Así era mi vida de atea. Cuando pienso ahora en aquella vida de antes de conocer a Cristo, reconozco cuán limitada era mi vista. Necesitaba a la desesperada la presencia de Dios en mi vida, pero habría negado de plano tal necesidad sin comprenderlo.
Mi problema no se podía resolver escuchando a un predicador afirmar que Jesús me amaba y que quería salvarme. Yo no creía en Dios, para empezar, y daba por sentado que la Biblia era una colección de mitos y cuentos populares, igual que aquellas historias que había leído sobre Zeus y Thor, Cenicienta y la Bella Durmiente, solo que menos interesantes. ¿Por qué habría de molestarme en leer la Biblia, y mucho menos tomarme en serio lo que decía sobre ese tal Jesús? Desde luego que yo no creía que un Dios imaginario pudiese tener un hijo de verdad. Dado que no me creía en posesión de un alma inmortal, no me interesaba lo más mínimo su supuesto destino después de la muerte. Sin Dios, ni vida eterna, ni infierno…, no había motivo para seguir discutiendo la cuestión.
La dificultad no era una ausencia de oportunidades de oír hablar de Dios. El problema era más profundo: descansaba en mi propio concepto de lo que era la fe. Pensaba que la fe era irracional por definición, que significaba creer que cierta afirmación era verdadera sin razones de ningún tipo. Jamás se me ocurrió que pudiese haber una senda hacia la fe en Dios en la que participase la razón, o que pudiera haber pruebas de las afirmaciones del cristianismo. Pensé que había que tener fe sin más , y la propia idea de la fe me dejaba perpleja y me horrorizaba.
Aun así, era una idea que no me abandonaba. No tenía fe, no la quería, pero sentía el impulso de tener buenas razones para ello. Me construí una complicada analogía para mí misma, una analogía que a mí me daba la sensación de ofrecer una explicación satisfactoria de por qué la fe era imposible.
La establecí del siguiente modo: imaginemos que me dices «si crees que hay un unicornio rosa invisible en el cielo, te daré un BMW nuevo». Veo el coche en el aparcamiento. Oigo el tintineo de las llaves en tus manos. Si soy capaz de creer lo que tú quieres que crea, el coche nuevo es mío. ¡Genial! Pero es una pérdida de tiempo: yo sé que no hay unicornio. Da igual lo mucho que yo desee el coche, soy incapaz de creer algo contrario a la razón con el único fin de obtenerlo.
Creer en algo irracional como exigencia para obtener un premio, a eso me sonaba a mí aquella invitación del Evangelio que decía: «¡Acepta a Jesús y alcanza la vida eterna en el cielo!».
Esta invitación imposible se volvía aún más desconcertante por el hecho de que el premio tampoco es que sonase muy tentador, para empezar. ¿Qué era eso del cielo ? Mientras que el simple nombre de los Campos Elíseos de la mitología griega ya generaba un inmenso paisaje soleado en mi imaginación y el Valhalla nórdico evocaba la imagen colorida del festín de los guerreros cantando canciones, el cielo cristiano estaba asociado (en gran parte gracias a la televisión) con la imagen de una gente de sonrisa melosa y túnicas blancas desperdigada y sin mucho que hacer. ¿Se suponía que aquello debía emocionarme?
Además, incluso aunque aceptase la palabra de los cristianos de que aquel cielo era deseable, es que no me lo podía creer, así de simple.
Desde luego que, si pensase que me podía beneficiar de ello, podría fingir que creía y haber dicho «¡oh, sí, creo en Jesús!», pero yo habría sabido que estaba mintiendo, lo cual habría convertido aquella supuesta fe en una falsedad premeditada y repulsiva.
La única opción alternativa, pensaba yo, sería tratar de convencerme de que creía. Desde luego que podría ser capaz de generar en mí un nivel de deseo del producto en oferta tal que, por un tiempo, pudiese creer que creía. Pero no sería lo mismo que creer de verdad, y la idea de tener que hacer el esfuerzo se me antojaba asquerosa e inmoral. Tal y como yo la entendía entonces, la fe era una falsa ilusión en el mejor de los casos y una hipocresía total en el peor.
