José Ángel Mañas - Conquistadores de lo imposible

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A partir del mítico año de 1492, y durante las siguientes seis décadas, un país que acaba de culminar una épica reconquista, descubrirá, conquistará y colonizará un continente inmenso que ha permanecido hasta entonces cerrado al resto del mundo.
¿Quiénes eran Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Diego de Almagro, Bartolomé de las Casas o Lope de Aguirre? ¿Quiénes sus acompañantes en esos viajes y qué encontraron en aquellas tierras? ¿Qué los llevaba a regresar una y otra vez al fascinante Nuevo Mundo?
Con su característico estilo realista, José Ángel Mañas novela la mayor epopeya de la historia de España, recreando las dramáticas circunstancias de la más extraordinaria aventura protagonizada por nación alguna.

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A su vuelta, un Domingo de Ramos, junto al apeadero de la reina Isabel y cerca de la iglesia de San Nicolás, Cristóbal Colón había mostrado a un gentío sevillano los indios y las aves recién traídos de La Española, los mismos que luego llevaría consigo a Barcelona, y fue imposible borrar la impresión en quienes, como nuestro religioso, entonces eran chiquillos que correteaban por las calles de Triana. Bartolomé todavía recordaba cómo su padre, curioso, empujaba entre el gentío para poder ver lo que acontecía…

Pedro de las Casas también estuvo presente junto a Colón cuando este descubrió el devastado fuerte de Natividad. De ese viaje regresó con un indio esclavo que sirvió durante años en su casa y al que Bartolomé acabó liberando cuando lo ordenó la reina Isabel.

De aquel indio aprendió mucho. De entonces databa su simpatía por los nativos de las islas, que él pisó por primera vez allá por el año mil quinientos…

Por su parte, Diego Colón, tras bregar con el fiscal de la Corona y animado por el apoyo de su familia política, los Lerma, en la reclamación de sus derechos, había heredado el título de almirante de Indias y a partir del año ocho pudo asumir el cargo de gobernador de La Española —era la primera vez que se trasladaba a sus tierras—, aunque siempre supeditado a la autoridad real, en tanto no se diera fallo definitivo sobre su litigio con la Corona.

El problema fue que una denuncia sobre abusos de poder que incluía también acciones de sus tíos Bartolomé y Diego, muy cuestionados por las recientes rebeliones en La Española, había llevado al viejo rey Fernando a cesarle y traerlo de vuelta a la Península, donde desde entonces hacía frente, un mes sí y otro también, a los incesantes cargos del fiscal…

Hacía varios años que vivía inmerso en los inacabables pleitos que lo agotaban y lo consumían, manteniéndolo en un estado de irritación permanente. Se consideraba Diego injustamente perjudicado, y no sin razón. Pero sabía que Las Casas era uno de los más fervientes partidarios de su familia.

—Caminad con nosotros, fray Bartolomé, os lo ruego…

6

El prado de la Magdalena era a Valladolid lo que el de San Jerónimo a Madrid. Por él se paseaban las damas después de haber hecho la rúa por el entorno de la plaza del Mercado y la corredera de San Pablo. Aunque hubiera todavía pocos, empezaban a aparecer los primeros coches: los más pudientes gustaban de mos­trarlos.

Aprovechando la niebla dos jóvenes a caballo picardeaban con unas damas. La comedia de la vida convivía con el paseo tranquilo de matrimonios, como don Diego y doña María y otras parejas principales, que se saludaban, entre plátanos y robles.

En verano se paseaba hasta la noche, pero en invierno, pese a ir bien abrigados, los vallisoletanos se quedaban el tiempo imprescindible para tomar el aire.

Cogiendo al dominico del brazo, Diego lo hizo avanzar a su lado. Su mujer se retrasaba unos pasos con sus doncellas. Una capa de buen paño flamenco como la de su marido la protegía del frío. El sol apenas calentaba. Su luz era fría y triste en medio del invierno meseteño.

Los castellanos decían que la corte del nuevo rey traía las nubes y brumas de Flandes.

