando volvió del trance, ni él ni ninguno de los presentes entendió lo escrito.

Al día siguiente, por encargo de mi padre, me trasladé a la parroquia de San Luis de Coquimbo, atendida por sacerdotes holandeses de la Congregación de la Sagrada Familia. Me entrevisté con uno de los padres y le pedí que tradujera el escrito. El padre lo leyó y me dijo que no entendía el contexto de lo escrito, pero agregó que se trataba solo de una frase que decía “ese dato pregúntenselo a mi hermano Baltazar”. Le manifesté al padre que esto era muy importante y en otra ocasión le explicaría por qué. Regresé a casa muy contento, imaginando que estábamos a punto de encontrar el tesoro. Como un dato anecdótico, mi padre siempre en broma les prometía a sus parientes y amigos que cuando descubriera el tesoro los invitaría a todos ellos a un viaje alrededor del mundo, y para que fueran tranquilos, les pagaría todas sus deudas.

Esa misma noche volvieron Galté y Moukarzel a comer a nuestra casa. Además estaba mi abuela paterna, Cristina Barrios, que también era una gran médium, mis hermanos Patricio y María Isabel, y mis papás. Terminada la comida, se decidió llamar a Baltazar Cordes. Galté entró en trance; ocurrió algo inusitado. También cayeron en trance el señor Moukarzel y mi abuela Cristina. En seguida comenzó a estremecerse la mesa alrededor de la cual se encontraban ellos, cayeron platos, copas y botellas que había sobre la mesa, era como un temblor que afectaba solo el comedor. Los que estábamos en vigilia le pedimos a mi padre que los hiciera volver en sí, que pusiera fin al trance.

Después de esta escena, don Jaime Galté le manifestó a mi padre que él podía curar enfermos, pero no servía para encontrar tesoros. Curiosamente, durante mucho tiempo decíamos en broma que si la noche anterior hubiésemos invocado a Baltazar a cambio de Simón, tal vez se habría descubierto el tesoro.

Al final de su vida, mi padre me dijo que creía haberse equivocado de lugar y que el tesoro debía estar en otra entrada de La Herradura. Por último, más adelante comprobamos otro error. Los hermanos Cordes jamás estuvieron en la zona, aunque pertenecían como muchos otros piratas a la hermandad de la Bandera Negra. Sus correrías, sin embargo, fueron en otras latitudes. Lo que sí es verdad, es que el autor de documentos distractivos fue otro pirata hebreo que fue varias veces a La Herradura. Si lo hubiésemos sabido, lo habríamos “llamado”. Este pirata fue Deul, que junto a su compañero Dayo visitaron varias veces el sector de Guayacán y la península de Cicop, como llamaban en aquel entonces a Coquimbo.

Ricardo Latcham dice, y lo mismo contaba Manuel Castro –el baqueano que lo asistía–, que en algunas rocas había inscripciones hechas por humanos. Eso jamás lo pude constatar. Con los años he logrado convencerme de que si ha existido el tesoro, los mismos que lo enterraron probablemente también lo rescataron. Además, pienso que es muy raro que los piratas hubiesen enterrado un tesoro tan valioso a 15 kilómetros de La Serena, con todos los riesgos de ser descubierto o que no los dejaran entrar después, como muchas veces aconteció. Ahora bien, si lo hubiesen sepultado, pudieron haberlo hecho tal vez hacia el norte: la costa hasta Arica tiene varios centenares de kilómetros y muchas ensenadas y bahías tranquilas totalmente despobladas.

Pero las dudas que se han manifestado acerca de la existencia del tesoro de Guayacán se contrarrestan con los sueños y anhelos de aventura de parte de muchos que mantienen viva esta leyenda, de muchos que abrigan todavía la ilusión de su encuentro.

Santiago, 24 de agosto de 2017

(Día de San Bartolomé,

Patrono de La Serena)

Cicop: un enigma no revelado

Fernando Santander Fernández

Investigador Histórico

Quiero relatar los alcances de mi investigación sobre el llamado “Tesoro de Guayacán”. Ya sea por algo circunstancial o por algo más que desconozco, mi vida entera ha estado envuelta en este tema que va más allá de los objetivos materiales. Muchos acontecimientos me han sucedido, casualidades o, mejor dicho, “causalidades” sorprendentes, que me siguen motivando a entrar en el estudio de materias de los antiguos ocultistas sefardíes, la cábala hebrea y numerología divina, entre otras disciplinas. Esta historia ha sido tema de una profunda meditación y acciones que he seguido para develar este misterioso enigma.

He estado investigando por casi 35 años la tradición de un antiguo tesoro enterrado por navegantes en el siglo xvii en las costas de la Región de Coquimbo en Chile. He descubierto pasajes desconocidos de nuestra historia acerca de una cofradía de piratas y navegantes de distintas nacionalidades, posiblemente judíos-hebreos, árabes y turcos. Sabemos la importancia del corsario Francis Drake en determinar este derrotero como un lugar muy apto para la carena y bastimento, aparte de ofrecer un refugio a los fuertes vientos del suroeste, reinantes en la mayoría de las costas de nuestro país.

La primera investigación realizada sobre el tema fue publicada por el ingeniero y antropólogo Ricardo E. Latcham, quien la diera a conocer en su libro El tesoro de los piratas de Guayacán: relación verídica, publicado por Editorial Nascimento en 1935 y rescatado ahora en esta edición. El relato de Latcham se construye a partir de varios documentos hallados en la península de Coquimbo (Playa Blanca), nombrada también Cicop (o Cyppo en la bitácora del capellán Fletcher) por los piratas. Estos textos fueron escritos en cueros de nutria, conservados en ánforas de arcilla llenas de algún aceite orgánico, las que a su vez fueron enterradas en piedras ahuecadas, las que denominaron ebanines. En dichos documentos se habla de un grupo de antiguos individuos que formaron una hermandad en el siglo xvii, empleando la bahía de La Herradura, inmediatamente al sur del puerto de Coquimbo, como un refugio y centro de reunión permanente para sus correrías. Se dice que esta hermandad fue consagrada a la Rosa de Francia, la cual fue traída a Cicop por un pirata egipcio llamado Madel Saden. Se trataría de una joya formidable, una rosa milagrosa, “algo” que podría vincularse al principio mismo del cristianismo, tal vez una figura con forma femenina o un documento que habla sobre ella, sea lo que sea, esa “rosa” fue venerada por todos los piratas con tanta devoción, que fue guardada cuidadosamente en una cámara anexa al tesoro material de barras de oro, encontrándose junto a un subterráneo en el subsuelo o bien un acantilado cercano a la costa de Coquimbo y que, además, serviría de polvorín para repeler el ataque de los españoles... ¡Que mejor estrategia!

Una multiplicidad de signos referidos a varias etnias, culturas y religiones, caracteres hebreos, egipcio hierático, copto, fenicio, incorporando también caracteres de español antiguo, el sefardita (judeo-español)... toda esa mezcla fue la base con la que escribieron la mayoría de los pergaminos.

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