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Fray Bartolomé comprendió que se la estaba jugando, y eso se apreció en la actitud de Savage. «No enciendas tanto la hoguera contra tu enemigo que alcance a quemarte», había advertido Reginaldo, según paseaban por el claustro del colegio de San Gregorio. Pero Las Casas sabía que un hombre sin enemigos es un hombre sin valor y que eran siempre peores las enemistades silenciosas y ocultas que las declaradas.
—¿Y vos no estáis sometidos a su autoridad?
Otra vez los ojos del canciller se fijaban en el fraile, calibrándolo.
El sevillano, sintiendo que había causado una buena impresión, se envalentonó.
—Lo estuve, aunque al ver la ineficacia de mis protestas concluí que debía ver a su majestad en persona. Séneca siempre dijo que los salones de los monarcas están llenos de hombres y vacíos de amigos. Sospecho que estuvo mal informado.
—A veces, la autoridad de los reyes se destruye queriendo afirmarla demasiado…
—Por ello bregué para que don Fernando me diera audiencia. Me parecía que un monarca viejo y prudente era lo mejor para el negocio mío, aunque al parecer me equivoqué. Y cuando murió don Fernando decidí aproximarme al cardenal Cisneros, quien, a diferencia del obispo Fonseca, sí prestó un oído atento y humano a lo que le dije y se mostró horrorizado por los crímenes que se están cometiendo en Indias…
Meditaba el canciller y otra vez se cogía las manos, asentía con prudencia. Fuera, se oían en el patio voces de guardias. Debía de llegar una nueva comitiva. ¡Había tantos notables locales que necesitaban tratar con el nuevo rey!
—¿Y antes no hablasteis con monseñor Fonseca?
—Sí, excelencia, pero su respuesta fue clara. Me dijo: «Y al rey y a mí qué nos importa lo que les pueda ocurrir a los indios en esas tierras». A lo que repliqué: «Y si no es a vos, ¿a quién ha de importar?».
»Como sabréis, el obispo es presidente del todopoderoso Consejo de Indias, y aquello fue el origen de la enemistad que nos tenemos. Desde entonces su secretario Cochinillos y el resto de sus servidores en el Consejo, cuando llegan noticias mías de las islas, hacen lo imposible por ignorarlas. Por eso he considerado necesario presentarme ante vuestra excelencia…
El canciller parecía aquilatar la integridad moral del hombre que tenía ante sí. Era consciente de que la verdad no es planta que abunde sobre la tierra, que a menudo está eclipsada y, sobre todo, que se robustece con la investigación y la reflexión.
—Os agradezco que hayáis querido informarme, fray Bartolomé. Reflexionaré sobre todo con la debida atención, y lo comentaré con el rey. Volved a este palacio de aquí a unos días y tendréis noticias.
—Ha sido un honor hablar con vuestra excelencia.
—El honor es mío, fray Bartolomé.
Y lo acompañó hasta la puerta. La niebla embrumecía el patio.
II. LITIGIO SOBRE NUEVA ESPAÑA
Valladolid, diciembre de 1517
1
Durante todo un mes, Las Casas platicó incesantemente con el canciller Savage, hombre amable y culto que prestó toda su atención al relato que le hacía de la destrucción de las Indias.
El favor era tan grande que un día, habiéndose acercado a la corte el obispo Fonseca y su secretario Cochinillos, este, que traía cédulas del Consejo de Indias para que se le firmaran, se cruzó con el canciller por el pasillo y Savage le dijo muy airado: «Anda, idos de aquí antes de que os mande echar, que vos y el obispo estáis esquilmando las islas».
No hace falta añadir lo mucho que el relato agradó a nuestro dominico.
Las reuniones con el canciller tenían lugar en la misma sala, al calor de un brasero o de la chimenea, con una manta sobre las rodillas: en Valladolid el invierno es riguroso. O si el tiempo lo permitía, paseando por el señorial patio de piedra. Tal era el volumen de trabajo que acometía el canciller, visto que el rey era joven y que la gobernanza recaía sobre él, que apenas descansaba.