Para mí, el argumento decisivo contra la fe consistía en que yo era capaz de no creer por muchas ganas que pudiese tener de hacerlo. Si Dios existía y me iba a castigar por no creer, pues me quedaría con el castigo. Pensaba que fe era una palabra vacía de sentido, que los supuestos creyentes o bien eran unos hipócritas, o bien eran unos necios que se autoengañaban y que era una pérdida de tiempo detenerse a considerar siquiera cualquier afirmación que un cristiano hiciese sobre la verdad.
Teniendo en cuenta lo que yo creía que era la fe y el censurable estado de mis conocimientos sobre el cristianismo, llegué a la conclusión (no del todo injustificada) de que tenía mejores cosas a las que dedicar el tiempo que ponerme a investigar los manidos relatos ad hoc de nadie. Había una gran cantidad de cosas por las que la gente sentía una honda preocupación, o quizá creyesen ciertas incluso, y que yo no sentía la menor inclinación por explorar: el budismo, el veganismo, la teoría de cuerdas, el marxismo, la reencarnación, el mérito literario de James Joyce…; el cristianismo no era más que otro de aquellos temas sobre los cuales no tenía motivos para preocuparme.
Si me hubiera informado, habría descubierto que la Biblia no era en absoluto lo que yo creía que era. Me habría encontrado con la afirmación clara y directa de san Pablo de que el cristianismo se basa en los sucesos históricos y atestiguados de la muerte y la resurrección de Cristo. Habría descubierto que la teología y la filosofía ofrecían respuestas serias y complejas a mis preguntas, y no apelaban de forma simplista a la fe ciega. Me habría dado cuenta de que el arte, la literatura y la música que más profundamente me conmovían tenían su base en una forma cristiana de entender el mundo. Me habría encontrado con que los dos milenios de historia de la Iglesia no cuadraban con mi imagen de la fe cristiana como una ficción interesada y políticamente útil.
Pero yo creía saber exactamente lo que era la fe, así que no quise buscar más. O tal vez me daba miedo que la fe consistiese en algo más de lo que yo estaba dispuesta a reconocer, y no deseaba enfrentarme a ello. Era mucho más fácil leer solo libros de autores ateos que me decían lo que yo quería oír: que yo era más lista y que tenía una mayor honestidad intelectual que aquellos pobres y engañados cristianos.
Me había construido una fortaleza de ateísmo, segura frente a cualquier ataque de fe irracional. Y en ella vivía. Sola.
III
Sola en la fortaleza del ateísmo
[Tras el robo del sol y la luna] llegó la escarcha y acabó con las cosechas, y el ganado comenzó a morirse de hambre. Todas y cada una de las criaturas vivas comenzaron a sentirse indispuestas y se desmayaron en aquel mundo oscuro y lóbrego. Una de las doncellas de Kalevala sugirió entonces a Ilmarinen que hiciese una luna de oro y un sol de plata y los suspendiese en los cielos; así que Ilmarinen se puso manos a la obra. Mientras los forjaba, llegó Wainamoinen y le preguntó en qué estaba trabajando, e Ilmarinen le contó que iba a fabricar un nuevo sol y una nueva luna. Pero le dijo Wainamoinen: «Es una locura, pues el oro y la plata no brillarán como la luna y el sol». Aun así, Ilmarinen siguió trabajando, y pasado el tiempo logró forjar una luna de oro y un sol de plata, y los suspendió en su sitio en el cielo. Sin embargo, no daban luz, tal y como Wainamoinen había dicho.
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La vida en el interior de la fortaleza del ateísmo era buena. Me creía capaz de hallarle sentido al mundo tanto como —o mucho mejor que— la gente que afirmaba tener fe. Yo no creía en Dios, pero tenía una cosmovisión que me parecía plenamente satisfactoria. No era un punto de vista especialmente jovial, pero prefería la verdad a sentirme reconfortada, sin dudarlo.
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