—Dice, padre, que ya se imagina vuestra merced la razón por la cual lo invita a comer… El almirante tiene gran interés en saber de esas regiones que se están descubriendo en Indias. Es algo muy grande lo que está haciendo España allí…
3
El sonriente dominico miraba a don Adolfo, más que al traductor, para facilitar la comunicación.
—De las islas precisamente vengo… Pasé muchos años en las colonias. Sé bien lo que sucede allí. Ese es el motivo de mi presencia en la corte. De ello hablo a diario con el canciller Savage.
—El almirante lo sabe, pero no es de los indios de lo que quería hablar con vuestra reverencia… A él le interesa la nueva tierra firme que se ha descubierto y por la que pleitea con la Corona Diego Colón.
—Lo que llaman el Darién, así es. Yo conozco bien a Núñez de Balboa, quien recién ha descubierto el mar del Sur, así como al resto de las autoridades, y estoy esperando se me encomienden unos terrenos para poner en pie una comunidad en la que, a semejanza de la imaginada por Tomás Moro, todos vivamos en paz.
»Es importante desarrollar un nuevo modelo de colonización. Estoy convencido de que los españoles podemos establecer relaciones amistosas con los indios sin recurrir a la violencia. Como bien dijo Erasmo, la paz consiste en gran parte en desearla, y no se puede buscar donde brilla el oro…
Las Casas, que tenía cierta pesadez tras haber comido más de lo acostumbrado, comprendió que aquello al almirante no le interesaba demasiado. Por el énfasis que ponía en ponderar el caldo español y las carnes que probaban, se le vino a la cabeza aquel dicho de que los hombres sabios hablan de ideas y los vulgares de comida.
Vuelto hacia sus compañeros, que ya dejaban de hablar entre sí, el orondo De Veere, hizo un gesto con la mano para señalar, no el frío techo de piedra del palacio, sino un lugar imaginario más arriba.
—¿Qué quiere decir su señoría?
—Que hay, al norte, una nueva tierra firme que empiezan a llamar Nueva España, y en ella altísimas montañas que anuncian un vastísimo territorio —dijo el benedictino, que también tenía los carrillos enrojecidos por el vino.
—Es exacto. Me han llegado noticias de que don Diego Velázquez, gobernador de Cuba, y su secretario Hernán Cortés andan preparando una expedición para conquistar aquellos territorios y a los indios que los habitan, desconocidos por esos lares.
Al almirante, que sujetaba con tres dedos de su mano derecha un trozo de venado, se le subía la sangre a las mejillas. Sonrió satisfecho. Dijo algo al resto de los comensales, que asintieron y miraron a fray Bartolomé apreciativamente.
—De eso quiere hablar con vos el almirante De Veere.
—¿Y cuál es, si puede revelarlo, su interés?
—El almirante me pide que os diga que su majestad le acaba de hacer heredero de todas esas tierras. Se las ha entregado para que las colonice.
A nuestro dominico aquello le cayó encima como un jarro de agua fría. De pronto, el sentido de la reunión se le hizo patente y se sintió víctima de una encerrona. Comprendió de golpe que el desconocimiento de los asuntos de Indias era absoluto entre los flamencos.
—Eso es imposible…
—Quiere saber por qué decís que es imposible —dijo el traductor viendo que De Veere y los demás ahora callaban.
—Porque esos territorios están bajo la jurisdicción de Diego de Colón, hijo de don Cristóbal, que está ahora mismo en Valladolid. Viene con la intención de presentarse al rey y ponerle al tanto de los pleitos que aún mantiene con respecto a los territorios descubiertos por su padre…
El almirante ya no reía. Sus mejillas seguían enrojecidas y parecía embotado, pero eso no le impidió soltar un exabrupto con trazas de ser algo desagradable, que el bernardino no tradujo.
De todas formas, fray Bartolomé tenía claras sus lealtades.