—¿Y qué os trae por Valladolid? No pensaba que fuerais animal cortesano…

Las Casas tenía un punto de pedantería que lo llevaba a abusar, en su lenguaje, de imágenes literarias. Mirándolo, dijo, con cierta afectación, que, aunque él no lo fuera, la corte de un príncipe recordaba el arca de Noé, por haber en ella animales de toda clase.

—Los hay, pero el que vale poco es olvidado y el que mucho, perseguido… Mucho cortesano, pero poca cortesía.

—Bien lo sé, y vengo, como vuestra merced, a reclamar justicia y a hablar de las Indias… Ya sabrá que pretendo que el rey esté enterado de lo que ocurre allá.

—A eso venimos todos.

—Hablando de vuestros derechos, no sé si estáis enterado de algo que he sabido y que os concierne…

Sin más, fray Bartolomé le desveló lo dicho por De Veere.

Aunque al principio siguieron caminando, al poco el segundo almirante de Indias se detuvo bruscamente.

—Ah, eso sí que no. ¡Eso sí que no! —exclamó al tiempo que la sangre se le retiraba del rostro. Había adquirido tal palidez que la gente que paseaba cerca dejó de conversar para mirarlo con curiosidad.

—¿Qué sucede, Diego? —dijo María, acercándose.

7

Diego Colón tenía la misma tez sanguínea que el padre. Los dos se iban pareciendo más a medida que el hijo también encanecía.

—Llevo años pleiteando para que se reconozcan mis derechos, y ahora me entero de que el rey anda regalando lo que no le pertenece —protestó, cada vez más fuera de sí—. ¡Nueva España es de mi familia! ¡Y si no es nuestro, no será de nadie!

—Nada está hecho todavía, don Diego, tranquilizaos —dijo fray Bartolomé—. Su majestad es joven… No sabe bien lo que hace. Es lo que estoy intentando explicar.

Pero Diego Colón se sentía terriblemente afrentado.

Toda su existencia había estado marcada por el gran proyecto familiar desde que con apenas ocho años, y recién muerta su madre, había salido de Portugal para ser acogido por los frailes de La Rábida. Los religiosos se ocuparon de él mientras su padre seguía a la corte, defendiendo su proyecto ante juntas de sabios hasta conseguir que Isabel y Fernando autorizasen su viaje y firmasen las capitulaciones que lo habían convertido en virrey de todos los territorios descubiertos…

Nadie había disfrutado tanto con su regreso triunfal tras el descubrimiento. Y mientras se organizaban los siguientes viajes se vio obligado a quedarse en la corte como paje de la reina Isabel.

Durante años Diego y su hermano habían sido testigos lejanos de las hazañas paternas y por último de su injusta y triste prisión, cuando se le retiraron arbitrariamente sus derechos y el comendador Bobadilla lo hizo regresar a España cargado de cadenas. Desde entonces perseguían al viejo rey Fernando reclamando unos derechos que el aragonés ya no respetaba, en espera de que unos pacientísimos magistrados dictaminasen sobre el asunto.

—¡La tierra firme del sur fue descubierta por mi padre, y a mí me corresponden todos los derechos sobre ella! —se exaltó—. ¡No aceptaré una nueva injerencia, y menos de un flamenco!

—Tranquilizaos, Diego, os lo ruego. Ya veremos lo que puede hacerse —dijo su esposa, preocupada por la atención que seguían atrayendo. Y posó sus ojos en el sevillano—. El rey aún no nos recibe. Por el momento nos desaira públicamente. Pero vos, fray Bartolomé, veis al canciller todos los días, y él ve a su vez a diario a Carlos. ¿No podríais interceder por nosotros ante su majestad?…

III. HABLA HERNANDO COLÓN

Valladolid, enero de 1524 (cuarto pleito colombino)

