José Ángel Mañas - Conquistadores de lo imposible

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A partir del mítico año de 1492, y durante las siguientes seis décadas, un país que acaba de culminar una épica reconquista, descubrirá, conquistará y colonizará un continente inmenso que ha permanecido hasta entonces cerrado al resto del mundo.
¿Quiénes eran Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Diego de Almagro, Bartolomé de las Casas o Lope de Aguirre? ¿Quiénes sus acompañantes en esos viajes y qué encontraron en aquellas tierras? ¿Qué los llevaba a regresar una y otra vez al fascinante Nuevo Mundo?
Con su característico estilo realista, José Ángel Mañas novela la mayor epopeya de la historia de España, recreando las dramáticas circunstancias de la más extraordinaria aventura protagonizada por nación alguna.

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Historia de las Indias, Bartolomé de las Casas

I. LLEGADA DE CARLOS PRIMERO

Valladolid, noviembre de 1517

1

Asentada entre el Pisuerga y el Esgueva o las Esguevas, Valladolid, con sus treinta mil almas, era la sede habitual, desde hacía muchos años, de la corte. Las casas de la aristocracia proliferaban en un recinto urbano rodeado de huertas, almendrales, manzanares y viñedos que se extendían por los cerros y llanos cercanos.

Hacia poniente se podían vislumbrar, en la margen izquierda del Duero, multitud de pinares, austeros y acordes con el paisaje mesetario. Por el norte, allende las primeras colinas, una ancha franja de cereal plantado enlazaba el valle con el páramo, lleno de pastos y encinares.

La villa formaba un bullicioso rectángulo al que se accedía por la sureña puerta del Campo, o por la de Tudela al este, o por la del Puente Mayor al norte, o la de la Rinconada al oeste.

Aunque bien empedrada, resultaba polvorienta y árida en verano, fría en invierno, y tan sucia a lo largo del año como cualquier otra ciudad. Y sin embargo, la vista se recreaba ante las iglesias de San Pablo, La Antigua o Santa Cruz, sus calles con soportales, sus casas de tres pisos sin balcones, sus comercios, sus tallercitos gremiales, su trasiego incesante de carruajes y mulos.

Tras presenciar la agonía del cardenal Cisneros, fray Bartolomé no había dudado en presentarse junto con fray Reginaldo Montesinos y esperar la llegada del rey en un ambiente, cuando menos, poco caluroso.

Los vallisoletanos desconfiaban de aquel Carlos criado en Flandes.

Como buenos castellanos, ellos hubieran preferido que reinase Fernando, quien acompañaba a su abuelo durante los últimos años y que una vez desaparecido el aragonés crecía a la vera del cardenal Cisneros, familiarizándose con las cosas de la gobernanza.

Desde por la mañana se sabía que ese día llegaba el nuevo rey y se notaba cierta inquietud por la corredera de San Pablo. Unos se preguntaban dónde andaría. Otros lanzaban miradas calle abajo hacia la judería, al norte de la plaza del Mercado, donde abundaban los almacenes de lanas que se enviaban a Burgos por el único puente que cruzaba el Pisuerga.

Pero no había voluntad de festejo.

Ni tapices en los balcones. Ni demasiadas damas asomadas.

Tampoco en las calles había preparativos más allá de algún pobre arco de triunfo levantado para la ocasión.

Pero había inquietud y, cuando después de comer repicaron las campanas de San Pablo y La Antigua, la gente dejó sus labores y se llenó poco a poco la corredera.

A la puerta de La Antigua aguardaban las autoridades, con sus mejores galas.

Entre las personas más elegantes se decía por lo bajinis que el retraso había sido una maniobra de monsieur Chièvres, ayo de Carlos, para no toparse con el cardenal Cisneros, el único capaz de imponerle su autoridad.

—¡Habladurías sin fundamento! —exclamó fray Bartolomé—. Es lógico que se detenga a conocer a sus nuevos súbditos, y que procure que los habitantes de las ciudades se sientan honrados…

2

Hasta el momento, la parada más comentada era la de Tordesillas. Desde el principio Carlos había expresado su deseo de ver a Juana, su madre y reina legítima, enclaustrada por el rey Católico.

Aunque no se sabía de qué trataron, el gesto gustó a los castellanos.