—No sé si el señor De Veere es consciente de ello, pero explíquele que en su día los reyes de Castilla capitularon con Cristóbal Colón derechos vitalicios sobre todos los territorios que descubriera…, derechos que, como lleva tiempo reivindicando su familia, incluyen no solamente las islas, sino también la tierra firme. Los pleitos comenzaron en el año ocho y desde entonces la familia Colón nunca ha dejado de reclamar sus derechos
A medida que se le traducía, la contrariedad del anfitrión iba creciendo. Sin mirar a su huésped se dirigió con malos modos al bernardino y se volvió hacia los demás comensales con exclamaciones desagradables. Ya ni se preocupaba de mostrar la más mínima cordialidad. Su buen humor había desaparecido y fray Bartolomé entendió que era el momento de dejar la reunión.
4
En aquella alegre y concurrida plaza del Mercado se cataban los claretes de Cigales y Fuensaldaña y los blancos de Rueda, Serrada, La Seca, criados en las bodegas que proliferaban por los alrededores. Cada vez que una ramita verde a la puerta de una taberna anunciaba cuba nueva se hacían colas para decidir sobre la calidad del caldo. No solo los legos, sino también muchos clérigos amigos de los deleites terrenales.
En una taberna de la calle de Orates, no lejos del hospital de los inocentes, fray Bartolomé encontró a Reginaldo con un par de novicios de la orden junto al fuego que ardía en el rincón.
A fray Reginaldo le sorprendió el mal humor de su compañero, que llegaba con el rostro enrojecido por el frío.
—¿No os sentáis? Estos jóvenes están deseosos de conoceros. Ya sabéis mi lema: en la iglesia con los santos, en la taberna con los glotones.
En La Española, al enfrentarse a los encomenderos en la lucha por la dignidad de los indios, Reginaldo y su hermano Antón habían sido de los pocos religiosos que apoyaron sin fisuras a fray Bartolomé, cuando este quiso aplicar las pragmáticas de Cisneros. Pero desde que era Las Casas quien acudía a diario al palacio de Rivadavia, hablaba con el canciller y trabajaba en sus memoriales a solas, Reginaldo se dedicaba a matar el tiempo y aquello irritaba a Bartolomé, a quien le desagradaba que su compañero bebiese más de lo que parecía digno en un religioso.
Esa muda crítica se le notaba ahora mismo.
—Necesito ver a don Diego Colón, ¿sabéis dónde puedo encontrarlo?
—A estas horas estará con su esposa paseando por el prado de Santa Magdalena, como buena persona principal —dijo Reginaldo, que no parecía dispuesto a interrumpir su velada. Seguramente era su manera de hacerle pagar el abandono de los últimos días, y fray Bartolomé, con gesto antipático, decidió continuar la búsqueda por su cuenta.
5
Mentarse la Magdalena y dirigirse nuestro dominico hacia el prado fue lo mismo: sus sandalias cloquearon sobre el empedrado mientras se abría paso entre una reata de mulas cargadas de lana de Burgos. El frío mordía y había salido un día brumoso. Envuelto en su hábito desnudo cruzó la villa hasta que encontró al almirante de Indias paseando con su esposa doña María de Toledo, sobrina del duque de Alba, primo a su vez del rey Fernando, por el famoso prado.
—Se nos hace extraño ver a vuestra paternidad por aquí. No está dentro de vuestros hábitos pasear por estos lugares tan frívolos —dijo el primogénito de Cristóbal Colón, acogiéndolo con familiaridad.
—No lo está, efectivamente, excelencia. Y no vengo sino para traeros nuevas importantes.
Los dos hombres se conocían de muchos años atrás, pues sus familias tenían vínculos importantes con el Nuevo Mundo. Un tío de Bartolomé, Juan de la Peña, había ido en el primero de los viajes del anterior almirante de Indias, don Cristóbal, y sus relatos en su casa sevillana habían sido causa de que el padre de Bartolomé, Pedro de las Casas, que era mercader, embarcase en la segunda expedición colombina.
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