Durante ese tiempo no vio nunca fray Bartolomé a don Carlos, pero el canciller le hacía saber que estaba informado y reflexionaba sobre los remedios que le proponían.
Una tarde, cuando fray Bartolomé, acompañado por Reginaldo, se alejaba ya por los pasillos de palacio hacia la salida, el canciller mandó a un criado a decirle que le quería hablar y le dijo en latín: Rex, dominus noster, iubet quod vos et ego apponamus remedia Indiis; faciatis vestra memoria.
—El rey, nuestro señor, manda que vos y yo pongamos remedios a los indios; haced vuestros memoriales.
Fray Bartolomé contestó con una reverencia.
—Aparejado estoy, y de muy buena voluntad haré lo que el rey y vuestra excelencia me mandan. El poder de los reyes, cuando se basa en la razón y la verdad, se robustece. La justicia, hoy, es más importante que una buena cosecha.
Colmado de alegría, concluyó que finalmente es mejor un rey joven que escucha y se deja aconsejar que uno, como don Fernando, que no atendía sino a sus propias opiniones.
Era la segunda vez que Dios ponía en sus manos el remedio a los males de los indios, y fray Reginaldo, al ver cómo sonreía, no pudo evitar citar a Horacio:
—Aunque la justicia camina lentamente, rara vez deja de alcanzar al malvado.
Las Casas estaba como en una nube.
2
Ya todos habían entendido en la corte que los flamencos gustaban de tratar los negocios en torno a una buena mesa y a ser posible bebiendo cerveza. Y tomarse su tiempo, como buen pueblo flemático. De modo que cuando Las Casas recibió la invitación del almirante de Flandes, Adolfo de Veere, sencillamente pensó que tendría que ver con algún negocio de los que trataba con el canciller.
Ocupaban estos flamencos un palacio menor no lejos de la plaza del Mercado, propiedad de uno de los muchos mercaderes italianos con casa en Valladolid. En él llevaban un mes alojados unos extranjeros que cada vez lo iban siendo menos.
Los vallisoletanos se acostumbraban a sus modos. Los flamencos empezaban a hablar algo de castellano, y los castellanos procuraban adaptarse al francés que se utilizaba en la corte de Borgoña. Algarabía de allende, decían bromeando, que el que la habla no la sabe y quien la escucha no la entiende…
Cuando nuestro fraile se presentó al mediodía, se le hizo sitio en una mesa grande entre señores a los que había visto en alguna ocasión en el palacio de los Rivadavia.
Resultaban muy reconocibles sus atavíos flamencos y el sevillano intercambió con el secretario del almirante, un monje benedictino, algunas frases en latín que este tradujo a su señor.
Como hombre bien entrado en carnes, de tez rojiza y ojos astutos, De Veere reía con ganas, comía con apetito y agasajó a su visitante con buenas viandas y un vino verdejo que el dominico cató con gusto.
No contento con ello, se puso en pie y, tal y como manda la cortesía en Flandes, levantó su jarra para decir en francés:
—Je bois à votre santé, monsieur.
Fray Bartolomé se sentía halagado y un puntito embriagado cuando, tras tratar del tiempo y otras vaguedades, se le pidió una relación de su experiencia en las islas.
El fraile no escatimó saliva a la hora de relatar los horrores cometidos por los españoles durante la conquista de Cuba, a la que había asistido, así como la situación de los indígenas, algo a lo que, entre el canciller y él, explicó, estaban poniendo remedio.
—Si nos dejan, pronto podremos decir que ha terminado la esclavitud de aquellas gentes. Lo que planeamos su excelencia y yo es que vivan en paz con los españoles, comerciando en pie de igualdad y sin sufrir los vejámenes actuales.
Aunque no le interesase la cuestión indígena, el almirante De Veere asintió, dio un nuevo trago a su jarra, le miró, se limpió la boca, soltó un eructo, puesto que al igual que sucede entre los árabes no estaba mal visto en su país, y se volvió hacia el benedictino para que tradujera.
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