El que el heredero visitara a su madre y buscase su consentimiento para reinar en su nombre —algo que la Loca había aceptado sin problemas: nunca le había interesado el poder a doña Juana— acercaba a este extranjero, un poquito más, por lo menos, al corazón del pueblo.

También se comentaba que a Carlos le había impresionado Catalina, la hija asilvestrada de Juana, criada en el convento. El contraste entre él y Leonor, recién llegados de Flandes, con las pompas de aquella tierra, y la chiquilla despeluciada y vestida como una aldeana era tan grande que, preocupado, había debatido si convenía dejarla o llevarla consigo.

Después, en Mojados, tocó conocer a su hermano Fernando, también hijo de Felipe el Hermoso y Juana, y nieto preferido del viejo rey Católico. Había sido un encuentro cordial y desde entonces avanzaban juntos, con el mismo ritmo lento, camino de Valladolid.

Tras detenerse a comer en el convento del Abrojo, para reponer fuerzas y organizarse, el cortejo por fin entraba por el puente de la puerta del Campo en la ciudad.

¡Y menudo cortejo era!

Los flamencos no descuidaban ni el más mínimo detalle.

Valladolid era la primera ciudad principal a que llegaban, el corazón del reino. Hasta aquí solo habían visto villas menores, y hoy entraban en la que estaba previsto fuera sede de las primeras Cortes, en la propia iglesia de San Pablo.

El pueblo se arremolinaba por el arranque de la corredera y en torno a La Antigua: ya abrían la marcha las tropas enviadas por Cisneros para recibir a Carlos. A las formaciones de infantería y los monteros de Espinosa, muy solemnes, picas en alto, les seguía la caballería real, con la misma ceremoniosidad. En medio del silencio de la rúa se oían los cascos de los caballos, mientras pasaban por el puente. Y a continuación fueron haciendo su aparición los grandes señores de Castilla que habían salido al encuentro del rey por el camino, todos muy conscientes de la importancia del momento.

Pero lo que la gente quería era ver a los príncipes: Carlos, Fernando y Leonor llegaban uno detrás de otro, escalonados según la jerarquía.

El primero en cruzar el puente, Fernando, era un mozalbete de catorce años, con el mismo pelo de su abuelo y cierta tensión en la mirada, que no revelaba precisamente felicidad: él sabía mejor que nadie que su posibilidad de reinar había sido sacrificada en aras de la concordia.

A su diestra cabalgaban el cardenal Adriano y el arzobispo de Zaragoza…

Y después, a una conveniente distancia, Carlos, nuevo rey de Castilla y Aragón, de Nápoles, Sicilia y Cerdeña, y señor de las Indias Occidentales; con sus diecisiete años y aspecto ausente, era en quien se detenían todas las miradas.

En la puerta de La Antigua sonó algún tímido vítor, aunque la mayoría se contentó con contemplar en silencio.

3

Según se postraban ante el nuevo rey las autoridades de la ciudad, fray Bartolomé, poniéndose de puntillas entre el gentío, tuvo la impresión de que Carlos se sentía abrumado por tanta reverencia.

No era agraciado de rostro y tenía la cara alargada y el prognatismo de los Austria: se le notaba mucho la ascendencia paterna. Pero su expresión era noble.

Vestido a la moda extranjera, con el pelo en redondo y el lujo de los paños flamencos, se notaba la tremenda responsabilidad que portaba sobre sus hombros.

También quiso percibir nuestro fraile cierta espiritualidad en su mirada melancólica, una clara distancia con quienes le besaban la mano y como un aire de no estar del todo cómodo en actos mundanales.

En comparación con el venial Francisco, rey de Francia, llamado a ser su rival en Europa, o el libidinoso Enrique, su par inglés, se comentaba entre los eclesiásticos que Carlos era un joven de miras elevadas, cosa que era vista con buenos ojos, ya que hacía un tiempo que un amplio sector del clero español deseaba ver instaurada en Europa la monarquía católica universal.

Pero por el momento era un jovenzuelo recién llegado a Valladolid, eso sí, acompañado por los embajadores del papa y del Sacro Imperio, las mayores autoridades europeas.

A su paso ya sí hubo vítores a ambas orillas del Esgueva por su ramal norte (tan cercanas que a los flamencos, acostumbrados a otros ríos, les producía cierta vergüenza ajena), aunque inducidos por los dignatarios que esperaban.

Algunos soldados intentaron animar al gentío:

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