«(…) Señores miembros del Consejo y magistrados del reino de Castilla, vuestras señorías me conocen de sobra. Soy Hernando Colón y actúo como procurador de mi hermano Diego, actual almirante de Indias, quien inicia este nuevo pleito para demostrar lo injusto de la revocación de su cargo, cuando, según lo capitulado en Santa Fe por mi familia con la Corona, nos corresponde de manera vitalicia la gobernanza sobre todas las tierras descubiertas, ya sean islas o tierra firme, es decir, tanto La Española, Cuba o Jamaica, como el Darién, en el sur, o Nueva España o la Florida. Por eso arrancó mi familia un primer pleito en el año ocho. Y el contencioso volvió a plantearse en el doce, cuando el fiscal de la Corona pretendió hacer creer que aquellas tierras del Darién no fueron descubiertas en primer lugar por Cristóbal Colón sino por Alonso de Ojeda, Juan de la Cosa y Américo Vespucio, durante sus viajes ilegales. Algo que se probó ser falsedad manifiesta, y no volveré sobre ello para no eternizar mi intervención. El caso es que, no satisfecha con la resolución, la Corona inició un nuevo pleito bajo la premisa absurda de que el verdadero descubridor de las Indias fue Martín Alonso Pinzón, como sostuvo en su día el ya fallecido Vicente Yáñez. Y a continuación, cosa increíble, mi hermano Diego fue depuesto de su cargo de gobernador de La Española por unos mal probados abusos de los que procuramos en vano defendernos año tras año con estos pleitos. Y es por ello por lo que, como procurador suyo, me veo obligado a reclamar por enésima vez lo que se debe a mi familia. Por eso aquí me tienen vuestras señorías de nuevo ante este tribunal de infausto recuerdo para los Colón. Aunque basta de agravios históricos y vayamos con los hechos recientes. Y es que no contentos con intentar escamotear a mi familia el honor de haber descubierto las Indias, ahora se le cuestiona a mi hermano la conquista de Cuba. Pues bien, ya que esta sala me obliga a referirme a ello, lo hago con una total fidelidad, dado que estuve presente. Aquello se logró nada más llegar a Santo Domingo, en el año ocho, cuando por fin el almirante, mi hermano Diego, tomó posesión de su cargo, con las asfixiantes limitaciones impuestas por la Corona. Ese año regresábamos los Colón a las tierras que nos corresponden por ley y el segundo almirante de Indias, animado por mis tíos Bartolomé y Diego, su tocayo, que nos acompañaban, estaba tan ansioso por extender la gloria de su familia que lo primero que hizo fue planear y ejecutar sin tardanza la conquista de la vecina isla de Cuba. Y lo hizo con la ayuda de Diego Velázquez de Cuéllar, hoy gobernador de la isla y en su tiempo servidor nuestro. La conquista duró apenas tres semanas. En ese tiempo quedó el territorio bajo su jurisdicción legítima. Tres semanas, repito. Y diré, ya que su nombre está en boca de todos últimamente, que, en todo ese tiempo de Hernán Cortés no supimos nada. El señor Cortés era entonces secretario de Diego Velázquez, recién nombrado gobernador de Cuba, que a su vez servía a don Bartolomé Colón, mi tío. Una circunstancia que desde entonces los cortesanos se empeñan en disimular, puesto que no conviene a tan grande conquistador haber sido sirviente. Pero así fue. Y hasta criado servil, toda vez que en la época no recuerdo yo que le alzase nunca la voz a Diego Velázquez. Su única gesta por entonces, si acaso, fue que cortejó y sedujo a la hoy fallecida Catalina de Juárez, familiar de Diego Velázquez, a la que desairó públicamente al negarse a tomarla en matrimonio cuando ya había consentido gozar de sus favores. Todo aquello resultó en el lamentable espectáculo de su persecución por parte del legítimo gobernador de la isla, que acabó, si no recuerdo mal, en un encierro en una iglesia. Y no fue sino tras protagonizar una fuga nocturna que, comprendiendo lo absurdo de la situación, accedió el señor Hernán Cortés a casarse con quien desde ese día fue su mujer, hoy fallecida en las circunstancias que sabemos. Tanto lo uno como lo otro dice muy poco de este individuo al que hoy, por razones que todo el mundo entiende, me veo obligado a referirme (…)».

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